sábado, 10 de marzo de 2012
LAS RECEPCIONES ILUSORIAS
Sin duda porque no reconoce que su cuerpo ya no es más que un páramo
minado y porque sigue pensando que puede maltratarlo como antaño sin que apenas
se resienta, como un jardín exuberante, tropical, en el que, por mucho que se las
pisotee, las plantas vuelven a brotar sin dilación y sin esfuerzo; sin duda
porque se cree todavía aquel joven profesor que acababa de obtener en un
instituto del norte de la isla su primer destino, el otro día regresó a
aquellos lugares y se sintió extraño. Visitó el hotel en cuyo restaurante había
celebrado con sus compañeros la cena de navidad: escondido entre chalés y solares
preparados para que se levanten en ellos aparatosas urbanizaciones de adosados
unifamiliares, el hotel conservaba su apatía de hacía años, su escaso
atractivo, los salones pomposos y desordenados, las balaustradas mendicantes,
la recepción ilusoria. No logró descubrir en cuál de aquellos salones había
bailado, ya entrada la noche y después de una cena sin demasiados alicientes,
con una de sus compañeras, o con dos, mientras veía a otra de sus compañeras
sentarse en el regazo de uno de sus compañeros, ya ambos completamente beodos,
y comenzar a besarlo. Visitó también el propio instituto, rodeado de unos
antiguos hornos de cal a modo de testimonio de un pasado insólito, de una época
no demasiado lejana en la que todo parecía, sin embargo, remoto,
incomprensible, extraño. La mayoría de sus antiguos compañeros no trabajaba ya allí. Uno
de ellos, incluso, que era, precisamente, uno de los cuatro o cinco con los que
mejor se llevaba, había muerto de un cáncer galopante, con menos de sesenta
años, no hacía demasiado tiempo. Saludó al director, que seguía siéndolo
(y que, extrañamente, apenas había envejecido, como si, en medio de tantos estragos
y cancelaciones del tiempo, hubiera permanecido como el guardián inquebrantable
de aquella época quizá no del todo acabada). Saludó también a un antiguo
compañero de su departamento, el que mejor lo acogió, el que lo guió en aquel
primer año de joven profesor sin experiencia. Su mirada había perdido mucho
brillo. Sus hombros se habían encorvado. No se arrastraba aún por los pasillos
para llegar hasta las aulas, pero se le notaba ya la aterradora visión de su
propia caducidad, de su progresivo marchitamiento en el interior de aquel
instituto de un pueblo costero de una provincia de ultramar. Ninguno de los
alumnos a los que había dado clase continuaba en el instituto. Todos habían
acabado ya su etapa de estudiantes de bachillerato o habían abandonado sus
estudios secundarios. Le sorprendió su dificultad para recordar la mayoría de
los rostros de quienes habían sido sus alumnos. Si exceptuaba a dos o tres con los
que había mantenido algún tipo de enfrentamiento o a unos pocos a quienes se
había encontrado años después en algún lugar (una playa, un aeropuerto, una
discoteca), el resto de sus alumnos había desaparecido de su memoria: no eran
ni siquiera un nombre, ni siquiera un rostro, ni siquiera una voz o unos
modales, sino una masa amorfa a la que recordaba sentada frente a él mientras
hablaba. La cafetería del instituto, situada en una esquina del patio del
recreo, estaba administrada ahora por un matrimonio distinto del de entonces:
la recordaba a ella, una mujer de mediana edad de andares voluptuosos y figura
insinuante; y un poco menos a él, unos años mayor y siempre al acecho. En
aquella cafetería había fumado sus primeros cigarrillos, solo uno cada día
durante los primeros meses. A veces prefería pasar su media hora de recreo sentado
en una terraza de la plaza del pueblo, un lugar acogedor en el que la camarera,
con el paso del tiempo, le servía ya sin preguntarle su barraquito y le
contaba entresijos de su vida de madre soltera poco afortunada en amores. La
plaza no ha cambiado mucho. Sigue siendo uno de sus lugares preferidos en la isla. Sin
embargo, las veces que ha vuelto a sentarse en la terraza ha notado la ausencia
de aquella camarera, el hueco abierto entre su época de joven profesor sin
experiencia y el presente, la imposibilidad de volver a sentir aquel cigarrillo,
el único del día, fumado por su cuerpo joven en las mañanas soleadas, la carga
de todo el peso de la vida que entonces no llevaba consigo, más ligero como era,
más joven, más despreocupado. La casa donde vivió durante aquel curso continúa
existiendo. Era la planta baja de una vivienda cuyos dueños ocupaban la planta
alta. Al detener el coche frente a aquella vivienda, se entremezclaron con ese
instante de inmovilidad algunos recuerdos de entonces, quizá no los más
importantes o los que con más frecuencia habían vuelto a su memoria, sino unos
recuerdos cualesquiera, como entresacados al azar: la escalibada que intentó
preparar un día en el horno y que no resultó del todo comestible; las tortillas
que en alguna ocasión encargaba en el restaurante de enfrente, que ha cambiado
de nombre; la visita de alguien, para una cita a ciegas, a altas horas de la noche
de un sábado y la larga conversación en el salón destinada a eludir lo
ineludible. Acaso hubiera preferido recordar el ruido de las olas que llegaba
lejano hasta su dormitorio los días de mar brava, el retumbar en sordina del
agua contra los acantilados, o el cigarrillo que, unos meses después de empezar
a fumar, reservaba para antes de dormirse, el segundo y último del día, acodado
en el balcón acristalado que daba al valle fresco, a las noches tranquilas,
esos pocos instantes que no acaban de regresar como debieran ahora que ha
parado su coche frente a su vivienda de entonces. Debería arrancar y proseguir
su camino por esas carreteras del norte de la isla, reconocer sin remedio que
su cuerpo no es ya más que un terreno minado en el que en cualquier momento
podría estallar la mina que lo mate y, sin embargo, seguir un poco más, no en
busca de recuerdos y ponzoñas, sino en busca, esta vez, de lo nunca vivido.
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