Para Andrés Isaac Santana
No hace falta ir mucho más allá, aunque sí quizá tener la
ocurrencia de que yendo solo un poco más allá se descubrirá lo que desde este
lado de acá permanece oculto a la vista. Tenerla y convencerse de que dando
unos pocos pasos, unos pasitos tímidos pero a la vez temerarios, se arribará a
la visión revertida, al envés sorprendente, al trasluz de lo siempre
contemplado desde la perspectiva única de este lado de acá. Crucé el puente
sobre el barranco. Hasta cuatro plantas, en malsano equilibrio, en amontonada
verticalidad de recovecos, escaleras, cuartuchos y pasillos, albergaban algunas
casas construidas en el borde. Vestido con una chaqueta de entretiempo bajo la
que asomaba una de esas camisas de indiano, color crema, muy frescas, que
usaron durante algunas décadas los hombres de la generación de mi abuelo, un
señor de unos setenta años recorría los palomares y los gallineros dispuestos a
lo largo de la tercera planta de su casa, introducía en ellos sus manos como
para cambiar las bandejas de alimentos y los cacharros de agua y hacía todo
esto como traspasado por una pereza, en medio de un sopor de media tarde,
abanicado por la parca brisa del barranco, ignorante de cualquier perspectiva u
horizonte que no fueran las paredes pintadas de azul celeste y los alambres
oxidados de los gallineros, las cortinas mohosas que separaban los cuartos de
los pasillos circundantes abiertos a los patios interiores, el resol del
mediodía en la herida soledad de un lugar en el borde. Era como asistir, sin
que nos vieran, a un ritual secreto. Justo detrás de los grandes edificios, de
los hoteles mastodónticos, de las avenidas señoriales y de los cuarteles de
infausta memoria, defenestraba mis ojos desde el puente hasta deshacer la
mirada y lograr contemplarlo todo del revés. La ciudad era otra. El mar al
fondo era otro. Veía todo lo que en mi infancia y adolescencia me había
parecido sólido desde el lado de atrás, y lo veía cuarteado, desvencijado, puro
trasfondo o escenario del acontecimiento verdadero, el de ese instante en que me
estaba replegando para salir de mí y salía al mismo tiempo de la ciudad que los
otros habían querido legarme para que yo a su vez la legara a los que vinieran
después de mí. El corte del barranco se imponía como el comienzo de una fuga
sin fin. Recordé entonces otras escapadas, resguardadas quizá en las capas
menos externas del recuerdo, pero casi milagrosamente intactas en lo que de
correría, de extravío, de ruptura habían tenido. Otro día hablaré de ellas,
ahora que parece que las he recuperado. Una vez cruzado el puente sobre el
barranco, dejada atrás la casa de los gallineros con su maestro de ceremonias
abstraído en su muda conversación con la eternidad, imaginados también, detrás
de las cortinas, en las habitaciones, otros pasadizos, las colchas extendidas
sobre las camas, los fogones frente a los que se atareaba una matrona entrada
en carnes, silenciosa, un cuarto lleno de trastos traídos de los muelles en
épocas de rudo y fértil comercio con los cambulloneros del puerto, una vez
cruzado el puente sobre el barranco, decía, quizá podía pensarse que la ciudad
había terminado si no fuera porque seguía habiendo algunas casas dispersas en
el flanco de una ladera, casas que ni siquiera parecían estar habitadas aunque
alguna liña con ropa colgando —pero que podía llevar colgada allí meses o años—
sugería la presencia de seres humanos que, en cualquier caso, si los había,
permanecían recogidos en el interior de sus casas. Pasaba por allí como quien
atraviesa un lugar maldito, un barrio marginal, un campo de refugiados, un
barracón de leprosos. El asfalto se iba deteriorando cada vez más hasta que
desapareció del todo y la calle se transformó en una carretera de tierra que se
perdía en la ladera junto al barranco. Luego no quedaba más que un camino estrecho
que giraba amoldándose a la curva de la montaña y desde el que la ciudad se
divisaba ya bastante lejana, adormecida, irreal: ninguno de sus ruidos llegaba
hasta allí salvo un apagado rumor de actividad que podía leerse como la suma de
muchos ruidos distintos ya indistinguibles unos de otros. Seguir ahora sería
perderse del todo, pensé. Abalanzarse por este camino de entretierra que deja
la ciudad atrás, qué digo, que la desahucia y la desmiente como la farsa que
siempre fue significaría desahuciarme y desmentirme a mí mismo como la farsa
que no he dejado nunca de ser. Adelante, pues. Todo regreso no es más que una
patraña. La nostalgia no es sino un virus que daña el corazón. El único
territorio no marcado es este, este camino que acaso solo atravesaron hace
muchos años represaliados o cabreros, prófugos o dementes, borrachines o mujeres
violadas. No hace falta ir mucho más allá, solo detenerse en ese extraño lugar en
el que el barranco amenaza con devorar la ciudad y levantar la vista al mar con
la decidida voluntad de decir un adiós nunca dicho hasta entonces.
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