lunes, 8 de enero de 2018

REGRESO DE VACACIONES


El profesor regresa de sus vacaciones. Entra en el aula. Los alumnos se encuentran sentados, en silencio. Repasan sus cuadernos, leen sus libros, afilan los lápices. El profesor ha saludado al entrar, pero no recibe respuesta. A su “Buenos días” le contesta un espeso silencio. Los alumnos no parecen haber estado esperándolo, ni siquiera repasar las lecciones que explicó antes de las vacaciones. Cada uno lee algo diferente o repasa el cuaderno de una asignatura que se diría elegida al azar. El profesor piensa que un silencio tan extraño sólo podría obedecer a la conmoción de volver a clase después de las vacaciones, conmoción que él también experimenta pero que preferiría combatir con algo de conversación, sonrisas, un intercambio de ideas. Los alumnos no levantan sus cabezas de los pupitres, parecen estar leyendo algo que realmente les interesa. De hecho, el profesor duda de que los alumnos se hayan percatado de su presencia. Ni siquiera durante sus explicaciones más apasionadas se han mostrado nunca tan concentrados, tan atentos. Se sienta en su mesa y repite el saludo: “Buenos días”. Nadie le responde. Se levanta y pasea entre los pupitres. Apuntes, libros de texto, fotocopias, gráficos, esquemas, resúmenes, ejercicios, fracciones. Regresa a la parte delantera del aula, junto a la pizarra. Mira a cada alumno a la cara: son los suyos, no se ha equivocado de aula. Las vacaciones, que no han durado tanto, no han producido cambios en sus rostros. Ni siquiera otro peinado, un piercing nuevo, gafas de otro color. Siguen siendo Ramiro, Inés, Gonzalo, Julieta, Fran y todos los demás. El profesor enciende el ordenador y conecta el cañón de proyección. Introduce su lápiz de memoria en la ranura correspondiente. Abre una presentación preparada hace unos días: “La Celestina: autoría, temas, personajes”. La repasa mentalmente para recordar los datos más útiles. Carraspea. Anuncia: “Hoy, mis queridos alumnos, comenzaremos el estudio de La Celestina, uno de los libros más relevantes de nuestra literatura”. Pasa a la segunda diapositiva. Aparece el retrato de un caballero medieval, de mirada torva, junto a la cubierta de un incunable de difícil lectura. Nada demasiado apasionante, desde luego. Los alumnos continúan su estudio concentrado, en completo silencio. “Durante mucho tiempo se creyó que La Celestina era un libro de autor anónimo, pero un día se descubrió un acróstico…” Silencio. “Por cierto, ¿alguien sabe lo que es un acróstico?” Los alumnos pasan tranquilamente las páginas, uno afila su lápiz, otro opera con la calculadora. El profesor proyecta la siguiente diapositiva. “Fernando de Rojas afirma haber encontrado el primer acto de una obra dialogada y haberla completado en quince días. ¿Les importaría tomar apuntes de lo que voy diciendo, por favor?” Gráficos, fracciones, esquemas, resúmenes. Nadie se inmuta. El profesor despliega su sonrisa más benevolente y dice: “Ya sé, cabrones, que La Celestina es un petardo de obra, pero tengan la más completa seguridad de que estoy dispuesto a arruinarles la vida a todos si no se saben hasta la última coma de lo que estoy explicando”. Ni un murmullo. El profesor se rasca los sobacos, se tira un pedo, saca la lengua, cacarea. Ni por esas. Cuando quedan unos minutos para el final de la clase, se baja los pantalones y les enseña el culo a sus alumnos. Estos, que parecen cada vez más ensimismados en sus apuntes, ni siquiera se dan cuenta. Se oye de pronto el timbre que indica el cambio de clase. Los alumnos guardan su material en las mochilas, se levantan, salen del aula en silencio.

sábado, 6 de enero de 2018

LOS ANTSCHETSCH

Decían que vivía allí enfrente, pero nunca lo vimos entrar o salir, acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta recortada al atardecer detrás de unas cortinas: la figura bien formada, corpulenta, de un hombre de mediana edad, extranjero, rubio, alemán, tenista. Decían incluso que era el director de aquel hotel, aunque ni siquiera estábamos seguros de que aquello fuera un hotel y no tan sólo un complejo de apartamentos; y quienes lo decían afirmaban haberlo visto jugando, casi siempre a la misma hora, a media tarde, en la cancha de tenis del hotel (o lo que fuera) con un joven que podría ser su hijo. Mira, los Antschetsch, decían. Sin embargo, se creía que el hijo no vivía con el padre. Únicamente se los veía juntos, o se decía haberlos visto juntos, en la cancha de tenis, por la tarde, cuando posiblemente el trabajo del padre como director del hotel –o como administrador del complejo de apartamentos– ya había terminado, incluso dejando un rato en la sobremesa para dormir la siesta. 

Zumban las pelotas que se lanzan a un lado y otro de la red: el joven juega de un modo más agresivo, saca con efecto, sube hasta la red, espera la volea, salta, remata, regresa a la línea de fondo para volver a sacar. Le está dando una paliza a su padre, pero, como este podrá luego relajarse con un baño en su habitación, intentará olvidar que, inexorablemente, su juventud ya ha quedado atrás y ahora tiene casi sesenta años. El señor Antschetsch, cuya familia procedía de los Sudetes alemanes, se ha hecho a sí mismo. Después de la guerra, su madre, viuda, lo envió a estudiar a Múnich, donde aprendió el italiano en unos cursos organizados por la Cámara de Comercio con vistas a formar a jóvenes alemanes dispuestos a ejercer de guías turísticos para los grupos de turistas culturales procedentes del norte de Italia. El señor Antschetsch estudió también rudimentos de contabilidad. Su buena planta, su capacidad para hacer amigos incluso donde parecía imposible hacerlos, su sonrisa generadora de confianza y su irresistible atractivo para hombres y mujeres lo situó muy pronto en un puesto de cierta responsabilidad en una empresa dedicada a la promoción inmobiliaria en la frontera de Baviera con Austria. No le resultó muy complicado dar el salto a Italia, donde acabó conociendo a un empresario de la restauración convencido de que invertir en Canarias –años setenta– no era ni mucho menos descabellado. 

El señor Antschetsch llegó a Tenerife como contable de uno de los primeros restaurantes que se abrieron en la isla; Bertini, su jefe, sin embargo, prescindió de él muy pronto, pues no conseguía que se le acercaran ni las empleadas ni las clientas, que caían todas en brazos de Antschetsch y, tras la consabida noche de amor, acababan fugándose o dándose a la bebida. Fruto de una de esas noches, se dice, fue el hijo de Antschetsch, quien, por aquel entonces, y tras aprender algo de inglés y español, ya se había convertido en recepcionista de uno de los primeros hoteles del sur. Se ha oído decir que ella era una joven holandesa que trabajaba en un restaurante como camarera, pero también se dice que podría haber sido una canaria casada con un empresario catalán a quienes Antschetsch agasajó una noche con una cena en uno de los restaurantes de moda en Los Cristianos, cena que tuvo como resultado que el empresario volviera al hotel borracho como un piojo y que su mujer se quedara un rato más con Antschetsch en lo que se supone que pudo ser un rápido encuentro amoroso. 

Lo cierto es que su hijo, que fue, que Antschetsch supiera, el único que tuvo, no había conocido a su madre. Se había criado inicialmente con su padre, pero a los quince años se había ido de casa y se había amancebado con una mujer de treinta, divorciada, vital, independiente, que lo había convertido en su amante y le había enseñado las artes de la mancebía. Padre e hijo, por tanto, no tenían muchas ocasiones de verse, y ni siquiera se soportaban demasiado (el hijo le reprochaba al padre los graves secretos que atenazaron en vano su infancia y el padre al hijo su marcha, su amancebamiento, su vida malgastada). Con el paso del tiempo, los momentos en los que se juntaban para jugar al tenis se convirtieron en fugaces reconciliaciones que, aunque invariablemente terminaran con la victoria del hijo, suponían al menos un reencuentro, les permitían intercambiar alguna palabra sobre sus respectivas vidas y los emplazaban hasta una próxima ocasión. 

Puede decirse que el tenis los había mantenido precariamente unidos. El juego del padre, a diferencia del del hijo, era defensivo, socarrón, inteligente, sólo que las piernas ya no le respondían como cuando era joven y ahora ya no llegaba a pelotas que para él, entonces, eran pan comido: canchanchaneaba por la cancha y eso, junto a las derrotas, lo dejaba de mal humor. A pesar del baño posterior, a pesar de la cena, muchas veces en la agradable terraza del hotel (apartotel), el señor Antschetsch se iba a la cama malpuesto, con un disgusto que nunca era capaz de prevenir. Quienes lo habían visto asomado a la cristalera del balcón de su habitación hablaban de una sombra de mal agüero, de alguien que degustaba durante mucho tiempo una copa tras otra. Nosotros nunca lo vimos, pese a que vivíamos enfrente. Acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta recortada al atardecer detrás de unas cortinas. Nos aseguraban que allí había vivido Antschetsch, el alemán que se suicidó lanzándose por el balcón a los dos años de instalarnos. Toda esa época fue difícil y algunos no estaban hechos para sobrevivirla. Nosotros también teníamos por entonces nuestros propios problemas, pero no debían de ser tan graves como los del señor Antschetsch, pues seguimos viviendo allí un tiempo más, hasta que nos mudamos. 

domingo, 26 de noviembre de 2017

T(R)AC / TO: O DE CÓMO CONVALECER MIENTRAS SE GUARDA UN SECRETO

Una de las lecciones del arte contemporáneo es la siguiente: los espacios expositivos son parte de la exposición, forman –o deberían formar– una unidad con lo que en ellos se muestra, sean piezas o cuerpos en movimiento, cuadros o esculturas, fotografías o instalaciones, la música o la nada. Sin embargo, con demasiada frecuencia en el arte expuesto en Canarias se percibe un cierto o completo desinterés por este principio que requiere aunar el contenido y el continente, poner a dialogar el lugar y la obra, hacer que lo expuesto brote del espacio que lo porta y que el espacio se transforme en lo que allí se traza sobre él. Sorprende, por eso, de forma muy especial encontrar una exposición que explore los límites del principio señalado hasta extremos poco transitados. Cuando esto ocurre nos decimos que el artista ha arriesgado sobremanera, que ha cruzado límites normalmente infranqueables o que la potencia de sus visiones lo ha llevado a recrear los espacios mediante su propia obra, que en estos casos no suele diferenciarse mucho de su propio cuerpo.


Es por el cuerpo, quizá, por donde tendríamos que empezar a reflexionar en torno a la fascinante exposición Trau / ter, de Jesús Hernández Verano. Un cuerpo escindido, como el título de la propia exposición parece ya indicar. Un cuerpo partido en dos: el propio y el ajeno. Un cuerpo doble, doblegado, duplicado. Un cuerpo forzado a incorporar otro. Quizá una de las claves –al menos en mi lectura personal– de esta exposición tiene que ver con esa necesidad del cuerpo propio de recuperar una relación natural, dulcificada, con el cuerpo de los demás. Ha habido, percibimos, un trau / ma, una trama cuyos pormenores desconocemos, pero que nos permite asomarnos al abismo de una escisión: el grito desencadenado por la partición del cuerpo, por el re / parto forzoso del cuerpo propio en el ajeno, es decir, por la incorporación empática, frágil, de la propia carne en filamentos decididamente extraños –pero sentidos como propios–, se refleja en el espacio de un modo tan impactante como en la pieza que da título a la exposición: trece puntales de obra sostenidos por sábanas contra las paredes de la sala como si formaran una maraña de voces que se disparan, de gritos que se ahogan, imbricados, alocuciones en el interior de los cuerpos, de un cuerpo a otro, a través de las sábanas, infiltraciones en un aire que se ha vuelto irrespirable de tan lleno de tensiones como está. Las tensiones –frágil equilibrio, movimiento congelado, ocupación aparentemente azarosa del espacio– introducen al espectador en una trama trau / mática, en una fantasmagoría de interpolaciones. El espectador avanza. Es un lugar de difícil acceso. Aventura un pie y el otro queda desequilibrado. Su cabeza se dobla para poder pasar, pero aún está a medio camino. El pie que dejó atrás se introduce en un hueco. El hueco lo descompensa, hace que el pie no pertenezca ya al mismo cuerpo, la cabeza queda atrapada entre dos vigas y se desliga del tronco, que consigue avanzar hasta el siguiente intersticio. El primer pie está a punto de alcanzar el borde, la pared del fondo, mientras el primero intenta tirar de la cabeza que quedó desgajada en una postura bastante poco cómoda. ¿Qué tratamos de decir con esto? Hay múltiples posibilidades en esta trama traurig* (triste, en alemán), esta pesadumbre de vigas metálicas sucias en las que el cuerpo se enreda para sentir una especie de desmembramiento o quizá un deseo vivísimo de huida. Una vez que has llegado al final te preguntas por qué no lo abordaste desde el otro lado, pero para llegar hasta allí habría ahora que volver a salir –salir con todo el cuerpo de la trama del cuerpo–, y qué pereza. Es curioso, nos preguntamos, haber empezado por este lado de la exposición, el lado del trauma, al menos del trauma más visible, enhiesto, arborescente. Quizá apenas nos hayamos fijado, mientras tanto, en dos cortezas de bronce, una a cada lado, como guardianas del abismo o figuras situadas a las puertas de la ley: extraídas o, casi mejor, soñadas en un bosque, emblemas de la pacificación y al mismo tiempo máscaras quemadas, su sinuosa trama es distinta de aquella a la que anteceden. Quien alguna vez, paseando por el bosque, ha llegado hasta un pino quemado –hay tantos, y están allí como esperándonos– y ha tocado la corteza, sabe que la ceniza que desprenden esconde una pureza: basta levantar una capa de corteza para encontrarse un mundo intacto, un mundo que sobrevivió al desenfreno de las llamas y espera con su color de carne de árbol la mano que lo toque, la desorganizadora de las identidades, la piadosa. 

Tacto, tracto es nuestra vida. Conductos que llevan de una zona a la otra. Antes de todo esto, no lo hemos olvidado, existe un umbral. Palabra fácil de pronunciar, difícil de pensar. El umbral físico es aquí una pieza de tela blanca colgada a la entrada de la sala. Con su aire japonés, o en cualquier caso zen, parece decirnos que lo traspasado somos nosotros mismos, el instante que somos y no somos, el cuerpo abrazado a la tela y el que se desembaraza de ella. Quizá hubiéramos hecho mejor en quedarnos allí, en el interior de esa tela, que de hecho dispone de pliegues como para acogernos. Quizá todo lo demás forma parte de un trasfondo demasiado personal: de algún modo, parece decirnos que hemos de entrar allí protegidos y dispuestos a desguarnecernos, atentos a los detalles y no pendientes de nada en concreto, respetuosos ante lo ajeno y a la vez dispuestos a hacerlo nuestro, a incorporárnoslo.

Una vez dentro, las ventanas clausuradas por telas blancas, finísimas, tapizan la luz y conforman un mundo desiluminado. Caemos en la desubicación: estamos dentro, pero no hay afuera. Estamos en una especie de dentro absoluto, pero dentro de ese dentro hay capas que atravesar, afueras dentro de las cuales no se debería entrar, adentros fuera de los cuales no convendría salir. Es a esto a lo que me refería al principio cuando decía que el artista ha reinventado con su cuerpo el espacio. Lo ha purificado para contaminarnos. Se ha esterilizado para que nos contagiemos. Trauma, trampa. Cuanto más en silencio se permanezca en este espacio, tantos más alaridos se escucharán, más llantos. Permanecer quietos aquí dentro es traicionarnos a nosotros mismos, pues todo invita a derramarse, a desvanecerse, a infiltrarse en un lugar, en otro. Prosigamos, pues.


Tal vez todo nos lleve ahora, después de la maraña de la que nunca logramos salir del todo, al otro lado de la sala. Como unas ramas de oro, sin árbol que las sostenga, sin cortezas ahora, meras inscripciones doradas, surgen en la pared unas marcas. Es una pieza casi invisible, pero reveladora: revela lo que la pared contiene, un trasluz de sangre dorada, una articulación de trazos desgarrados. Estamos ahora fuera del cuerpo, que ha querido inscribirse ahí, en la propia pared, en un vaivén de venas que chorrean, ramas desnudas que fueron purificadas tras sangrar durante mucho tiempo. Es el mundo después de la corteza.


Y empezamos a escuchar. Oímos la sonoridad del desgarro: el punzón hiere la carne y la carne se deshoja en ramas verticales, como si fueran la filigrana de un descendimiento. Si antes había que tener cuidado, es decir, literalmente, practicar el cuidado de uno mismo y el de los demás, sobre todo en lo que a los aspectos más delicados del cuerpo se refiere, ahora nos adentramos en el terreno de lo sin cuidado. Nos trae sin cuidado desgarrarnos, abalanzarnos contra el muro del tiempo, pues lo importante ahora no somos ya nosotros, sino una cierta purificación que consiste en desistir de nosotros. En esa carga y descarga contra la pared, una vez apuntalado el dolor, incorporado como la verdad última del cuerpo, no nos importa ya sino sentir el desgarro, un desgarro que no es ya de nadie, un desgarro sin sujeto, que flota contra el muro y es el más paradójico sinónimo de la pureza. La desgracia como reverso del más irreprochable amor. Lo incuestionable nos sale al paso ahora como una flor dorada abierta en medio de la rotura: es una flor hecha de rotura.


Entre el desfondamiento y la recuperación, entre la respiración y la maraña, Trau / ter nos lleva hasta un territorio en el que al dolor se le han habilitado respiraderos, drenajes, vías de escape para salir, quizá, a un mundo igualmente desesperado, pero dotado ya de mecanismos capaces de regular la desesperación, o de hacer al menos que esta no se desboque. Escribo todo esto con tinta roja, y me doy cuenta de que el rojo, que no existe en la superficie de esta exposición, es el ausente pensado, el fantasma exorcizado. Quizá esas sábanas estuvieron un día manchadas de rojo y ahora las soñamos blancas, lo mismo que el umbral que parece interponerse entre nosotros y ese mundo construido al calor o al abrazo de lo atroz: estuvo manchado durante mucho tiempo de sangre, pero se nos ofrece lavado, prístino, porque, ¿qué otra cosa sino un testimonio de curación es todo esto que aquí dentro ocurre, desgracia aventada lejos, purga de todos los amaneceres sombríos.*

* Jesús Hernández Verano, Trau / ter, Sala de Exposiciones del Ateneo de La Laguna. Del 6 de octubre al 1 de noviembre de 2017. Texto publicado en La Opinión de Tenerife el 20 de noviembre de 2017.

viernes, 15 de septiembre de 2017

EL LETARGO, VERSIÓN KINDLE

Es un placer anunciar que mi libro El letargo ya está disponible también en versión Kindle. Puede conseguirse en este enlace.

jueves, 14 de septiembre de 2017

CREPÚSCULO

Me pregunté si me quedaba

algo más por hacer: palpar,

coser, dejarme ir

hacia la luz

por la calle que llevaba hasta el colegio,

y si no bastaba con rodar

hasta que la luz misma pusiera

fin a mi desubicada

memoria,

por un día no fiel

a circunstancias del pasado,

sino al círculo mismo

que sobrevuela el ojo corroído

por la pantalla dorada

de lo que antiguamente llamábamos crepúsculo,

ahora ya una imagen

incomprensible para el ojo

que, sin embargo, persigue

el señuelo de aquello

que una vez aprendió,

un saber que ahora espera

nacer de nuevo despojado

de aliento, y mientras tanto

la noche despedaza

la lengua que, sin saber,

se acomoda debajo de la lengua.

martes, 12 de septiembre de 2017

NOCHE DE REYES


Mecánica de niebla y de silencio
en la afásica zona de diciembre
en que el candor perdido,
transformado en una cáscara sensible,
se desdibuja bajo nuestros rostros,
los rostros de los hijos huérfanos
de la mendacidad
de las sonrisas huecas. ¿Cuántas
pollas caben, me pregunté,
en ese coño ebrio, cuántas omisiones
resiste aún el ano complaciente,
cuántas vísperas faltan
para la alocución definitiva,
preguntaste?
Y voy a a responderte, a respondernos:
caben, resisten, faltan
todas las pollas, omisiones, vísperas
(respectivamente o no)
que ahora mismo dilatan la impaciencia
de quienes nunca supimos
hacer otra cosa que separarnos
de la muerte ajena,
rezagarnos en la minucia restallante
de los intersticios (¿viste?),
tozudos como alimañas apostadas
en el umbral de un suceso
siempre aplazado, siempre
intempestivo (¿me comprendes?),
justo este instante
de niebla y de silencio
del que nunca podremos escapar.

jueves, 10 de agosto de 2017

PEQUEÑA ODA A LOS POETAS DE HOY EN DÍA

Apañarripios, tuerceversos, escrivividores,
telaraños, endecasibilinos, metronomistas
pejilgueros, apalabradores, alejandriños,
marwanes, silencieros, experiencistas,
soneteros, sonajistas, soniderramadores,
palabroteros, adjetivistas, verseadores,
calamburistas, metaforradores, jitanjaforistas,
simbolistas, escupecoplas, poetas-sin-ethos,
destrozaestrofas, sinecdoquistas, palabreros,
lanzapoemas, zurrabaladas, versicojos,
limpiaodas, fragmenteros, soplagárgolas,
tonadilleros, cantautores, acribillaestribillos,
¡ya está bien!, niños, ¡ya está bien!

sábado, 5 de agosto de 2017

CARTA A FÉLIX FRANCISCO CASANOVA

Mi querido Félix:


Estos días he vuelto a leerte. Durante mucho tiempo he tenido el deseo de escribirte, pero siempre lo he postergado. Llega un momento en que las cosas no pueden postergarse más.


175 metros de distancia (según Google Maps, un utilísimo mapa virtual que han inventado) median entre el número 91 de la calle San Martín y el número 98 de la calle Méndez Núñez. El siglo XX en el que nacimos ya hace tiempo que es historia. Vine al mundo cinco años antes de que tú murieras. Pasé mi infancia en el número 91 de la calle San Martín. Me viste quizá alguna vez, de la mano de mi madre, cruzar la calle Méndez Núñez en dirección al parque (parque que para ti era el de las miradas y para mí, entonces, el de los juegos). Ninguno de los dos tiene memoria del otro, tú porque fuiste el prisionero de la memoria olvidada –la doble memoria olvidada de la vida y de la muerte–; yo, porque el olvido recordado –el de la no vida y el de la no muerte– no siempre se transfigura en memoria a través de la escritura. O quizá, también, asomado a la ventana de la que era la casa de mi abuela, frente al parque, te vi yo alguna vez, ¿eras tú aquel chico mayor que me pidió prestado el monopatín y me lo devolvió después de proyectar en el aire unas cabriolas entre locas risotadas?


Ayer terminé de leer tus Obras completas, las que ha publicado este año la editorial Demipage. Conocía tu poesía y tu diario. Tu diario fue lo primero tuyo que leí, quizá con una edad similar a la que tú tenías cuando lo escribiste. Julio García Monclús, el dueño de la librería Goytec, pariente político de mi padre, me dejaba pasar allí las tardes. En la planta alta, en la sección de literatura canaria, no solía haber nadie y era un lugar perfecto para leer. Debía de ser reciente la edición de Yo hubiera o hubiese amado, el volumen que contenía tu diario del año 1974. Recuerdo que lo leí una de aquellas tardes y que siempre lamenté después no haberlo comprado. Al releerlo ahora, compruebo que muchas de aquellas páginas quedaron impresas en mi memoria y han permanecido casi treinta años en ella: tus lecturas, en parte coincidentes con las mías de entonces, tus encuentros con los amigos (esas amistades de la adolescencia que nunca volverán a repetirse: al menos no con la misma intensidad), las llamadas que te hacía la misteriosa Voz de la que estabas enamorado, la música desgarrada que te hacía vibrar, y los poemas, poemas que iban surgiendo en tu cuaderno como flores en un jardín cubierto de cenizas. No sentí entonces el pudor que siento ahora al leerte: entonces era como compartir un secreto entre adolescentes; ahora yo soy un adulto que curiosea entre las intimidades de un joven. Ser joven para siempre produce estos extraños efectos.


Con tu poesía siempre he tenido más dudas. La he leído en tres momentos (creo que te hemos leído mucho, al menos aquí en Canarias, por lo que sé de otros lectores tuyos a los que conozco). La primera vez fue entonces, en Goytec: tu diario incluía muchos de los poemas que luego formarían La memoria olvidada. En ese contexto, eran poemas deslumbrantes, frescos, engarzados en tu día a día de adolescente culto, sensible y voraz. La segunda vez fue hacia 1992 o 1993, poco después de publicarse en Hiperión La memoria olvidada, el libro que recopilaba la mayoría de tus poemas. En aquella ocasión hizo su aparición un cierto desencanto: si aquello era todo lo que había, todo lo que habías escrito como poeta, era preciso reconocer que se trataba de una obra en ciernes, más abocetada que conseguida, con unos cuantos poemas deslumbrantes que destacaban entre una mayoría de poemas que no estaban a la altura de aquellos. ¿Pero qué importaba esto? El rayo seguía estando ahí, la brújula seguía apuntando a comarcas imprevistas, y lo casi milagroso de tu breve trayectoria me seguía encandilando como el primer día. Esta semana he vuelto a leerte, esta vez, como te decía, en la nueva edición de Demipage, un volumen que recoge buena parte de lo que escribiste (no estrictamente todo, al decir de algunos expertos, y lamentablemente sin criterios filológicos rigurosos). En cuanto a la poesía, ahora soy un lector más estricto que hace años. He marcado unos veinticinco poemas memorables; el resto no está, me parece, a la altura. ¿Y qué? ¿No es maravilloso que con dieciocho años hayas escrito veinte poemas que leeremos una y otra vez? Por otra parte, en este volumen he leído por primera vez El don de Vorace, tu novela publicada en 1975. La desazón del ser. El deseo de ser otro. El extravío de la vida. El hacha de los sueños. La búsqueda incansable. Es un libro inquietante que me recuerda a Crimen, de Espinosa, a Cerveza de grano rojo, de Arozarena, a Los puercos de Circe, de Alemany; es decir, a la mejor narrativa que se ha escrito en Canarias.


Para nosotros tu mito o tu leyenda han sido siempre tan poderosos como tu obra. Como en otros escritores de biografía accidentada, quizá en tu caso no sea tan fácil separar ambas vertientes. Te hemos admirado mucho y te hemos envidiado mucho. La dirección del piso de Méndez Núñez la busqué anoche en internet (internet es una red virtual de intercambio de datos que se inventó hace un par de décadas). Al parecer tu hermano José Bernardo sigue viviendo allí, en Méndez Núñez 98. Esta mañana estaba yo sentando en el café que hay en la esquina de San Martín con Méndez Núñez. Ahora es una franquicia, pero cuando era niño había allí un bar que se llamaba Galaxy y que era atendido por un matrimonio mayor con fama de malas pulgas. Me estaba tomando el café de media mañana cuando de pronto vi pasar a un señor vestido con ropa deportiva, el pelo corto, algo canoso, de unos cincuenta y cinco años. Lo vi casi de perfil, pero supe que era José Bernardo. No podía creérmelo: ayer por la noche había buscado alguna foto suya, pues en la edición de Demipage figura casi siempre como el autor de las fotografías, pero su rostro no aparece sino en una de cuando era niño. Encontré dos fotos suyas en internet: la primera en un blog en el que se publica un poema suyo y la segunda en un periódico que daba noticia de la presentación de tus Obras completas. En esta última José Bernardo aparece en una mesa junto a Villanueva y Aramburu, editor y prologuista del volumen, respectivamente, en la Feria del Libro de Las Palmas. Esta es la foto que me permitió identificarlo esta mañana. 


Pero aquí no acaban las coincidencias. Como las desgracias, nunca vienen solas. Ya lo he comprobado muchas otras veces. Basta abrir la caja de Pandora para que empiece a encadenarse un hecho tras otro, a cuál más inquietante. Estaba siguiendo a José Bernardo con la mirada hasta que a la altura de la esquina con San Antonio ya no pude verlo más. Entonces volví al libro que estaba leyendo: Crónicas de motel, de Sam Shepard. Iba a empezar el cuarto párrafo de la página 17: “Una noche entré dormido en el baño y me metí en la bañera. Me encontraron allí, tendido de lado y durmiendo. Su reacción fue esta vez más severa que cuando me encontraron al final del pasillo. Una entonación levemente preocupada asomaba a sus voces. Por algún extraño motivo creían que meterme en la bañera resultaba una extravagancia. Una chifladura quizá.” El cuento trata de un niño sonámbulo al que sus padres castigan porque creen que finge serlo. A Sam Shepard nunca lo había leído. Murió hace unos días y por eso compré el libro. Me quedé un rato con la mirada perdida antes de terminar el relato.


Pagué mi café y fui hasta el número 98 de Méndez Núñez. La calle está en obras. Le han abierto las entrañas y el ayuntamiento ha garantizado que la dejará dos veces peor que como estaba antes. Entre otras cosas, han arrancado los árboles de la acera izquierda y afirman que ya hay demasiados árboles en la ciudad y que no van a devolverlos a su lugar original. ¿Que la democracia es la voluntad del pueblo? ¡Y un carajo! La democracia es la voluntad de la sobrina del alcalde y del suegro del concejal de urbanismo. ¡Cuántas veces no habré pasado por delante de Méndez Núñez 98 sin saber que fue allí donde todo ocurrió! Miré hacia arriba, no sabía cuál era el piso. Había una señora asomada en el último balcón. No creo que la vida haya cambiado mucho en estos cuarenta años, al menos en este barrio. Es verdad que nos hemos vuelto más virtuales, hoy no hablaríamos con una Voz al teléfono, sino con treinta o cuarenta, y por diferentes medios: en los chats, en las aplicaciones de móvil, por whatsapp (otro día te explicaré estas novedades que nos han vuelto a todos locos). No sé si te gustaría. Atrapados como estamos en estas múltiples redes de comunicación virtual, nos parecemos a ese pájaro que tú describías en alguna parte: contento de estar en la jaula porque sabe que todos sus congéneres también están en ella. Las únicas escapatorias, mi querido Félix, siguen siendo la poesía, el vino, la locura y la muerte.


Te mando un abrazo (lo menos virtual posible).


P. D. Te alegrará saber que Catherine Deneuve sigue estando tan guapa como siempre.

ENTRADA DESTACADA

HOMENAJE A PHILIPPE JACCOTTET EN RADIO CAMPUS

 

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