miércoles, 1 de mayo de 2024

CON EL DEBIDO RESPETO

El sol de las siete y media de la tarde hace brillar el cielo con nitidez, pero también con una cierta sensación de retirada. Como otras muchas veces, estoy dentro del apartamento, en el salón, y hasta hace pocos segundos estaba tumbado en el sofá, leyendo. Si me he levantado para escribir —y antes de hacerlo me he sentado a la mesa— es porque he sentido como un leve pinchazo, una ligera presión en algún lugar dentro de mí que me llamaba hacia el teclado. Desde donde escribo sigo viendo un trozo de cielo, algunas nubes tenues a lo lejos, muy blancas, el balanceo de las ramas de una palmera, como si estuvieran rascando esos filamentos algodonosos de las nubes, parte del pavimento de la terraza, una maceta con un ficus, las azoteas de dos apartamentos, enfrente, y un filo del toldo de color amarillo que se mueve casi a cámara lenta agitado por la misma brisa que baraja a lo lejos las ramas de la palmera. ¿Por qué no seguir leyendo como hasta ahora? ¿No sería mejor salir a la terraza y dejar que este sol que ya no quema me envuelva durante un rato? Pienso en usted, que un día leerá estas líneas. Me pregunto cómo habrán caído en sus manos, qué motivo podría haber para que alguien decida, entre las miles de actividades a las que puede dedicarse el tiempo libre, leer esto que ahora mismo estoy escribiendo. Diré de entrada que mi primer sentimiento hacia usted es de respeto: quiero decir que no me considero nadie para inmiscuirme en su sacrosanta libertad de acción y movimiento, por lo que reconozco que sus decisiones son de su total y exclusiva responsabilidad. Sin embargo, no puedo dejar de sentir también hacia usted cierta lástima: ahora, mientras lee, ¿no brilla el sol, no le invita ese brillo a salir de paseo, a estirar las piernas mientras las golondrinas revolotean como si buscaran la respuesta a algún secreto inmemorial? Dígame: acaso esté leyendo esto por la noche, lo que haría descartar cualquier incitación solar al disfrute inmediato de la vida, pero ¿no hay en la oscuridad nocturna tentaciones superiores a la lectura de algo como esto? ¿Tentaciones como la de saborear una cerveza en un tórrida terraza junto al mar o como la de perderse entre las callejuelas de un casco histórico hasta fundirse con la muchedumbre dispuesta a reír, cantar y bailar hasta el amanecer? Y muchas otras, muchas otras tentaciones que no por innombrables no podamos imaginar los dos, usted y yo, como preferibles a la lectura de este texto que de momento no parece conducir a ningún lugar. Porque afuera están el cielo, las nubes, la brisa, la palmera, la terraza, el ficus, pero ahora oigo también cómo regresan las gaviotas, van a dar las ocho, y su canto hace imaginar el oleaje, un velero, las rocas en las que estarán pescando dos o tres adolescentes o un restaurante de pescado fresco en el que ya estarán las primeras parejas sentadas degustando un vino blanco semiseco junto a unas lapas con mojo verde. Acaso esta media hora que llevo sentado aquí tecleando sea para mí un tiempo perdido, pero en definitiva es mi tiempo y tengo derecho, hasta que nadie diga lo contrario, a perderlo como mejor me parezca. Sin embargo, se me plantea un cierto conflicto moral al pensar que puedo estar siendo el causante, el origen último, de que usted, al leer estas líneas, pierda a su vez su valioso tiempo. ¿No considera absurdo, respóndame con sinceridad, estar ahora mismo apegado a estas palabras que, en definitiva, no le conciernen, no hablan de usted ni están siendo escritas para usted, cuando podría estar amando, viajando, bebiendo, recibiendo un masaje o escuchando una sinfonía de Mozart? Fíjese, ahora mismo acaba de empezar a sonar una música, nada de Mozart precisamente, sino una balada, una canción romántica que entona algún cantante junto a la piscina de uno de los hoteles que rodean la urbanización donde me encuentro, y esa música, pese a su rancia melodía y a su pobre interpretación, también parece invitar a no permanecer aquí, quiero decir que, por mi parte, haría mucho mejor en salir del apartamento, ir a caminar por el lecho de un barranco, o por lo menos por el paseo marítimo junto al mar, donde vería a gente, me entretendría quizá comprándome un helado, pararía en el lugar donde cuando era niño había un gran acuario que visitaba con mis padres para ver peces de colores, pulpos y otros cefalópodos, me sentaría en algún banco frente al horizonte y recorrería las pequeñas dunas en las que alguna vez jugué al escondite con los amigos del verano. Es una voz lánguida y apenas si se oye en sordina, como en algunas películas, pero su influjo es poderoso, pues desarma este caparazón bajo el que escribo, podría hacer que estallara la ridícula burbuja de las ocho y cuarto de la tarde, así que sigo aporreando las teclas para protegerme de esa invitación a irme, y qué puedo seguir contando si no tengo nada que decir, si el sol ya ha cesado de brillar —dejé que se ocultara sin disfrutarlo—, pasaron ya en su vuelo clamoroso las gaviotas y lo único que se oye ahora, pues el cantante debe de haberse tomado una pausa para beber un whisky en la barra del bar, es el zureo de las tórtolas, algo que sí que invita a no salir, a permanecer en el interior del apartamento, en esta sala cada vez menos iluminada donde hasta hace casi una hora estaba tranquilamente leyendo, alejado de la ansiedad de la escritura, sin plantearme el debate sobre si quedarme o salir, sin apenas fijarme en lo que ocurría fuera del libro. Pues ya habrá comprobado usted, y, si no lo ha hecho, hágalo un día, que la lectura y la escritura son dos actividades completamente contrapuestas. Ahora mismo siente usted un cierto —aunque para mí absurdo— apaciguamiento, una sensación como la de estar flotando en otra dimensión —lo que no deja de ser un autoengaño—, una calma o un disfrute que, le aseguro, no se corresponden con lo que desde este otro lado estoy sintiendo yo: pura incertidumbre, insatisfacción, el sentimiento incómodo de estar perpetrando una impostura, un recalcitrante deseo de no estar aquí, sino en otro lado, un lado que exigirá siempre otro lado donde estar, cierto entumecimiento en los dedos, el ímpetu o la compulsión de atravesar esta página para poder mirarle a los ojos y decirle que todavía, a pesar del crepúsculo que lanza a esta hora su horrenda llamarada, está usted a tiempo de irse, de escapar, de vivir. 

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