Porque una vez, de niño, jugué a dar grandes saltos entre
las piedras que formaban una especie de sendero en uno de esos estanques que se
construyen como adorno de los paseos turísticos. Y cuando saltaba temía caerme
al agua. Y pensaba que el agua era profunda. Pero, aun así, saltaba.
Porque a veces, cuando me siento en el sillón después de un
día de trabajo duro e inútil, se desmorona la pila de libros y cuadernos que he
ido amontonando sin criterio. Y entonces leo un título que tenía olvidado. Y
recuerdo. O aparece una página que escribí para nadie.
Porque el sueño no llega, muchas veces, y la noche abre
manos que sólo se aplacan sobre un papel en blanco.
Porque sí.
Porque me he desvelado tantas veces, vencido en combates que
nunca empiezo yo, empapado en un sudor espeso, y cuando abro los ojos no
encuentro sino restos de imágenes que buscan un sentido, un orden nuevo,
distinto del que una vez tuvieron cuando estaban completas o unidas o intactas.
Y todo fluctúa entonces. Y me desvelo y apenas si pregunto porque sé que no
dormiré más.
Porque ya no estás y tal vez nunca estuviste.
Porque temo dormirme y no despertar nunca.
Porque me levanto aún casi dormido y las palabras me ayudan
a ir atravesando el día, esa fatiga, deslavazada quimera.
Porque nadie encendía las lámparas y en los bordes del
camino se abría un abismo para el que no tenía alas.
Porque llovía. Y yo andaba por la acera de aquel parque sin
paraguas. Los castaños de Indias, empapados, no me protegían. Deseé que no
dejara nunca de llover, y que la lluvia me empapara aún más que a ellos.
Porque el amor es frágil y nunca
sabemos si acaba de nacer o está empezando a morir.
Porque cada vez que volvía
—pero, ¿adónde?— quería saber por qué había vuelto, dónde había estado, quién
me estaba esperando aquí y quién se quedaba esperándome allá, lo que había
aprendido y lo que había olvidado.
Porque las tardes pasan en
silencio y al alargar las manos toco un viento muy frío que parece haber estado
ahí desde siempre. Los dedos se agarrotan y olvidan la caricia ensayada en las
horas de insomnio.
Porque no es mía la noche,
sino de quien me la ha arrebatado. Oigo sus pasos que se alejan, el llanto que
queda enredado en las entretelas de mi sueño. Respiro apenas, como si hubiera
olvidado el modo de hacerlo. El arrebato.
Porque hay cabelleras en
las que introducir nuestras manos sería como perderse en un bosque de algas o
en una cascada de agua tibia; cabelleras casi adolescentes que ostentan jóvenes
de miradas perdidas una vez que se han sentado en su asiento de la guagua que
los llevará hasta la universidad; cabelleras inaccesibles aunque bastaría
estirar el brazo para tocarlas y deslizarse por su interior, ese mundo que sólo
podemos imaginar con nuestras pobres y lejanas palabras.
Porque hoy, en un sencillo
tren de cercanías, recordé trenes de hace años, recorridos de noches enteras en
un compartimento, balanceado mi cuerpo por el traqueteo constante, atraído por
cuerpos ajenos que descansaban a mi lado, y recordé también algunos paisajes
que veía desde las ventanas, árboles y lagos, pueblos y bosques, periferias y
ovejas, y sobre todo el asombro de ver lo que nunca había visto, lo que nunca
volvería a ver.
Porque hay sueños fálicos
en los que, con la electricidad de una serpiente, otro cuerpo visita nuestro
cuerpo, se apodera de él y hace que salgamos adonde no somos ya nosotros, a una
pradera de sentidos distintos e inflamados. Como si entráramos de pronto en
otro cuerpo que contuviera al nuestro a su vez. Y esos sueños, acaso, son
rastros de los instantes más plenos de la vida, que, perdidos, regresan de vez
en cuando a nuestras noches sedientas.
Porque el rostro de
alguien a quien amé no tiene ya piel, no está formado ya por carne acariciable,
por poros rebosantes de sudor en las tórridas noches en que nos cabalgábamos,
jinete y montura intercambiables, el uno al otro; porque ese rostro existe ya
sólo en forma de píxeles que brillan rodeados por un marco azulado en una
ventana de la pantalla de mi ordenador. Y en un poema, aunque no recobre la
carne, puedo engañarme al creer que ese rostro, al menos, logra ser evocado
como el rostro auténtico que fue.
"El mundo es feo y la gente está triste", por eso la poesía. La poesía es la prueba de que la vida no es suficiente, etc., etc. Hay tantas razones como poemas y poetas.
ResponderBorrarO la gente es fea y el mundo está triste, lo cual quizá es aún peor, mi querido Iván. Gracias por tus comentarios, con los que siempre aprendo. Un abrazo.
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