sábado, 25 de mayo de 2024

VISITAS A MIGUEL BADAJOZ

No sé por qué habrán sido tan pocas las veces que, en estos últimos años, he recordado la casa donde, más que vivir, parecía yacer sepultado mi amigo Miguel Badajoz. Quizá se haya debido a que fueron muy escasas las ocasiones en que lo visité. En la planta baja, dentro de un cubículo de apenas tres metros cuadrados, vigilaba un portero prepotente que, siempre malhumorado, decía, al menor interés que yo mostraba por visitar a mi amigo, que en aquel momento no se le podía molestar o, más habitualmente, que no estaba en casa (cuando a mí me constaba que sí lo estaba). Me recuerdo acechando desde la acera de enfrente, entre la cabina telefónica y el puesto de lotería, la aparición del portero, que a veces salía a comprar tabaco o alguna bebida y dejaba la puerta sujeta con una cuña para que no se le cerrara en su ausencia. Entonces yo cruzaba la calle y accedía al inmueble. Al fondo, a ambos lados del primer tramo de escalera, ancho como si se tratara de un edificio noble de la capital, había sendas puertas que nunca exploré y que quizá hubieran revelado más de un secreto. Quién sabe si un día no me animaré a volver a entrar –ahora que no hay portero físico, sino electrónico, no me resultaría difícil hacerme pasar por cartero o repartidor de comida a domicilio– para descubrir tras esas puertas, tal vez, cuartos inmovilizados en el tiempo, en aquel tiempo, al menos, capaces de devolverme una chispa de lo que fueron mis visitas a Miguel Badajoz. O quizá esas puertas estén siempre cerradas, como creo que lo estaban en aquella época. O incluso podría ocurrir que yo hubiera estado confundido entonces y que, en vez de puertas, se tratara de armarios de la luz o de vanos tapiados que conservaban la marca de los bordes en los abultamientos de la pintura.

Es extraño que, habiendo pasado tantas veces por esa calle, cercana al mercado, no me haya sentado nunca, como lo he hecho hoy, en alguna terraza. Es posible que los recuerdos exijan cierta inmovilidad. Estarse quieto, frente a un cortado, viendo girar el mundo alrededor en su frenesí y su vacuidad. Albergar de pronto la sensación de que se está atravesando una cortina, de que se está mirando por una ventana que da directamente al pasado. ¿Será acaso la mirada concentrada en esa mezcla de leche y de café la que se impregna de mezcolanza, una palabra que rima con añoranza, y se vuelve así capaz de regresar a un tiempo ya perdido sin abandonar el presente, esta mesa, la conversación desenfrenada de tres vecinas del barrio, el silencio de un anciano frente a un vaso de vino, el giro de las guaguas que se dirigen al intercambiador, los ladridos de los perros antes de olfatearse. Justo frente a mí estaba el portal del número dieciséis: ha cambiado tan poco el edificio que me parecía estar de nuevo allí, en la época de mis visitas a Miguel Badajoz, esperando aquel descuido del portero que me permitía colarme y subir hasta la tercera planta, tocar en la puerta –nunca he usado los timbres–, saber que pasarían varios minutos hasta que vinieran a abrirme, como si el inquilino de aquel piso tuviera que salir de un sepulcro, vestirse, acicalarse un poco antes de ir a abrir la puerta.

Y, cuando la puerta se abre, toda la casa está en penumbra. Las persianas, casi del todo bajadas, aunque es por la mañana, hacia las once, un sábado, como hoy, dejan pasar apenas un ribete de luz. Sobre un sillón, a la izquierda, una sábana colocada para combatir el calor retiene celosa las manchas de algún líquido, tal vez un refresco, o un zumo de frutas, acaso un cortado como el que estoy tomando ahora mismo. Una flor se marchita en el jarrón colocado sobre la mesa del comedor. Doña Maximolinda, la propietaria del piso, lo visita una vez por semana, limpia un poco y remplaza esa flor, pero el agua sale siempre un poco sucia del grifo, el aire está estancado porque las ventanas apenas se abren y, además, la poca luz no favorece la supervivencia de la flor, que a los pocos días luce marchita como ahora, como entonces. A la derecha, en la pared, un cuadro pintado por Máximo O’Daly, un buen amigo de Miguel Badajoz, cuelga un poco ladeado. Representa una casa señorial de hace unos dos siglos, con su balcón de madera, un jardín de hortensias a un costado y una dama en la puerta que pareciera estar esperando visita. Miguel Badajoz me pide que espere en el sillón, no tardará en volver. Desaparece por el pasillo y yo sé que voy a estar más de media hora allí sentado, contemplando la flor que se marchita, el tocado pintoresco de la dama, el fulgurante barniz de la madera del balcón, las hortensias casi tan azules como el cielo.

La tercera guagua que pasa casi choca con un coche que no respetó un semáforo. Se oyen insultos por parte de ambos conductores. Desde la terraza replican con comentarios, aspavientos, risas. El anciano solitario ha pedido otro vaso de vino. Las vecinas locuaces hace un rato que fueron sustituidas por una pareja de novios toxicómanos. Yo he pedido mi segundo cortado, esta vez un leche y leche. En la parte de abajo, la leche condensada soporta con entereza el peso del café mezclado con leche natural. Revuelvo con la cucharilla y hoy, cuando llego y toco a la puerta, me abre Máximo O’Daly. Él y Miguel Badajoz me hacen pasar a la cocina, donde la loza forma un conjunto escultórico en efímero equilibrio y en una jaula parece dormitar un canario de color castaño. Mientras tomamos café en unas minúsculas tacitas de porcelana, Máximo O’Daly habla con una voz como reproducida a una velocidad inferior a la real. Parece paladear cada sílaba, duda antes de pasar a la siguiente palabra, se queda pensando en el significado de la frase que acaba de pronunciar. A pesar de todo, ni Miguel Badajoz ni yo nos atrevemos a interrumpirlo, pues, aunque, cuando ha terminado de hablar, nos damos cuenta de que su discurso está completamente vacío, mientras habla parece estar tratando asuntos de gran importancia. Me lo imagino pintando de la misma manera: como a cámara lenta, disponiendo con aparente misterio los colores en el lienzo, demorándose en la contemplación de cada mancha, creyéndose un nuevo Leonardo, para acabar perpetrando una estampa mediocre y costumbrista. Sin embargo, Miguel Badajoz, que es la persona con menos aspiraciones creativas que conozco, construye asombrosas pirotecnias cada vez que habla, inventa palabras, crea combinaciones asombrosas, introduce todo tipo de acentos, matices y modulaciones en una especie de pastiche o florilegio fascinante a la vez que en grado sumo perturbador. Sus intervenciones, que no tienen desperdicio, están compuestas precisamente por desperdicios, por desechos de lo escuchado aquí y allá, son un collage tornasolado y corrosivo sin ninguna pretensión y, sin embargo, están a la altura de un Joyce, de un Guimarães Rosa, de una Gertrude Stein, de un Carlo Emilio Gadda. Sin embargo, su gran amigo O’Daly lo escucha con indiferencia.

Una vez me invitó a pasar a uno de los cuartos del fondo. Yo no sabía que el piso era tan amplio. Me imaginaba a mi amigo caminando por la noche, pues sabía que apenas dormía, a oscuras, de un cuarto a otro, de la cocina al salón, del dormitorio al aseo, de la terraza al comedor, atravesando los pasillos mientras fumaba sus cigarrillos de tabaco negro y, como un gato, con sus ojos fosforescentes, de un verde intenso, escudriñaba la oscuridad, escuchaba el rumor de los bares que colindaban con el mercado, los vítores de los borrachos, las escaramuzas de los drogatas, las reyertas del golferío arremolinado allí a esas horas, ya casi de amanecida. Me lo imaginaba recordando, a través de esas voces, de todo aquel alboroto urbano, su juventud en la gran ciudad marítima, los callejeos por la zona del puerto, los encuentros en bares de mala muerte, las despedidas que él no hubiera querido que fueran para siempre. Y también el paseo junto a la playa, las discotecas abiertas hasta las seis de la mañana, tanto tugurio visitado, tanta vida desperdiciada, la sinrazón, el extravío, la oscuridad, el miedo. Así me lo imaginaba aquel día que me invitó a pasar a uno de los cuartos del fondo. La penumbra era la misma que en el resto de la casa. Era una especie de despacho destartalado: una mesa junto a la ventana, una silla, una estantería con algunos libros. Me dijo que cerrara los ojos y cogiera uno al azar. Así lo hice. Era Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Miguel Badajoz me dijo que lo había leído al final de su adolescencia. Ábrelo por el principio, me dijo. Y entonces él, mientras fumaba y miraba como hipnotizado hacia la ventana, que dejaba pasar apenas un ribete de luz, recitó de memoria: Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: «Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es que ha pisado el cable. «¡Enchufa!» Está hablando por teléfono. «¡Amador!» Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve.

 

 

lunes, 6 de mayo de 2024

EL CONDUCTOR

Una música que supe de Mahler (tercera sinfonía) sonaba en la radio del coche mientras regresaba a casa. Estaba seguro de que era esa obra porque por la mañana habían anunciado su retransmisión a cierta hora de la tarde. Habrían bastado unos compases, sin embargo, para identificar que era Mahler aunque no hubiera escuchado esta mañana el anuncio. Más difícil habría sido acertar con el número de la sinfonía. Una sinfonía, dijo el compositor, debe ser como el mundo, debe contenerlo todo. Mientras sonaba, miraba hacia la izquierda, en dirección al mar, y veía el enjambre de nubes más caleidoscópico que recuerdo. Incontables capas, de multitud de tonos de blanco, mezclados con diferentes tipos de azul, y abajo el mar. El tráfico de la autopista era sereno, pero, como siempre, rondaba por mi cabeza la posibilidad de un error, mío o ajeno, un coche al que un conductor no logra ver en el ángulo muerto, un giro súbito de volante, el impacto contra la mediana, las vueltas de campana, la rotura del cuello, la muerte. Sí: la música, las nubes, el mar, la muerte. Todo mezclado en un único instante de arrebato y conmoción. Sin embargo, tanto los demás como yo conducíamos con prudencia, no siempre indicando las maniobras con los intermitentes, pero sí vigilando no invadir un carril ya ocupado, respetando los límites de velocidad, manteniendo la distancia de seguridad. Y así llegué al tramo final de la autopista, el de los cuatro carriles que descienden hacia la ciudad junto al mar, con la gran isla al fondo, casi evaporada sobre el horizonte, pero aún reconocible, y la coda de la tercera sinfonía de Mahler sonando como en un ocaso de toda la luz del universo, como si fundirse y aceptar la fusión, como si entrar en una dimensión superior mientras se desciende el abismo innombrable, como si resucitar en medio de las aguas que mueren, como si brindar por la vida para entregársela al sol que nos rehúye fueran la sinrazón del conocimiento final, el mundo que termina porque la sinfonía termina, las nubes arreboladas en el más mágico de los atardeceres. Eso sentía mientras el coche circulaba a la altura de las fábricas y las naves industriales que preceden los primeros –o últimos– barrios de la ciudad. Y entonces, tras un último acorde prolongado, interminable, la música acabó. Hubo un segundo, un segundo que yo hubiera deseado larguísimo, antes de que el público, arrebatado, estallara en un aplauso. El locutor, con un hilo de voz, dijo que era difícil hablar después de esa música que había sonado. Maldije para mis adentros los vítores, las palmas que aplaudían, los comentarios que el locutor añadió aun a sabiendas de que debía callarse. Los barrios periféricos se habían teñido de un aura difícil de definir, como si de ellos pudiera brotar un mundo entero, de cada edificio, de cada balcón, de cada ventana, como si la música o el crepúsculo o la muerte postergada los hubieran dotado de una irradiación generadora de vida. Esos barrios, que yo no conocía bien, que apenas si había recorrido algún domingo ocioso, sin fijarme demasiado en las construcciones, en los descampados, en las plazas descuidadas, eran el mundo nuevo que el final de la música había creado mientras yo ingresaba en la ciudad como alguien desaparecido que, muchos años después, decide regresar, sin que haya ya nadie que lo conozca, sin recordar muy bien en qué parte de la ciudad vivía, dónde pasó su infancia, pero sospechando o, mejor, presintiendo que había para él un destino esperándolo allí, una nueva vida por vivir en algún lugar del laberinto del que había escapado sin que tampoco recordara cuándo ni por qué. La música de Mahler había horadado una pequeña rendija que me permitía asomarme a algo que no sabía muy bien qué era y que seguiría ignorando, probablemente, durante mucho tiempo más. Pero ya estaba atravesando las avenidas principales de la ciudad. Había entrado de nuevo en aquella realidad que conocía tan bien, en la maraña del tiempo mensurable, los paseantes de domingo, la policía estacionada junto al estadio de fútbol, un tranvía que pasa, la terraza poco concurrida, un coche que, desde el carril izquierdo, cruza muy rápido frente al mío, haciéndome frenar, para incorporarse a una calle a su derecha. Todo era tan absurdo que era difícil creer que, de nuevo, formara parte de ello. No era posible volver al momento en que los acordes quedaban suspendidos como en medio de un enjambre de nubes rodeadas del más vivo de los azules, no podía regresar al momento en que vi la isla desdibujada como si la música la mantuviera levitando en el cielo ni había la más mínima posibilidad de sentir de nuevo cómo la ciudad se iba abriendo ante mí igual que los pétalos de un flor misteriosa y fragante. Ya estaba en la calle donde se encuentra el garaje. Pulsé el mando a distancia y la puerta se abrió. Aparqué el coche en el sitio que me correspondía. Apagué el motor. Todo quedó en silencio. Había estado a punto de lograrlo, una vez más. What a wonderful world.    

viernes, 3 de mayo de 2024

SERAFÍN HA MUERTO

Aunque al parecer ocurrió hace una semana, hasta hoy no nos hemos enterado de su muerte. Llevaba enfermo más de quince años. Se había recuperado unas cuatro o cinco veces del cáncer que padecía. Cuando nos cruzábamos con él en los pasillos de la urbanización, no podíamos dejar de pensar que estaba marcado por ese tumor alojado en algún lugar del estómago, un tumor que había ido creciendo o decreciendo según la eficacia de los tratamientos, un tumor que nadie, ni él mismo, salvo los médicos que lo habían tratado, había podido ver, pero que se manifestaba en su rostro en una especie de rictus de desánimo, y en el conjunto de su cuerpo, muchas veces, en una delgadez que superaba a la que era natural en él. Como no había ya ninguna relación entre nuestras respectivas familias, no conocíamos los detalles de la enfermedad y sólo sabíamos de sus avances o retrocesos a través de conocidos comunes, una de sus primas con la que mi madre mantenía contacto, un amigo de su hijo menor que seguía manteniendo cierto vínculo con mi hermano, una vecina de la urbanización a la que tanto su mujer como mi madre seguían visitando con cierta regularidad. Estas informaciones de segunda mano nos condenaban a procurar adivinar en qué fase se encontraba cuando nos lo cruzábamos al azar en la playa, y nos alegrábamos cuando lo veíamos aparentemente recuperado, algo más robusto que la vez anterior, pese a que el rictus de desánimo seguía instalado en su cara y, hasta donde puedo recordar, no lo abandonaría ya nunca. Pero acaso ese rictus no se debiera exclusivamente a la enfermedad. Sabíamos que había otros problemas en la familia. Alguien nos había dicho que el matrimonio dormía desde hacía muchos años en camas separadas, lo que seguramente no era sino el síntoma de desencuentros mucho más graves que afectaban también a sus hijos, César y Pedro, que durante dos décadas fueron nuestros mejores amigos del verano. 

Serafín era un hombre callado. Recuerdo haber visto —y cuando digo recuerdo me refiero a que lo estoy recordando ahora: es algo que había olvidado por completo— una foto del día de su boda en la que durante muchos años fue su casa en la ciudad. Lo que entonces pensé al verla, reflexiones de adolescente, era lo diferente que aquel matrimonio resultaba comparado con el de mis padres. Es posible que todo fuera un efecto de la extrañeza: fotos del matrimonio de mis padres había visto cientos hasta entonces, y por ellos mismos conocía numerosos detalles de la boda; sin embargo, asomarme, a través del pequeño agujero de aquella foto, a un momento tan señalado del pasado de un matrimonio del que no tenía otros recuerdos que los de su vida de adultos, significaba toda una novedad para mí. Era casi como si no hubiera debido mirar esa foto, a pesar de estar colocada en lo que supongo que sería un mueble de salón, o alguna estantería del comedor. El Serafín y la Concha que aparecían allí eran unos completos extraños para mí. Nunca hubiera imaginado que de jóvenes habían sido esos veinteañeros. El trasfondo de la foto, quiero decir el escenario en que se había tomado, parecía una plaza de barrio. Ambos sonreían, claro, pero, si comparaba su actitud con la de las fotos de boda de mis padres, hubiera podido afirmar que en la de ellos reinaba la perplejidad y en la de mis padres, el embelesamiento. 

Creemos que el dominio que Concha ejerció sobre Serafín, sobre todo a raíz del intento frustrado de él de establecer una relación amorosa con otra mujer, fue poco menos que absoluto. Aunque durante un tiempo tanto mis padres como yo mantuvimos alguna relación, ya muy limitada, con él —saludarnos al vernos, alguna pregunta muy general, poco más—, llegó un momento en el que nos quitó el saludo, primero a mis padres y luego a mí, coincidiendo con la ruptura de relaciones que se dio, por razones que sería largo desgranar, entre sus hijos y nosotros, mi hermano y yo. A partir de entonces, cuando nos cruzábamos en los pasillos de la urbanización, o en el solárium junto a la piscina, o incluso sobre la arena de la playa, las miradas mutuas revelaban cierta melancolía, como si por ambas partes añoráramos una época en la que habíamos compartido cenas, excursiones por los barrancos de la zona, meriendas en su casa y en la nuestra, picnics y hasta partidos de fútbol en la televisión. Sentí siempre que a él no le hubiera importado que nos saludáramos a escondidas, pero, aunque mis padres me dieron completa libertad al respecto, no me parecía lógico seguir hablando con el padre mientras que con los hijos, que habían sido nuestros amigos íntimos, y, por supuesto, con la tiránica Concha, ya no había ninguna relación. 

Hoy, antes de que mis padres me comunicaran el fallecimiento de Serafín hace una semana, pasé varias veces frente a su apartamento. La primera fue cuando volvía de la playa. La segunda, cuando fui a tirar la basura. Las dos veces pensé cómo estaría, cómo estarían él y su mujer, pues sabía que Concha también estaba enferma, y acaso más gravemente que él. Me pregunté si los dos seguirían vivos, pues, como su edad era aproximadamente la de mis padres, estarían rozando o superando por poco los ochenta. El apartamento estaba cerrado a cal y canto después de que hace unos meses se marcharon los inquilinos suecos a los que se lo tenían alquilado durante los meses de invierno. Allí dentro, me dije, yo había estado recostado en el sofá junto a él, junto a sus hijos, en compañía de mi hermano, merendando tarta con helado mientras veíamos algún partido de primera división. O había cenado alguna vez en el comedor de la planta principal, lo mismo que César y Pedro a veces habían cenado en nuestro apartamento, y luego jugado con nosotros al parchís, o a la oca, a las cartas o a los dados. Todo aquello formaba parte de mis recuerdos de los veranos de la infancia y la adolescencia, que fueron inmoderadamente felices. De hecho, a veces siento una pasajera carga de conciencia al saber lo injusta que fue tanta felicidad comparada con las desgracias de tantos otros niños de mi misma edad en muchos rincones del mundo.

No por esperada, la muerte de Serafín ha dejado de entristecerme. Desde que lo supe, han regresado, como aves de mal agüero que sobrevolaran un paisaje desolado, los recuerdos que aquí he ido desgranando y otros muchos que prefiero no desvelar. Al hablar por teléfono hace un rato con mi hermano, me dijo algo que yo llevaba un rato pensando: qué triste es no poder darle el pésame a sus hijos, con quienes tanto compartimos de niños. Hace muchísimos años que no tenemos contacto con ellos. Las veces que hemos coincidido, sobre todo en la piscina, hemos actuado, tanto ellos como nosotros, como si fuéramos unos completos desconocidos. Precisamente allí, en la piscina, en el que fue el corazón de nuestros apasionantes juegos infantiles, con los chapuzones alocados, las miles de volteretas bajo el agua, los lanzamientos de pelota, las luchas por sobrevivir sobre las colchonetas; y, por la tarde, sobre las hamacas de color naranja, los juegos de cartas, el envite, el mus o la canasta, o los intentos aficionados de convocar a los espíritus de los muertos previa narración de historias de terror mientras caía el sol y el solárium se había convertido ya en nuestra segunda casa. Es extraño: hace una hora sentí la necesidad de salir del apartamento y caminar los cincuenta metros que me separan del suyo, bajar por las escaleras que descienden junto a la pared lateral y mirar desde el paseo de abajo hacia su terraza, donde Serafín, casi siempre, estaba sentado en una tumbona fumándose un puro, o simplemente disfrutando de la sombra mientras afuera el sol resplandecía intensificado por nuestros gritos de niños llenos de vida y del deseo de fundirnos con el agua coruscante de la piscina. Me detuve unos instantes allí abajo e intenté imaginármelo, proyectarlo con la mirada en su lugar preferido del apartamento. Por mi parte, quisiera recordarlo así, allí, fumando lentamente un habano antes de almorzar, mientras escucha las voces de sus hijos en la piscina y piensa que con sus cuarenta y cinco o cincuenta años tiene todavía media vida por delante. Y que a la sombra del flamboyán nada malo podrá ocurrirle nunca. 

 

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PRESENTACIÓN DE 'LAS PERTENENCIAS' EN LA LAGUNA

 

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