jueves, 22 de marzo de 2012

LE BORDOLAIS À L'AFFÛT

Para Claude Chambard

Cuando se le acabó el papel higiénico empezó a usar unas servilletas blancas de papel, muy grandes, que encontró colocadas en la repisa de la taza de uno de los váteres. Las usa también para sonarse, y no le resulta fácil a veces evitar mancharse los dedos con un poco de mucosidad acuosa mientras va desplegando la servilleta circularmente en busca de espacios intactos para descargar los restos que aún puedan quedarle en alguna de las dos fosas nasales.

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Siempre duda si tirar al váter la servilleta manchada (de cualquiera de las distintas manchas que soporta). Al final siempre lo hace. Comprueba que la cisterna tiene potencia suficiente para que el váter no se atragante con ese objeto algo insólito, en cualquier caso menos asumible a priori que las serpentinas de papel higiénico que tan bien se deslizan por el hueco del váter cuando la cisterna activa sus gárgaras.

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Mientras suenan, a lo lejos, las campanas de Saint Séverin, busca palabras en el diccionario: las que no conoce, para alumbrar como con una antorcha la línea que traduce; las que conoce, para sortear cualquier trampa dispuesta por la confianza excesiva. Así, al final, se posa sobre el texto un manto evanescente de sentido igual que sobre el aire se posan, fluctuantes, las campanas.

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Si no fuera por los borrachos que tocaron el timbre de la puerta a las tres de la mañana ayer y antes de ayer, la casa sería el más perfecto reducto de tranquilidad que ha conocido. La moqueta de color marrón claro, el papel de las paredes, que imita un entramado de mimbre, las ventanas y las puertas, todas blancas, y la luz que nunca entra de forma violenta y se diría que acaricia el interior de cada habitación: sólo apetece quedarse ahí todo el tiempo posible, trabajar o dormitar, lo mismo da, pasar de un cuarto al otro en una trashumancia por la paz de la tarde. Concentrarse o distraerse en pensamientos y palabras.

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No tiene ninguna historia que contar. Atado a unas pocas imágenes volátiles, como el anciano al bastón pese al cual no pudo evitar caerse esta tarde mientras él lo miraba por la ventana, gira una y otra vez en torno a los mismos vacíos. Si alguna sustancia pudiera llenarlos, se dice, o si alguna presencia apareciera frente a él sin que fuera su propia figura en el espejo, tal vez volverían las historias, o al menos no oiría el vacío alrededor de sus pasos, de sus imágenes.

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En un poema toda la memoria. Se interna uno por él como quien baja en canoa por un río, rodeado por árboles no menos ávidos de agua y de respuestas que el rostro del remero. Algún lugar a la sombra, recuerda que dice el poema del recuerdo, es bueno para dormirse. O al contrario, más bien. Da igual: giramos en medio del río y las sombras se transforman en luz y el sueño en atenta mirada e incluso, acaso, las orillas en agua y las palabras en cuerpo. ¿Qué es lo que permanece? ¿Tal vez lo que coincide siempre consigo mismo, lo que no cambia nunca, o lo que acepta transformarse manteniendo incorrupta alguna íntima parte de sí mismo? Memoria recobrada para siempre jamás: el poema.

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Se queda despierto hasta tarde. Incluso hoy, que debería estar cansado por el poco sueño de anoche, pierde la noción del tiempo. Cuando mira el reloj son las dos y media.

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En esas horas de la noche avanzada el silencio es profundo. Los oídos se aguzan. Oye pequeños ruidos. La lámpara genera en su interior ligeros restallidos, como si allí adentro revoloteara un insecto. Alguna madera cruje. La nevera no deja nunca de ronronear. Pero hay también sonidos que no identifica, músicas apagadas que oye de pronto como brotadas del interior de las paredes, o del sótano de la casa (al que ha bajado una sola vez). Breves estiramientos, soplos mínimos o silbidos en sordina conforman un extraño tejido que se superpone o desmiente al del silencio. Heráclito diría: todo suena.

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Es la primera vez que se baja de la cama por el lado izquierdo en esta casa. Nunca antes, que recuerde, había dormido con dos ventanas frente a él: al despertar, cada ojo tiene un espejo en el que beber su propia luz. Para llegar a la puerta ha tenido que rodear entera la cama. Unas gotas en los cristales de las ventanas le indican que está lloviendo o que ha llovido durante la noche.

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Pasan los vientres de las nubes, amenazadores: como colosos que pudieran planear por los cielos sin apenas dañar, por piedad, a los terrestres. El vaivén de la luz, tras la mañana lluviosa. Los postigos se cierran de pronto. Sobresalto. No se deja engañar por la calma que sigue al momento en que sujeta los postigos al gancho en forma de dama medieval.

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Al masturbarse, antes de dormir, observa que la cantidad de semen vertida (entre el ombligo y los pezones, como es habitual cuando lo hace tumbado boca arriba) es similar a la de otras ocasiones en que ha estado varios días sin actividad sexual, ni siquiera solitaria. En cambio, le ha parecido que el placer era inferior al de otras veces, como si los espasmos propagados por la uretra fueran menos intensos. Ha pensado fugazmente, como suele ocurrirle, en alguna enfermedad, en algún principio de tumor adherido a las paredes interiores de su pene, que le impidiera a este proporcionarle el placer físico de siempre. Se propone probar de nuevo mañana y, sobre todo, observarse con atención para determinar si la mengua de placer, en caso de que persista, es efectiva o si se debe tal vez a que ya está condicionado mentalmente a sentirla.

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Se recuerda en la cama, en acción, esta mañana, y apenas se reconoce. La imagen que de sí mismo forma su memoria inmediata le resulta tan extraña como la de un desconocido. Sofocado por cuatro jadeos, torpe, lento, carente de sensualidad, impotente a ratos, incapaz de sentir nada intensamente. Asco o desapego, no otra cosa siente cuando recuerda esa cita a hora tan temprana, la breve conversación en el sofá, la subida a la habitación después de los primeros besos, insípidos. Y luego la claridad en la habitación, que proyectaba el más cruel contraste sobre la escena oscura de aleatorios abrazos, de hambre saciada con sórdidas mordidas, de sudores mezclados que manchaban las sábanas. El único momento cuyo recuerdo no es turbio: cuando, empapado en sudor, se le ocurrió abrir la ventana como si, inconscientemente, más que dejar entrar el aire fresco, estuviera intentando hacer salir del dormitorio todas las impurezas, el vaho pestilente que allí habían formado los dos cuerpos.

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Al despertar (duerme siempre sin almohada, apoyando un lado u otro de la cabeza directamente sobre la sábana) ve, a unos centímetros de sus ojos, una pestaña y un pequeño pelo también curvo, probablemente de una de sus cejas. Forman, vistos de tan cerca, la curiosa figura de dos arcos uno junto al otro, pero de distintos tamaños y grosores. Se queda un buen rato contemplando adormilado esta pequeña escena. Aunque no cree que quiera decir nada (¿por qué tendría nada que querer decir nada?), le resulta relajante y al mismo tiempo absurdo quedarse así un buen rato: libre de afanes, de prisas, de trabajos y hasta de sí mismo.

(Burdeos, julio de 2007)

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