jueves, 22 de septiembre de 2011
MADRE E HIJA
Las únicas palabras que posee no le sirven de nada. Está sentada en un sillón. Siente cómo se apaga: sin ningún testimonio, sin que pueda encontrar la manera de ser otra, diferente a sí misma. Mira cómo su madre, con cerca de cien años, se consume también, aunque de un modo distinto. Su madre va despidiéndose muy lentamente de la vida como quien llega al final de un largo viaje y no necesita ya las palabras porque las gastó todas por el camino. Ella, en cambio, en mitad de la vida, empieza a perder pie, siente enseguida el abismo, el vértigo de la caída, se agarra como puede a un par de arbustos cuyas raíces no tardarán en ceder, y ahora, sentada en un sillón, espera, muda y aterrada, el impacto final. Las únicas palabras que posee son las que usa para consolar a los demás, para intentar engañar a su madre, para afirmar o afirmarse que tanto no ha adelgazado, que se siente con fuerzas para dar un paseo, que esa noche comerá con apetito. Vivir era una costumbre que ahora le parece un milagro. No sentía la vida: se dejaba vivir. Y solo ahora, cuando está a punto de perderla, la siente de verdad. Recuerda casi cada día, aunque se parecieran todos, los recuerda compactos y risueños, compartidos y sólidos, seguros, transparentes, soleados. Los recuerda sin palabras, como puras imágenes, escenografía radiante para un cuerpo mermado que aún debe interpretar un último papel. Su madre, que aún conserva el sentido de las cosas, se pregunta qué ocurre, por qué, si era ella la enferma, la llamada a marcharse, es ahora su hija la que sufre, la más desmejorada, casi iguales las dos en su apariencia de ancianas. Como si su destino fuera el de marcharse juntas. Antiguas alegorías hoy ya casi en desuso nos dirían que en esa casa la muerte, la ciega tejedora implacable, prefirió no marcharse para ahorrarse otro viaje y decidió instalarse con su rueca, lúgubre, una noche en un cuarto y otra noche en el otro, vigilarlas a ambas en sus sueños confusos, esperar el momento en que les llegue la hora para convertirse en el sueño eterno de la madre y la hija: como un viaje fulgurante hacia atrás en el tiempo.
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Muy especial, muy real.
ResponderBorrarAcompañar en el camino del adiós es algo muy difícil, siempre.
El sueño eterno de la madre y la hija... Bello en su tristeza; triste en su belleza.
Un saludo.
Mil gracias, estimada Pilar. Me ha emocionado tu comentario porque revela una lectura "empática". Tienes toda la razón: acompañar en el camino del adiós es algo muy difícil, siempre. Y algo que, tal vez, no puede aprenderse hasta que no se vive. Un saludo cordial.
ResponderBorrarCuando leía el texto, lo que pensaba era eso mismo ¿Cómo puede escribir algo tan triste de una forma tan bella? Inspira … un largo abrazo, como ese que me gustaría poder darle a la cuidadora de ambas almas.
ResponderBorrarGracias por leerlo, por tus palabras y por tu largo abrazo. Besos.
ResponderBorrarBellísimo, Rafa, el texto me ha hecho recordar (aunque sé que es otra cosa)"Madre e hijo", la película de Aleksandr Sokurov. Gracias por tu texto y por la invitación que ha significado: volver a leerlo y volver a ver la película de Sokurov. Un abrazo.
ResponderBorrarGracias Rafa, ante todo por describir esa realidad tan cruel de una forma hermosa, delicada y sublime, pero sobre todo porque sé que las llevas en la mente y en el corazón.
ResponderBorrarUn abrazo muy grande, desde Tenerife..
Gracias a ti, Almu, por tus palabras. Lo que uno puede decir frente o contra la desgracia es poco, casi nada. Te mando un abrazo enorme, con mis mejores deseos y todo el cariño. Rafa.
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