lunes, 27 de mayo de 2024

VIEJAS FOTOGRAFÍAS

Es también eso, lo he dicho ya otras veces, es algo que tiene que ver con lugares fuera del tiempo, quién sabe dónde, aunque casi siempre podamos ubicarlos. O pueda ubicarlos al menos quien compartió un pedazo de aquella historia.

En las fotografías que mirábamos nadie había muerto todavía, aunque casi todos estuvieran ya muertos. Y los niños que allí jugaban en los parques disfrazados de vaqueros van ahora camino de ser ancianos y algunos, ancianos ya, incluso confunden su cara en el espejo con las de sus compañeros de habitación en las residencias donde viven.

El salón de una casa en África por navidad. En la pared, un tapiz mal colgado representa unos camellos y alfombras voladoras. Una familia brinda mirando hacia la cámara. Es en Sidi Ifni o en El Aaiún. El polvo del desierto lo habrá cubierto todo desde entonces.

Hay algo en las fotografías en blanco y negro que no consigo explicarme bien. Las personas y lo que las rodea están como en otra dimensión. Determinados matices quedan resaltados. Pero la mayoría se ha perdido. Sólo queda lo esencial, el esqueleto de las imágenes. Los rasgos de las caras. Las carcasas de los automóviles. El brillo apagado de las olas del mar. Pero no es eso, es otra cosa que no sé describir.

Allí, en los lugares fuera del tiempo, no siempre todos parecen felices. Una niña está amulada –y, a partir de entonces, mostrará ese gesto siempre que se enfade–. Un joven que cena con sus padres mira a la cámara desconsolado. Los padres empiezan a marchitarse y la desconfianza entre ellos es cada vez mayor. La tía soltera aúpa en brazos a un bebé que debió haber sido suyo, tan profundas se han revelado sus ansias maternales.

Y el silencio que los envuelve a todos. Es inimaginable cualquier tipo de música. Incluso en las fotografías de celebraciones nadie baila, todo el mundo está como encadenado a su silla. Es un mundo insonorizado, como si lo rodearan gruesos muros de vidrio, como si la fotografía hubiera levantado en el momento del disparo una atronadora pared de silencio entre ellos y nosotros.

Por eso me sorprende tanto la fotografía de una excursión al monte: mi abuelo arrodillado junto a mi abuela, que está sentada en una silla plegable, como si le estuviera pidiendo casarse con ella treinta años después de la boda. Y la sonrisa dibujada en sus bocas. Más tarde el tiempo se las arrancaría de cuajo y les pondría una mueca de amargura que les duraría para siempre.

Nadie sabe qué fue de los padrinos de bautizo de uno de mis primos, un matrimonio joven y atractivo. Se perdió el contacto con ellos. Al marido, extranjero, se lo dio por muerto. De ella no se volvió a tener noticias. Montones de misterios como ese surgen mientras vemos las fotografías.

Mi madre me las va pasando, una a una. Las descubrió el otro día en una maleta guardada en el trastero del garaje. Las revisó ayer con mi padre y seleccionó las que iban a quedarse. Estas que ahora me enseña serán para mis primos, pues en muy pocas aparecen ella o mi padre, y si lo hacen es de un modo similar al de otras imágenes que ya tienen. Mi madre conoce todos los detalles, es una experta examinadora de fotografías (no en vano tiene varios álbumes donde las guarda). Mi padre, como buen apuntador, interviene para apuntalar algunas imprecisiones.

La niña que luce en el balcón de los abuelos un disfraz de bailarina en una de las pocas fotografías a color es una prima mía. Empezó a practicar ballet en aquella época y poco más tarde lo dejó. Qué somos sino las pieles y los disfraces que hemos ido dejando por el camino.

Guardemos esta para nosotros, le digo a mi madre. En la fotografía sólo se la ve a ella, pero tan de lejos que ni ella misma se había reconocido. Le digo que con una lupa se distinguirían sus rasgos de joven de veinte años a lo sumo. Parece estar en un paseo del parque, al final de una pendiente, y acaba de lanzar por el suelo una pelota a quien le está tomando la fotografía, que no puede ser otro que mi padre.

Los abuelos nunca se bañaban, me dicen, ni en la piscina ni en el mar. Y todo el mundo luce ropas oscuras, trajes largos, ropa impenetrable. No hay lugar aquí para la expansión ni para el juego, salvo que en el caso de los niños. E incluso a una de las niñas, para su primera comunión, la vistieron como una monja, con velo incluido. Toda de blanco, eso sí.

Los únicos animales que aparecen en las fotografías son un perro que tenían mis tíos –tirando a golden retriever, diría– y un chimpancé con el que fotografiaron a mis tres primos en alguna atracción. El chimpancé es casi tan grande como ellos.

Reconocemos unas piscinas naturales, varios lugares del parque, diversas plazas de la ciudad, un pueblo emblemático, una zona recreativa en el interior de un bosque, las llanuras volcánicas de la parte alta de la isla, el piso de mis abuelos, la casa de mis tíos, dos o tres iglesias, un restaurante, el salón de la casa de África. Y algún lugar en el desierto.  

La fotografía más divertida es aquella en la que mi abuelo, vestido de militar y sonriente, está tumbado en el suelo, de costado, con las piernas dobladas, mientras que el resto de familia posa serio ante la cámara. Mi abuelo, el vitalista atrapado en una red mortífera. Dice mi padre que llegó a regentar un bar en África.

La fotografía más chocante es aquella en la que mis tres primos aparecen jugando sentados a una mesa en la que destacan dos botellas de whisky ya vacías.

La fotografía más triste es aquella en la que, tras algún almuerzo familiar, mi abuelo y mi abuela, ella con unas gafas oscuras y el pelo ya bastante escaso –poco más tarde empezaría a usar peluca– posan como si no entendieran qué están haciendo allí, cómo han llegado a estar juntos, qué los llevó a Sidi Ifni o El Aaiún, qué sórdida mañana les espera al día siguiente, el tórrido calor, los regimientos, las calles polvorientas, los espejismos al atardecer.

En dos fotografías, mi abuelo, en bata de dentro de casa, aparece leyendo. Podría pasar por un intelectual, incluso tiene un aire a André Gide o a Vicente Aleixandre. Al parecer leía un poco en aquel tiempo. Yo he heredado aquellas colecciones de novelistas ingleses y norteamericanos. Mi padre recuerda haber leído algunos libros de Frank G. Slaughter.

Todo lo que pasó después ya figura aquí en estado embrionario. No hay nada que no pueda explicarse a partir de lo que estamos viendo, sólo que quizá no sepamos ver de verdad, con los cinco sentidos. Ahí, en la precisa inclinación de una cabeza hacia el lado menos previsible, está ya anunciada una separación. La palidez de una mano anuncia un desapego que tendrá lugar muchos años después. La sonrisa forzada de un pariente se traducirá en algún momento en una tormenta de reproches que durará décadas. Los ojos vivísimos se apagarán un día. La tersura de la piel se ajará como la de una fruta. El aire respirado se volverá irrespirable.

Y, mientras tanto, en su reino sin tiempo, nadie ha muerto todavía, todos viven sus vidas inmortales, mortecinas.  

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