sábado, 14 de abril de 2012

TENTENIGUADA

                                             Para Ángel Padrón

No recuerdas muy bien aquel lugar. Nadie hubiera dicho que hasta aquellas alturas la carretera continuara dando vueltas para llegar a una especie de barrio escondido detrás de tantas hondonadas. Pero ya sabes: cuando te empecinas en seguir conduciendo no hay modo de que te detengas. Así llegaste a Tenteniguada. Parece un nombre irreal, inventado, uno de esos apelativos casi siempre ridículos que los escritores inventan para sus comarcas o pueblos imaginarios. Quizá ahora te baste con recordarlo para saber que existió, pero entonces, cuando llegaste a las primeras casas, insólitas, de aquel lugar que no sabrías decir si era un pueblo, un caserío, un barrio o una pedanía, te pareció acaso menos real que ahora que tan solo sobrevive en tu recuerdo. El aire de Tenteniguada era todo lo fresco que, en cualquier mes del otoño o del invierno, puede serlo en las cumbres de una de aquellas islas. Las casas, arracimadas en torno a la carretera, se iban mostrando a medida que avanzabas: casas de dos o tres pisos, a veces estrambóticas, con sus garajes abiertos en los que se veía trajinar a campesinos junto a sus camionetas, a chicuelos alrededor de mesas puestas para la merienda, a señoras con sombreros de paja sentadas en el fondo como para pasar desapercibidas. Tenteniguada. Recuerdas vagamente un antiguo cine o teatro de fachada amarillenta en la que faltaban algunas de las letras con que se había trazado un nombre pintoresco e inútil. Después de algunas curvas, cuando ya parecía que el pueblo o barrio o lo que fuera que fuera aquel apretujamiento de casas a casi mil metros de altura se había terminado para dar paso, de nuevo, a la montañosa floresta, aparecía un nuevo grupo de casas, esta vez menos altas, más separadas las unas de las otras, como si no solo quisieran permanecer distanciadas del casco urbano, llamémoslo por una vez con este nombre honorable, sino que tuvieran a gala mantener una distancia prudente las unas de las otras. Las casas, tal vez, de quienes procedían de familias repudiadas en siglos anteriores por los habitantes del pueblo, o de quienes habían decidido llevar una vida independiente pero no del todo desligada de las costumbres comunales; casas cuya soledad producía en ti, el forastero que pasaba junto a ellas, la sensación de un desamparo consentido, de una frustración orgullosa. Los bares de Tenteniguada, que eran, si no recuerdas mal, tres o cuatro, dispuestos a lo largo de la carretera —lamentas ahora no haberte internado por las calles transversales, no haber seguido el rastro de los perros solitarios que descendían por callejuelas inhóspitas hasta quién sabe qué barrizales o escombreras— se parecían, al menos en su aspecto exterior, mucho los unos a los otros. Platos de chochos, te imaginabas, serían servidos en sus barras grasientas junto a vasos de vino del país que cuatro o cinco lugareños compartirían sentados en altos butacones giratorios. Al fondo, tres o cuatro mesas solitarias habrían concentrado desde tiempos inmemoriales —es decir, desde tiempos que ninguno de los vivos de entonces podría recordar sin mentirse a sí mismo— el eco de un desánimo en los rostros arrugados, partidas desbocadas de dominó o de baraja, ruidosas reyertas con desenlaces funestos de las que ningún juez llegó a tener jamás noticia. Tenteniguada. Qué absurdas derivas te llevaron hasta allí. Porque tú eras un forastero que no quería pasar por tal. Los magos con los que hablaste —sus dejes pendencieros, sus socarronas miradas— supieron enseguida, por un par de palabras foráneas que te delataron, que no eras de por allí. Estuviste a punto de sentarte a comer un chuletón como los que habías visto servir en una de las mesas, con mucha sal gruesa por encima, descomunales trozos de carne poco hecha cuya devoración, sin duda, resucitaría a un muerto y lo pondría a danzar la rumba allí mismo, pura energía como la de aquellos pastores reconvertidos en mecánicos, fuerza bruta en los brazos curtidos en miles de pulsos con otros brazos y con la invencible hostilidad de la vida. Tenteniguada era aquello, aquel mundo en el que desaparecer y en el que desconocerlo todo, la ebriedad del aire más alto de aquella isla, cinturas prohibidas de morenos adolescentes que al final de una calle, en un merendero improvisado, se palmeaban los hombros mientras charlaban casi fuera del mundo, todo aquello ofrecido al viajero de un día por el módico precio de su vida pasada, unos minutos de magia contra la pesadumbre de los años. Y más allá de aquellas calles, más allá de las últimas casas, solitarias, empezaba la cumbre verdadera, la montaña desnuda e implacable, el techo de la isla en el que, con un poco de suerte, a través de ralos pinares y a la vista de roques en eterno equilibrio, giraría el viajero el resto de su vida, o el resto, al menos, de la memoria de su vida.

4 comentarios:

  1. Las pocas veces que estuve en Tenteniguada no advertí lo que ahora, tantos años después y tan lejos de nuestra tierra, percibo con tanta claridad: aquel era un lugar mágico, como muchos otros de Canarias.

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  2. Gracias, Ángel y Nico, por la lectura y por los comentarios. Hay mucho de invención en este texto, quiero decir que en realidad no sé si todo ocurrió así o si mezclo en mi recuerdo lugares e imágenes. Sé que, al menos una vez, estuve en Tenteniguada, pero no sé si realmente ese lugar existe (dejadme, por una vez, emular al gran Rulfo...). Un abrazo.

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  3. Esos son los lugares, los espacios donde se mezclan los recuerdos y las imágenes sin saber si realmente existieron.

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