Para
Ángel Padrón
No recuerdas muy bien aquel lugar. Nadie hubiera dicho que
hasta aquellas alturas la carretera continuara dando vueltas para llegar a una
especie de barrio escondido detrás de tantas hondonadas. Pero ya sabes: cuando
te empecinas en seguir conduciendo no hay modo de que te detengas. Así
llegaste a Tenteniguada. Parece un nombre irreal, inventado, uno de esos
apelativos casi siempre ridículos que los escritores inventan para sus comarcas
o pueblos imaginarios. Quizá ahora te baste con recordarlo para saber que
existió, pero entonces, cuando llegaste a las primeras casas, insólitas, de
aquel lugar que no sabrías decir si era un pueblo, un caserío, un barrio o una
pedanía, te pareció acaso menos real que ahora que tan solo sobrevive en tu
recuerdo. El aire de Tenteniguada era todo lo fresco que, en cualquier mes del
otoño o del invierno, puede serlo en las cumbres de una de aquellas islas. Las
casas, arracimadas en torno a la carretera, se iban mostrando a medida que
avanzabas: casas de dos o tres pisos, a veces estrambóticas, con sus garajes
abiertos en los que se veía trajinar a campesinos junto a sus camionetas, a
chicuelos alrededor de mesas puestas para la merienda, a señoras con sombreros
de paja sentadas en el fondo como para pasar desapercibidas. Tenteniguada. Recuerdas
vagamente un antiguo cine o teatro de fachada amarillenta en la que faltaban
algunas de las letras con que se había trazado un nombre pintoresco e inútil.
Después de algunas curvas, cuando ya parecía que el pueblo o barrio o lo que
fuera que fuera aquel apretujamiento de casas a casi mil metros de altura se
había terminado para dar paso, de nuevo, a la montañosa floresta, aparecía un
nuevo grupo de casas, esta vez menos altas, más separadas las unas de las
otras, como si no solo quisieran permanecer distanciadas del casco urbano,
llamémoslo por una vez con este nombre honorable, sino que tuvieran a gala
mantener una distancia prudente las unas de las otras. Las casas, tal vez, de
quienes procedían de familias repudiadas en siglos anteriores por los
habitantes del pueblo, o de quienes habían decidido llevar una vida
independiente pero no del todo desligada de las costumbres comunales; casas
cuya soledad producía en ti, el forastero que pasaba junto a ellas, la
sensación de un desamparo consentido, de una frustración orgullosa. Los bares
de Tenteniguada, que eran, si no recuerdas mal, tres o cuatro, dispuestos a lo
largo de la carretera —lamentas ahora no haberte internado por las calles
transversales, no haber seguido el rastro de los perros solitarios que
descendían por callejuelas inhóspitas hasta quién sabe qué barrizales o
escombreras— se parecían, al menos en su aspecto exterior, mucho los unos a los
otros. Platos de chochos, te imaginabas, serían servidos en sus barras grasientas
junto a vasos de vino del país que cuatro o cinco lugareños compartirían sentados
en altos butacones giratorios. Al fondo, tres o cuatro mesas solitarias habrían
concentrado desde tiempos inmemoriales —es decir, desde tiempos que ninguno de
los vivos de entonces podría recordar sin mentirse a sí mismo— el eco de un
desánimo en los rostros arrugados, partidas desbocadas de dominó o de baraja,
ruidosas reyertas con desenlaces funestos de las que ningún juez llegó a tener
jamás noticia. Tenteniguada. Qué absurdas derivas te llevaron hasta allí.
Porque tú eras un forastero que no quería pasar por tal. Los magos con los que
hablaste —sus dejes pendencieros, sus socarronas miradas— supieron enseguida,
por un par de palabras foráneas que te delataron, que no eras de por allí.
Estuviste a punto de sentarte a comer un chuletón como los que habías visto
servir en una de las mesas, con mucha sal gruesa por encima, descomunales
trozos de carne poco hecha cuya devoración, sin duda, resucitaría a un muerto y
lo pondría a danzar la rumba allí mismo, pura energía como la de aquellos
pastores reconvertidos en mecánicos, fuerza bruta en los brazos curtidos en miles
de pulsos con otros brazos y con la invencible hostilidad de la vida.
Tenteniguada era aquello, aquel mundo en el que desaparecer y en el que
desconocerlo todo, la ebriedad del aire más alto de aquella isla, cinturas
prohibidas de morenos adolescentes que al final de una calle, en un
merendero improvisado, se palmeaban los hombros mientras charlaban casi fuera del
mundo, todo aquello ofrecido al viajero de un día por el módico precio de su
vida pasada, unos minutos de magia contra la pesadumbre de los años. Y más allá
de aquellas calles, más allá de las últimas casas, solitarias, empezaba la
cumbre verdadera, la montaña desnuda e implacable, el techo de la isla en el
que, con un poco de suerte, a través de ralos pinares y a la vista de roques en
eterno equilibrio, giraría el viajero el resto de su vida, o el resto, al
menos, de la memoria de su vida.
Las pocas veces que estuve en Tenteniguada no advertí lo que ahora, tantos años después y tan lejos de nuestra tierra, percibo con tanta claridad: aquel era un lugar mágico, como muchos otros de Canarias.
ResponderBorrarGracias Rafael. Me Gusta Tenteniguada.
ResponderBorrarGracias, Ángel y Nico, por la lectura y por los comentarios. Hay mucho de invención en este texto, quiero decir que en realidad no sé si todo ocurrió así o si mezclo en mi recuerdo lugares e imágenes. Sé que, al menos una vez, estuve en Tenteniguada, pero no sé si realmente ese lugar existe (dejadme, por una vez, emular al gran Rulfo...). Un abrazo.
ResponderBorrarEsos son los lugares, los espacios donde se mezclan los recuerdos y las imágenes sin saber si realmente existieron.
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