lunes, 5 de marzo de 2012
ALARCOMA
Para perro viejo yo, no ellos. Intentaron engañarnos, Alarcoma, pero,
aunque se hayan ido sin pagar, te aseguro que esto no va a quedar así. La
lengua que hablaban no nos resultaba comprensible y, sin embargo, estoy seguro,
pretendían que algún día también nosotros acabáramos hablándola. Lo que
pidieron eran unos vinos, ¿o acaso eran unos vermús de grifo? Los restos
aceitosos del plato en que escupieron las cáscaras de los altramuces no me
permiten discernir, Alarcoma, si a aquellos dos sibilinos clientes que llegaron
a nuestro bar hacia las doce les serviste como aperitivo una —como hubiera sido
lo correcto— o dos raciones de altramuces. Casi siempre te extralimitas, pero
en esta ocasión creo que te has sobredimensionado. Están hablando en rumano, me
susurraste al oído, pero yo escuchaba rudas consonantes eslavas, verbos
búlgaros, giros ucranianos, preposiciones serbias o hasta cosas peores. Otro
cantar es que tú, Alarcoma, estés dispuesto a confundirlo todo y que tu
desconocimiento de las ramas lingüísticas del primitivo indoeuropeo no te
permita distinguir unas familias troncales de otras. Una vez más, estaba casi
seguro, habría que empezar de nuevo. Los barrios en que vivimos, lo sabes, no
están bien comunicados. Te he dado trabajo en mi bar, te he consentido casi
todos tus caprichos —algunos inconfesables—, pero tú sigues rechazando mi amor
y negándote a trasladarte a vivir conmigo en mi casa. Las copas de vino o de
vermú, a saber, apuradas antes de que aquellos dos salieran corriendo del bar,
con sus miradas hoscas, retadoras, en torno a la una de la madrugada,
reflejaron durante un breve instante —un instante precioso— el rayo de luna que
se colaba por la sucia cristalera tornasolada. Tus ojos inquisitivos, Alarcoma,
les dijeron a los míos, contemplativos, que no, que ya estaba bien, que había
que decidirse a poner los puntos sobre las íes y a no dejar títere con cabeza,
es decir, o al menos eso interpreté yo, que alguno de los dos debía salir
corriendo tras ellos para atraparlos y darles su merecido, sobre todo porque,
después de visitar los lavabos del local en cuanto los dos clientes se
esfumaron, habías aprendido que la imaginación no era, como tu limitada mente
creía, una facultad omnipotente, al menos en lo que al sentido del olfato se
refiere. Se habían marchado sin pagar, Alarcoma, tú mismo habías visto su
ojeriza, su repentina desbandada, sus malos modales de eslavos buscavidas:
entonces, ¿qué importancia podía tener que no hubieran tirado de la cisterna, que
toda la cagalera producida probablemente por nuestros altramuces en mal estado hubiera
quedado flotando en el agua que cubría hasta los bordes el inodoro, y que, por
si fuera poco, se hubieran dedicado, acaso como venganza, a restregar en las paredes
de nuestros lavabos los restos de sus apestosas deposiciones? Habían vociferado
delante de nuestras narices su lengua bárbara, su viscoso dialecto no latino (o
su latín corrompido de provincia olvidada, si es verdad, como me dijiste, que
era rumano lo que hablaban); habían flirteado contigo, Alarcoma, que no tuviste reparo alguno en sonreírles, coqueto, y en servirles un vino tras otro,
¿o es que eran vermús de grifo, desgraciado?; habían guiñado sus rasgados ojos
lascivos a algunos de nuestros más reputados clientes, quiero decir a algunas
de nuestras clientas más putas, y, para más inri, incluso habían estado
manoseándose mutuamente las respectivas entrepiernas a modo de provocación
dirigida a incautos ignorantes como tú, Alarcoma. Y ahora, dime, ¿tengo que ser
yo quien les limpie la mierda que han dejado en los servicios de nuestro bar
para que tú salgas tras ellos, no a darles la paliza que se merecen —que para algo
te pagué las clases de kickboxing—, sino a pedirles, seguro, sus números de teléfono?
Ni hablar, Alarcoma: esos lavabos vas a limpiarlos ahora mismo tú, bonito.
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