En recuerdo de Paco Vidarte
En su famoso pero no por ello menos desconocido diario Samuel Pepys
logra la extraña proeza de consignar durante miles de páginas, con todo
detalle, los intríngulis más escondidos de su vida íntima, a la vez que,
sorprendentemente, consigue rescatarla de su nadería y progresivo
derrumbamiento para elevarla a la mayor intensidad, obteniendo así el milagro
de que cualquier lector común, y no sólo los grises estudiosos de su obra, se
encandile y progrese sin pausa, y con asombro cada vez mayor, en la lectura de
ese simple e inagotable registro de banalidades rococós. ¡Bravo por Samuel
Pepys! Cualquier otro (y yo el primero) fracasaría relatando sus visitas de
cortesía, sus bailes de salón, sus molestos insomnios, sus envidias, sus planes,
sus escapadas nocturnas por un Londres de hechizo, sus besos, sus ardides, sus
gotas y sus gripes. Y no sólo porque quizás para cualquier otro la vida
auténtica se compone, presuntamente, de escenas más trascendentales, de
verdades más hondas, sino porque relatar lo vivido con la misma intensidad con
que se lo vivió no deja de ser una excepción al alcance de unos pocos en un
mundo que ha dado excelentes narradores que no viven o fascinantes vividores
que no saben narrar. (Mucho más abundantes, claro está, los segundos que los
primeros.) Si los señores miembros del jurado (sí, debo confesarlo ya: escribo
este relato para presentarlo a un premio y ganarme, con suerte, unos cuantos
eurillos sin apenas esfuerzo) fueran un poco inteligentes (y estoy seguro de
que, si no todos lo son, al menos sí que todos pretenden serlo, lo que ya es
algo), sabrían acaso distinguir entre las palabras que nacen del corazón de la
vida y las que nacen ya contaminadas de impostura. ¿Ganaría hoy Samuel Pepys un
premio? Tal vez diría, emulando a Bartleby, que preferiría no hacerlo,
consciente de que el juicio emitido por unos señores convocados por un
ayuntamiento, por una diputación, por un banco, por una caja de ahorros o por
un ateneo de provincias no puede sino corromper el carácter sagrado (¡y alado,
y alado!) de la literatura, del arte. Porque, ¿qué reciben esos cuatro o cinco
jueces de pacotilla a cambio de leer, hojear o simplemente desechar sin leer ni
hojear manuscritos que, en su mayoría, es cierto, no son sino obras de
aficionados sin talento alguno, si es que su trabajo no se limita a proponer y
defender a veces acaloradamente el nombre del amigo, protegido o protector que
llevan in pectore y al que han
prometido conceder el premio? Contrapartidas hay, sin duda, y de varios tipos:
suculentos honorarios, almuerzos o cenas en hoteles de más o menos lujo,
prestigio en los medios culturales e incluso dádivas que pueden consistir en un
futuro premio que su actual premiado luchará para concederles o en parte del
botín, digamos mil euros de los seis mil que obtuvo el ganador. Samuel Peyps no
hubiera luchado contra este estado de cosas: se hubiera limitado, después de
vomitar, a constatarlo, a registrarlo con pelos y señales en su diario. Pero
dejemos a Pepys, no lo mezclemos más con nuestras mezquindades posmodernas.
Hablemos de nosotros: de mí, por ejemplo, que estoy escribiendo este relato
unos días antes de que termine el plazo de entrega que figura en las bases del
premio. Desde luego, no soy uno de esos individuos (no se me ocurre otra
palabra) que han asistido una o dos veces en su vida a un taller de escritura y
se dedican, mimetizando las técnicas que su profesor mimetizó a su vez de
escritores de segunda fila, a redactar ejercicios escolares, correctamente
escritos tal vez, para enviarlos al mayor número posible de concursos por ver
si salta la liebre. (¡Y lo asombroso es que salta, y con cuánta frecuencia!)
No: yo no he aprendido a escribir. Tampoco voy a decir que haya nacido
sabiendo, porque ni siquiera sé si sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que
si alguna vez escribiera algo que creyera digno de ser leído ante Apolo y su
cuadrilla de musas, y capaz de arrancarles, si no un aplauso de sus etéreas
manos, sí al menos una breve sonrisa de sus rostros dorados, no tendría la
desvergüenza de presentarlo a un premio literario (sintagma, ahora que lo
escribo, absurdo e incluso oneroso). Hasta que eso ocurra, desde luego, no
podré hacer otra cosa que presentarme una y otra vez a los innumerables premios
que ofrecen nuestras instituciones para demostrar, si algún jurado me otorga su
benevolencia (lo que hasta ahora nunca ha ocurrido: y cruzo los dedos) que la
frecuentación de talleres y cursos de creación literaria no es la única vía
para ganar premios literarios; que acaso también la soledad y el desamparo,
como en el caso de Pepys (y se ve que no logro quitármelo de la cabeza), o la
pasión, la ingenuidad y la vida, como en tantos otros escritores que no nombro
para no ser acusado de erudito o sabihondo, pueden conducir a obtener la pálida
gloria de un premio menor (aunque menores son todos). ¿No es mejor descubrir
uno mismo a quién imitar, qué recursos aplicar para obtener determinados
efectos, qué léxico usar en relación con el tema que se trata, o con el
subgénero adoptado, no es mejor, digo, este aprendizaje autónomo, incluso
gozoso a veces, que los turbios consejos de un narrador de cuarta o quinta fila
que se ha visto abocado, por su definitiva falta de talento o por cualquier
otro asunto igual de turbio, a hacer de la enseñanza en talleres presenciales o
en cursillos online el ganapán que le permita no sólo sobrevivir, sino pagarse
también regularmente putas y chaperos, por poner un ejemplo? Así, si me
equivoco, me atribuyo a mí mismo los errores. Si empleo una palabra altisonante
o inadecuada, sé que lo hice porque asumía un riesgo, y si me enredé en un
período sintáctico insoluble, gozaré de la luz que me espere al final de tan
oscuro túnel. Seré yo quien escriba, aunque lo haga mal, será mi propio rostro
el que refleje el cristal de las palabras, y me divertiré azotando el ceño
fruncido de esos lectores ociosos, bien pagados, que me leen ahora a la fuerza
como miembros del jurado de turno, con anfibologías, quiasmos, exabruptos,
sutilezas acaso inaccesibles para sus mentes embotadas tras la lectura de
ochenta o noventa manuscritos. Podría dedicarle incluso una lindeza a cada uno
de los ¿cuatro? ¿cinco? cofrades reunidos esta tarde (ahora, ahora mismo que
vuelven a leerme, si he logrado llegar a la final) para emitir sus juicios a
falta de otras diversiones más enérgicas, más sensuales, decrépitos
catedráticos de universidad, poetas laureados, narradores de renombre que no
han escrito en su vida una sola línea transgresora, críticos implacables con
todos excepto consigo mismos o benévolos tan sólo con sus amigos, periodistas
poderosos reciclados en autores de blogs casi infumables o concejales de
cultura que en sus noches de domingo se duermen leyendo el último superventas.
¿Falta alguien? Falta el relato, dirán ellos, ustedes, convencidos de que no hay
relato sin narración, sin historia, sin acontecimientos o anécdotas, sin
personajes, sin espacios, sin tiempos. Tienen razón, claro: pero aquí estoy yo,
personaje de mí mismo, y ellos, ustedes, sombras que el relato proyecta y que
acabarán devorándolo, sumiéndolo en la nada (léase: dejándolo sin premio); el
espacio es la página que nos convoca y nos reúne: nuestra balsa de náufragos en
medio del mar intrascendente que nos rodea; el tiempo, ya lo dije, es el ahora,
diverso y compartido a la vez, un tiempo que a ellos, mis jueces, les procura
prebendas, dádivas, honores, y que a mí me concede tan sólo el efímero goce de
escribir; y la trama, el tejido, la urdimbre de los hechos está clara: un
hombre habla, otros le escuchan (para eso les pagan); unos dedican sus tardes a
entretenerse y ligar en talleres de escritura, otros a luchar contra lo que no
tiene nombre, lo insondable, el vacío; Samuel Pepys escribe cada día en su
diario lo que vive y quienes no son Samuel Pepys leen una o dos veces al mes
los manuscritos que otros, casi siempre aprendices, envían por quintuplicado a
premios y concursos. ¿Que todo esto no conforma un relato? ¿Quién dictamina lo
que es o no es un relato? Mientras escribo están ocurriendo numerosos sucesos,
incidentes menores o mayores, comunes o insólitos, tranquilos o violentos,
claros o ambiguos, pero, ¿podría un relato contenerlos a todos, reunirlos,
trenzarlos, auscultarlos, descubrir su sentido? Aunque fuera posible (nada hay
imposible para los que creen o esperan), yo prefiero contar apenas nada, o
contar para mantener a raya la nada: decir, por ejemplo, que hace una semana
falleció un amigo mío, pensador, escritor, con treinta y siete años (uno más
que yo), a causa de un linfoma, y que antes de morir escribió un libro sincero,
arriesgado, doloroso, intenso, un libro en el que pide que actuemos, que
resistamos con todas nuestras fuerzas a la tentación de transigir, de amoldarse
al dictamen de la mayoría. Es un libro valiente, escrito a trompicones, sin
ninguna voluntad de estilo, sin talleres literarios a sus espaldas, pero
auténtico, entrañable, necesario. Una bofetada de doscientas páginas, de esas
que despiertan cariñosamente a alguien que dormita. Y una así, aunque algo más
sonora, me gustaría a mí estamparle en plena cara a cada uno de ustedes,
señores miembros del jurado, que ahora mismo, en lugar de estar leyendo, por
ejemplo, ese libro, pierden su tiempo juzgando esta basura que he escrito.
Lo siento, Rafa, pero creo que no van a darte el premio, sobre todo porque el premio ya está dado y nadie ha leído los relatos (entre ellos el tuyo) que aspiraban a ganarlo. Saludos.
ResponderBorrarJajaja. Nadie encendía las lámparas... nadie leyó los relatos. Nadie convocó el premio (creo que ya está ocurriendo, sobre todo con los de nuestras beneméritas cajas de ahorros) y nadie formó parte del jurado. Quizá a la literatura le fuera mejor con más nadies y menos álguienes... Un fuerte abrazo, amigo Iván.
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