Una de las lecciones que uno puede aprender después de leer Melodías de Auschwitz es que nunca se sabe lo que en un futuro puede salvarnos. Simon Laks, compositor, pianista, violinista, intérprete en funciones cinematográficas en el París de entreguerras, no pudo nunca imaginar que acabaría siendo salvado por la música, que su destino, el de un judío recién llegado al centro del infierno pero que, por su buen estado físico, había evitado de entrada la cámara de gas y había sido designado para uno de los comandos de trabajo, que su destino, decía, que era la muerte por agotamiento, por inanición o por frío después de un par de semanas, iba a ser transformado en el de un superviviente gracias a la música. Simon Laks llegó a dirigir la orquesta del campo de Auschwitz-Birkenau, una de las “instituciones” mimadas por los carniceros nazis en virtud de ese paradójico (y varias veces recalcado por Laks en su libro) amor de los alemanes por la música. Otra de las lecciones que la lectura de Melodías de Auschwitz depara (después de que en las varias librerías en que pregunté por el libro ninguno de los libreros supiera cómo se escribe Auschwitz) es que el testimonio puede padecer dos males mayores: el olvido y la tergiversación. Cualquier europeo que haya olvidado cómo se escribe Auschwitz, que tenga solo una vaga idea de lo que allí ocurrió, que no se haya preocupado apenas por la infamia infinita que supuso aquel reverso, aquel (como dice Laks) “negativo” del mundo, no solo está expuesto, como lo estamos todos, a que el infierno vuelva en cualquier momento a reeditarse, sino que será incapaz de detectar las señales atroces que aparezcan en el horizonte. En cuanto a la tergiversación: los supervivientes temieron no solo no ser escuchados, sino sobre todo no ser comprendidos. Muchos se avergonzaban de haber sobrevivido. Simon Laks, incluso, tuvo que responderle un día a una señora que le preguntaba cómo lo había logrado si habían muerto tantos: “Perdóneme usted… pero no lo hice a propósito”.
Lo que Simon Laks afirma en su libro, la que podría considerarse como su tesis principal, si es que alguna puede haber en un libro que es sobre todo un crudo testimonio de sus años en Auschwitz, es que la música puede hacer daño. El arte más sublime, considerado por tantos celestial o divino, la música, cuyo origen estaba en las esferas y que era capaz de amansar a las fieras o aplacar las tormentas, el bálsamo del alma, la inductora del sueño, la protectora del espíritu, la escala misteriosa entre la tierra y el cielo, la música, según Simon Laks, que la interpretó a la salida y al regreso de los comandos de trabajo de Auschwitz, puede hacer daño. ¿Tal vez porque evocaba, como un perfume lejano, el mundo perdido de cada prisionero, lo irrecuperable de cada vida? ¿O tal vez porque recordaba ese vínculo roto entre la vida y lo que la trascendía, entre el cuerpo y el alma, entre el mundo y la eternidad? Simon Laks no se hace estas preguntas. Le basta con dar testimonio, por ejemplo, de su visita al hospital del campo durante unas Navidades para interpretar con su orquesta unos villancicos. Los moribundos empezaron a gemir, luego a llorar, y finalmente les gritaron a los músicos: “¡Márchense! ¡Déjennos morir en paz!”.
El libro de Simon Laks, que no fue autorizado por las autoridades polacas de la época comunista y tuvo que publicarse en Londres (había habido una primera versión, más breve, en 1948, escrita en francés al alimón con René Coudy y publicada en París), es un libro incómodo. Ya desde el principio, desde su propio título: Gry oswiecimskie, cuya traducción literal sería “Músicas o juegos auschwitzianos” y que en la edición española (traducida por Xavier Farré, a quien debemos agradecer un trabajo tan necesario) se ha vertido como Músicas de Auschwitz, contiene una aparente paradoja. Aunque en ningún momento se escatima ningún detalle para describir las atrocidades sufridas u observadas por su autor, este insiste sobre todo en la historia de la pequeña orquesta espectral, en la condición de privilegiados de sus miembros: comen más, viven en mejores condiciones, sufren menos golpes de kapos y esmans que la mayoría de los presos del campo. Pero todo esto, y Simon Laks lo sabe y no lo oculta, es una especie de milagro procurado por la música. Esa misma música que tocan y que en los oídos de los enfermos y los presos se convierte en un llanto insoportable a ellos, a los músicos, les salva la vida. Afinan sus instrumentos, copian y componen obras, la mayoría canciones o marchas tradicionales alemanas (a veces, en secreto, cantos polacos o judíos), y luego las tocan a la salida y al regreso de los comandos de trabajo que vuelven siempre con los cadáveres de quienes no superaron el frío, la fatiga, los golpes o el hambre. Y esos músicos, dirigidos por Simon Laks, no dejan nunca de tocar, pues, desde el momento en que lo hagan, el peso del silencio caerá sobre ellos.
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Recomiendo aprovechando a la misma editorial la lectura de Philippe Lacoue-Labarthe: La poesía como experiencia. Un saludo Rafa
ResponderBorrarNo lo he leído, pero tomo nota de la recomendación. Arena Libros (www.arenalibros.com) posee un catálogo estupendo. Gracias por escribir. Un saludo.
ResponderBorrarExcelente comentario.También Primo Levi tiene comentarios acerca de lo que significó la música en el lager.
ResponderBorrarhttp://doctorfabian.blogspot.com.ar/2011/09/musica-y-libros.html
Ambos están comentados por Quignard en "El odio a la música"
Gracias, amigo Fabián, por el comentario y por la referencia. La trilogía de Levi es uno de esos libros que lo roen a uno por dentro de por vida. El libro de Pascal Quignard no lo conozco, intentaré hacerme con él. Mil gracias de nuevo y un cordial saludo.
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