Empieza dejándose recomendar una cerveza. La
camarera, de ojos brillantes como si desprendieran luz desde el fondo, le señala
con el dedo en la carta. Le dice: creo que a usted le gustará la Jenaer Burschenpils. Lo dice convencida
y sonriente, sin atisbo de duda. Prepara las cervezas un camarero elegante, vestido
con chaleco, espigado, de porte aristocrático, que dispone las jarras debajo de
un puente de latón con seis o siete surtidores. Vierte un poco de cerveza y
deja que la espuma se asiente sobre el líquido. Echa otro poco de cerveza y vuelve
a esperar. Al principio la espuma llena casi toda la jarra, pero mediante ese
paciente proceso se consigue servir las cervezas con la cantidad de espuma
justa. La espuma cumple una función fundamental que él desconoce. El camarero
con sus jarras de cerveza es como un organista con sus tubos. Ninguna jarra
está a la misma altura de espuma, ningún tubo da la misma nota. Le sirven la
cerveza. Tiene que darle la razón a la camarera y concordar con ella en que la Jenaer Burschenpils es perfecta para él:
suave, aromática, con un leve toque picante. Un licor de dioses. Debieron haber
bajado, los dioses, si no los del Olimpo al menos los del Valhalla, alguna vez
hasta aquí, hasta la primera fábrica de cerveza de Jena, para saciar su sed
divina. Los dioses. Esos que vivían en las rocas y en los árboles, en las
piedras y las cuevas, los que curaban la lepra y obtenían la unión de los
amantes desavenidos. Pero poco a poco, mientras escribe —aunque no ha venido
aquí a escribir— se le ha ido terminando la cerveza. El dorado marrón del
líquido viscoso sube y baja a través de su cuerpo. Se le sube a la cabeza y
casi se le baja hasta los pies. Empieza a flotar mientras se siente pesado,
anclado al suelo. Las mesas y las sillas del local, de una madera antigua y
pesada, están pensadas para anclar a los clientes, lo mismo que la lengua que
hablan exhibe unas raíces profundas que se hunden en la noche de los tiempos.
Un bosque rodea el Papiermühle, más allá hay rocas mágicas, claros en los que
se derramó sangre en batallas no hace tanto tiempo, heces de jabalíes, una luz
que es ya incapaz de competir con la iluminación envolvente del local. La
camarera de ojos radiantes se ha marchado. Él se ve obligado a llamar al
camarero espigado, que amablemente le explica las características de la Alt Jenaer, aunque lo único que capta
—aquí no hay sonrisas ni ojos coruscantes— es que se trata de un producto
original de sabor caramelizado y condiciones especiales de fermentación. Vuelve
a sonar la música de órgano. Bach, Buxtehude. Cuando otro camarero le sirve la Alt Jenaer y la prueba, siente, en
efecto, que no tiene nada que ver con la anterior. Ahora no hay nada leñoso ni
chispeante. Sospecha que esta cerveza va a bajar más que a subir. Es como una
savia, pero al revés, una savia que lo empezará a convertir en una raíz
enroscada alrededor de la madera rugosa de la mesa. Cuando quiera levantarse no
podrá. Lo que ocurre es que a la Alt
Jenaer le sale al paso el Mutzbraten
(asado de escápula de cerdo) que le acaban de servir y que, en cuanto empieza a
ocupar, trozo a trozo, un lugar indeterminado entre pecho y espalda, le cierra
el paso a la cerveza, que rompe a burbujear en la zona situada entre el
estómago y el intestino grueso. Allí se va depositando, turbulenta, con su
caramelizado espesor empujando hacia las partes inferiores del cuerpo, pero
cada vez más obstaculizada a medida que los pedazos del Mutzbraten, debidamente cortados y deglutidos, van bajando camino
del estómago. Lutero, Goethe y Napoleón vivieron a dos pasos de aquí, en el
castillo del landgrave, del que no quedan más que las ruinas de la puerta de
entrada, y aun así probablemente reconstruidas. Gente como esa debía de
disponer de algún conducto especial entre el estómago y los pies, pues no
dejaron de comer y de moverse, de atracarse y de bailar y hasta de manducar y
de joder, esto último algunos de ellos, si no todos. Vaya tíos. La de Mutzbraten que se habrán echado al
coleto, guerra va, Fausto viene, tesis
por aquí, coronaciones por allá. Le retiran el plato vacío —no dejó ni un
corpúsculo de Sauerkraut— y pide un Apfelstrudel y una Jenaer Schnellenbier. Ya ni siquiera le consulta al camarero. Esta,
según acaba de leer, es negra. Su nombre, la
rápida, es ya suficientemente amenazador. La graduación que figura en la
carta supera a la de todas las demás. Bien. Que suenen los tubos del órgano
cervecero. En el mostrador situado bajo el puente de surtidores de latón luce
ya un tubo lleno de espuma. La gente ríe, juega a las cartas, habla una lengua
de raíces profundas, espesa, cada vez más pastosa. Una lengua de madera anclada
a la madera. Ahora recuerda haber estado aquí en una de sus despedidas de Jena,
pero puede ser un recuerdo impostado, un ramalazo falso sugerido por los
últimos tragos de la Alt Jenaer. Ya
hay ocho tubos más junto al tubo negro, brillante, cuya espuma está casi
asentada. Aleluya. Vayamos todos después al bosque misterioso y desnudémonos
como elfos o corderos. Despedacémonos los unos a los otros y hagamos salchichas
con nuestra sangre tratada con especias. La negra espera. Le falta el último
chorrito. Se la ve amenazadora, como un bloque de obsidiana con poderes
mágicos. Desprende un brillo espeso y negro, la cabrona, que da repelús mirar. Se
la plantan sobre la mesa. Menos mal que acaban de servirle el Apfelstrudel con su salsita de vainilla
y una coqueta bola de helado junto al espectacular hojaldre relleno de manzana.
¿Qué probar primero? La negra lo tiene hipnotizado, así que deja un momento el
cuaderno donde escribe (casi no ha parado, el condenado) y la saborea. Es la
bomba, como se temía. Rasposa, punzante, persuasiva. Toda una puta cabrona. Apfelstrudel, Apfelstrudel, ¡ah! Frío, caliente, hojaldre, helado, manzana, vainilla,
frío, caliente. ¡Apfelstrudel! Todo
menos dejarse conquistar por la negra, que parece capaz de volarle la tapa de
los sesos. Pero, sin saber cómo ni cuándo, ya le queda menos de la mitad de la Jenaer Schnellenbier. No sabe adónde habrá
ido, pues flota y se hunde al mismo tiempo, mientras los comensales de la mesa
de enfrente, menos los jugadores de cartas (pues allí unos reían y otros
jugaban seriamente a las cartas), se despiden y salen a la oscuridad de
jabalíes, batallas y dioses. Algunos caminan casi como soldaditos de plomo. No
es un recurso literario. Como si les hubieran dado cuerda, caminan por impulsos
mecánicos, adelantan la mano de un solo golpe y mueven la cabeza como si se la
sostuviera un resorte. Los jugadores de cartas se cambian de mesa y se sientan
en una al lado de la suya. Una mesa saca a bailar a un camarero que,
descontento por algún motivo, le lanza sillas para mitigar sus insinuaciones
sensuales. El camarero espigado ha pasado media hora limpiando a fondo el
mostrador y el puente de los grifos, pero hay que servir más cerveza, tocar más
música, y los tubos vuelven a sonar para los jugadores de cartas. La negra es
divina. Fuerte y sensual como una valkiria. Saldría a bailar con ella al
bosque, se bañaría en ella y con ella, se hundiría en ella hasta perder la
conciencia, la convertiría en su Jeanne Duval, en su négresse, haría de ella un mameluco al que acompañaría en una escaramuza
contra el enemigo, una emboscada en el bosque, una claridad en el claro, una
negrura en lo negro, una tragura en el trago, otro más, otro trago, más rápido,
y ya se siente descender al fondo del aire, al torbellino de la historia, al
desconcierto de la geografía, y es un jabalí que busca perseguido la manada, un
soldado perdido —pero no de plomo— en la maraña desconocida, con la conciencia
repentina de que va a morir, es un consejero áulico que cree haber encontrado
la paz pero sabe que su mejor amigo, al que ama por su belleza y odia por
saberlo más inteligente que él, no la encontrará. Último trago de la Schnellenbier. Fin.
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