Para Natalia Carbajosa
Amenazantes, solemnes, incansables, las once o doce moscas que desde el
principio de la tarde ocupan el salón de mi vivienda parecen sentirse a gusto
trazando conexiones invisibles entre puntos indeterminados, ángulos esquivos en
las coordenadas más comunes, abismos de milímetros entre unos cuerpos y otros.
Yo leo tranquilamente una colección de relatos sobre patologías cotidianas. No
hace frío ni calor, no se nota ni sequedad ni humedad en el ambiente, no es
temprano ni tarde (es media tarde), no estoy triste ni feliz, no tengo ganas ni
dejo de tenerlas de proseguir con lo que hago o de pasar a hacer otra cosa. El
día transcurre tan bobalicón, tan soso, como los últimos siete mil días de mi
vida (ahórrense el cálculo: me refiero, aproximadamente, a los últimos veinte
años). La única novedad es ese enjambre de moscas que no se acercan ni se
alejan, que no parecen buscar otra cosa sino establecer un espacio propio entre
la zona del balcón, por donde inevitablemente han tenido que ir entrando desde
el principio de la tarde, hasta la zona del sofá en el que estoy tumbado
leyendo y que respetan escrupulosamente. Siento que, de alguna manera, me
acompañan, como si sus vuelos pretendieran lanzarme señales, señales que no sé
qué significan y que he tardado varias horas en percibir, señales que
probablemente nunca descifraré y que, sin embargo, basta captar para sentir
algo nuevo, una corriente, un temblor, un raro acompañamiento teñido de amenaza.
(Si alguno de ustedes ha llegado hasta aquí, sí, les hablo ahora a quienes me
están leyendo, no esperen más acontecimientos que estos que ya les he descrito:
mi tranquila lectura en el sofá, el vuelo de unas cuantas moscas a mi alrededor,
el lento sucederse de las horas hasta llegar a un desenlace sin encanto.
Prosigo, pues, para los lectores obstinados, para los de probada lealtad, para
los recalcitrantes, a quienes, sin embargo, hoy no podré sino aburrir:) No
entraba la brisa habitual de mis relatos por el balcón abierto, no se escuchaban
los televisores o las conversaciones de los vecinos de enfrente, ninguno de los
paraguayos que en días soleados como este suelen pasarse la tarde bebiendo mate
y riendo en guaraní en el patio comunal quiso hoy aparecer por estas páginas.
Mi cuerpo no presentaba síntomas de ninguna clase, no había sangre en los
labios ni herpes en la palma de las manos, no sentía la más mínima ansiedad ni
la más leve alteración en el ánimo, me encontraba en completa paz conmigo mismo
y con el mundo, no deseaba nada que no tuviera ni imaginaba nada imposible de
conseguir, asumía mi soledad con más naturalidad que nunca y sabía que la tarde
que estaba viviendo solo podía desembocar, hacia las nueve y media de la noche,
en una cena que constaría de unos espárragos, de una tortilla de papas y de una
naranja o una mandarina. Creo que había conseguido algo parecido a una
animalidad casi perfecta, es decir, un estado de indiferencia por cualquier
otro asunto que no fuera respirar pausadamente, dejar de sentir hambre en el
momento oportuno y oler lo mejor posible (para conseguir esto último tenía
pensado darme un baño después de cenar). A medida que he ido escribiendo, han
ido desapareciendo las moscas. Quedan en este momento unas cinco o seis. Es
difícil contarlas porque, como decía antes, no se están nunca quietas, se
empeñan en trazar extrañas figuras en el aire del salón, cada vez más oscuro —claro
que no es la escritura lo que las ha ido espantando, sino la caída de la tarde.
Las moscas saben cuándo deben marcharse. No les gusta acabar en una casa
extraña por la noche, expuestas a una oscuridad en la que no tienen ninguna
oportunidad de bailar a contraluz igual que, en un acuario, ante un niño
curioso, lo hacen los peces de colores. He contado cuatro moscas ahora. Aún
queda luz, las tarde duran más en primavera. El aburrimiento, más que la pasión
de los mediocres, es el único consuelo que nos queda a quienes, resignados a la
más completa soledad, estamos de vuelta de todo. Lograr que el vacío al que nos
enfrentamos —ese que ahora ocupan solo
dos o tres moscas— al menos no nos devore, es decir, nos conceda una tregua
hasta el instante siguiente, en el que de nuevo habremos de rogarle una tregua
al vacío, es la meta que nos ponemos quienes hemos perdido la alegría de vivir.
Ya no hay moscas. Miro, si es que a esto puedo llamarlo mirar, hacia las casas
de enfrente, de cuyas tendederas cuelga ropa puesta a secar, y el salón en
penumbra atraviesa mi mirada como si me dijera que lo he conseguido, que he
llegado hasta aquí sin caer en el pánico, sin ningún contratiempo. Me pregunto
adónde habrán ido las moscas. Su amenaza, que era al mismo tiempo mi única
compañía, se ha desvanecido. ¿Y si se hubieran llevado consigo algo de mí, y
si, imperceptiblemente, me hubieran sustraído algún pensamiento, un resto de
recuerdo, algún hilo del que tirar un día para sustraerme a los peligros que
vendrán, para alcanzar de nuevo el mismo aburrimiento de hoy? Ellas, las moscas,
me han acompañado hasta aquí, lo mismo que ustedes —¿queda alguno de ustedes por
ahí?— me siguen acompañando, aunque no sé bien qué ganan con eso si lo único que
les he brindado hoy es una insufrible sesión de aburrimiento. Sé que hay entre
ustedes algunos lectores raros que opinan que aburrir puede ser uno de los
fines de la literatura, aburrir en el sentido en que antes lo definí, es decir,
mantener a raya el vacío que de otro modo nos devoraría. Si es así, si, de
algún modo, he podido contribuir a que alguno de ustedes haya llegado hasta
aquí incólume, a salvo de los atroces tormentos a que es capaz de someternos la
vida a quienes hemos elegido la soledad y estamos ya de vuelta de todo,
entonces, amigos, créanme que me doy por satisfecho.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
ENTRADA DESTACADA
ENTRADAS POPULARES
-
A una artista local le han publicado una monografía sobre su trabajo pictórico. Su trabajo pictórico no vale gran cosa, pero la artista es...
-
Curioseando un poco por la red --ahora que las noches, en esta región del Alto Valais donde me encuentro, son largas, frías y recogidas--, h...
Hombre! en este momento estaba leyendo un precioso poema "Yo crío una mosca" (Poesía quechua, Buenos Aires, 1968) y me llega el sonido de un mensaje sobre tu ensayo sobre las moscas... lo leeré de inmediato, abrazo
ResponderBorrar