Para Miguel Pérez Alvarado
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Cuando algunos amigos me preguntan (una de tantas preguntas
a las que no se puede responder) si echo de menos las islas, si no me falta el
mar, si sobrevivo en el secano de una ciudad sin mar, en esa lejanía del mar
que está a tantos kilómetros que incluso a la memoria le cuesta a veces trabajo
recordarlo, esbozo una sonrisa y no sé qué contestarles. El mar que se pierde,
les digo a unos pocos, no se recupera nunca. El mar al que se regresa, me
lanzo, presocrático, a creer, no es nunca el mismo mar. El mar tenebroso
atesorado dentro, en los vericuetos de quien lo recuerda a su pesar, no es más
que una tiniebla sin rayo que la cruce. Si van un poco más allá, a veces no
solo algunos amigos sino también meros conocidos o recién conocidos, y me
plantean la socorrida ecuación que identifica el acto de escribir con la
pasividad de la nostalgia, me exalto un poco y les respondo que no se escribe
nunca para recuperar nada, que no hay nunca nada que recuperar y que lo único
que se consigue escribiendo es alejar por un rato el aburrimiento cotidiano.
Así, con este exabrupto, los mantengo a distancia. Pues quien mucho curiosea
acaba como la mayoría de los gatos: saltando a la desesperada a su siguiente
vida. Quizá haya en mi respuesta una pequeña parte de verdad. Escribir puede
ser una protección contra el aburrimiento o también, a veces, el acto más
aburrido del mundo. ¿No se escribe siempre a falta de algo mejor? A ver quién
es el guapo (escritor) que no preferiría estar bañándose en una de esas calas
rodeadas de rocas caprichosas moldeadas por el viento antes que inclinado y
destrozándose la espalda mientras escribe unas frases casi siempre obsoletas
que no van a leerle, si acaso, más que un par de amigos compasivos. Y quien
dice bañándose dice también refocilándose en cualquier situación placentera
imaginable. Escribir no es en el fondo más que traicionarse a sí mismo. Así que
esas monsergas de que debería escribirse arrodillado como quien reza ante un
altar o que con la escritura se salva y se celebra para siempre la realidad que
se escapa o, incluso, que a través de la escritura alcanzamos cierto estado de
conocimiento superior que nos permite tomar mayor conciencia de nosotros mismos,
en fin: no son más que eso, monsergas, componendas para no tener que reconocer
la verdad del asunto. Desde luego, de cara a la galería (a la galería de uno
mismo), suenan maravillosamente bien todas esas loables misiones de la
escritura. En realidad, se escribe porque uno no ha sido capaz de vivir como la
vida manda.
2
Por eso no es más que una aberración ver a ese escritor, que
puede ser uno mismo, sentarse al atardecer en una terraza del paseo, a la
altura de la calle Portugal, y sacar un cuaderno. La imagen revela todo su
patetismo cuando al cuaderno se le agrega un bolígrafo con el que el escritor
comienza a arañar una de las hojas. Acaba de salir de un establecimiento masculino
situado en la calle Portugal y ha decidido disfrutar del contraste entre el
aire viciado de esa gruta posmoderna y la brisa marina que sopla desde el mar.
Como se siente una especie de botarate que pierde su tiempo en esfuerzos casi
siempre infructuosos por intercambiar un poco de placer momentáneo con otros
individuos, decide investirse de su personalidad provechosa, es decir, tener al
alcance el cuaderno y el bolígrafo con los que se redimirá de tanta miseria.
Veámoslo cómo primero recorre con la mirada la playa en el atardecer, cuenta
los pocos bañistas que aún resisten, se demora en algún gesto o en alguna
postura, continúa hasta el final de la playa y percibe, a lo lejos, el fastuoso
auditorio, regresa repasando la fila de edificios de variadas alturas que
constituyen la primera línea del paseo, atrapa un instante a alguno de los
paseantes, gente solitaria, parejas, grupos, jóvenes en camisetas de asillas,
corredores, familias que conversan tomándose un helado. Regresa con la mirada a
su cuaderno y escribe. Ha elegido una terraza poco asocada y, por lo tanto,
poco concurrida. Su figura solitaria es triste, sentado allí como el último y ya
casi trastornado defensor de un puesto fronterizo, su cerveza a medio beber en
una mano y el bolígrafo pensativo en la otra, apartado del verdadero transcurso
de la vida, de las conversaciones y de los paseos, de las callejuelas que
llevan al centro de la ciudad y de los balcones desde donde quienes han
decidido vivir plenamente contemplan por un instante, mientras preparan la
cena, a los últimos chicuelos subidos a la barra. No se sabe qué escribe.
Quisiera, acaso, ser capaz de interrogarse por su propia vida, enunciarse a sí
mismo los problemas que arrastra, dibujar, si hace falta, sus deformidades, sus
carencias, todo ese lado monstruoso que aflora, por ejemplo, en el
establecimiento de la calle Portugal. Pero, por alguna razón, da numerosos
rodeos, evita ciertos términos, se traza un plan en el que apenas cabe una
parte de su vida y termina escribiendo una especie de poema breve y estilizado
que podría leerse como un mantra o una letanía. La playa empieza a vaciarse. El
paseo se extiende a lo largo de kilómetros como una serpentina repleta de
lugares, rincones, tiendas, casas, placitas, bancos, miradores que él casi se
conoce de memoria. Arranca la página escrita del cuaderno y hace con ella una
bolita que guarda en el bolsillo derecho del pantalón. Está de nuevo frente a
una página en blanco. Lo conmueve la brisa, esa brisa racheada que parece
desprenderse del mar y que lo envuelve como si quisiera encerrarlo, a él solo,
en una burbuja que le permita mirar la realidad sin tener que participar en
ella. Intenta no pensar en el final de ese instante, en el momento en que
tendrá que pagar lo consumido y regresar al coche, aparcado en la misma calle
Portugal, para atravesar la ciudad y dirigirse, por autopista, al pueblo donde
vive. Guarda el cuaderno en la mochila y el bolígrafo en el bolsillo izquierdo del
pantalón. Aún le queda un poco de cerveza. Se queda un poco más contemplando
las montañas de la costa norte de la isla, ya difuminadas. Aprovecha el único momento
sin brisa para marcharse.
Querido Rafael,
ResponderBorrarmuchas gracias por la dedicatoria de este hermoso texto, imposible de asir por completo, como la longitud de la Playa de Las Canteras, comida su perspectiva en tantas curvas que sólo imaginándola cabe pensarla entera. Así también tu texto, suficientemente abierto para ser escritura sincera y no monserga.
Cuántos que caminaban por el Paseo y vieron a ese escritor alongado a las barandillas pensaron a su vez quizás que era él quien apuraba la vida intensamente y no ellos en su vagar infructuoso.
Abrazos,
Miguel Pérez Alvarado
Querido Miguel,
ResponderBorrares curioso, pero lo que escribí nada tenía que ver con la idea (o recuerdo, o imagen) que me incitó a escribir y que, por suerte o por desgracia, ha quedado intacta en uno de esos limbos a los que van esas ideas o recuerdos o imágenes que no se traducen en palabras. (Lo que, de paso, demuestra que la palabra es otra cosa.) No sé si el aire es lo más profundo, como decían Chillida o Guillén, pero creo que es de las cosas (?) más difíciles de decir. Yo quería hablar del aire y acabé hablando de una cerveza. Quizá me presente a uno de esos concursos de cerveza-ficción. Gracias por tu comentario, que es de los que emocionan.
Un abrazo.
Estimados amigos de Licuadora de Letras: muchas gracias por la invitación a licuar y ser licuado en ese su nuevo blog. De momento no dispongo de textos para enviarles. Pero, si se vuelven pronto propicias las musas, casi siempre tan ariscas, les haré llegar algo. Sería tal vez deseable que el invitado supiera quién lo invita, es decir, quién o quiénes están detras de la licuadora de letras. Mi experiencia con los blogs y los comentaristas anónimos no es demasiado halagüeña. Y para licuar o dejarse licuar, desde luego, hay que hacerlo con todas las consecuencias y saber muy bien con qué cuerpitos sólidos se las está uno teniendo que ver. Reitero mi agradecimiento y quedo afectuosamente su más cumplido servidor. Rafael-José Díaz.
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