miércoles, 3 de diciembre de 2025

LA CENA

Voy encendiendo luces para llegar a la cocina, luces que comienzan con la del dormitorio, cuyo interruptor alcanzo con un simple movimiento de la mano sin ni siquiera necesidad de levantarme de la cama; luces como la del pasillo, que enciendo una vez que he apagado la del dormitorio y me permite atravesar el piso como si circulara por una columna vertebral que fuera dando acceso a las ramificaciones de los cuartos; luces como la del salón, que enciendo una vez que he apagado la del pasillo, y que, en un parpadeo, me permite percibir las estatuillas que lucen mustias en la estantería, el televisor apagado, el sofá sobrecargado de libros, los manojos de llaves en un cesto próximo a la puerta; luces como la de la cocina, que en realidad no es una sino dos: la luz del techo, que enciendo una vez que he apagado la del salón, y, por último, la luz del extractor colocado sobre la vitrocerámica, que enciendo una vez que he apagado la luz del techo de la cocina.

Entonces me asomo a un caldero en el que estoy cocinando media coliflor, una batata y una papa. Esa será mi cena de hoy. Me quedo un momento contemplando esos alimentos que bullen en el agua hirviendo en la que hace unos diez minutos los eché junto a sal en cantidad suficiente para que, cuando estén cocinados, tengan algo de sabor. La media coliflor flota con su blanca piel rugosa mientras gira como una peonza sin mucho equilibrio en medio del agua; la batata, acostada en el fondo del caldero, parece contemplarla con socarronería, preguntándose si realmente es necesaria una danza tan ridícula para asistir poco después a una extinción que yo llamaré –lo he hecho ya– mi cena; la papa, por su parte, juega un papel intermedio, pues, voluminosa, oronda, consistente, parece todo el tiempo estar queriendo sacar a bailar a la coliflor, esa jiribilla, pero, torpe como es, demasiado pesada, se retira siempre hacia el fondo y no sabe qué hacer con su impracticable, cargante deseo. Estoy asomado a ese caldero como si fuera un brujo, un adivino. Los alimentos llevan poco tiempo cocinándose y tienen que seguir allí un buen rato más. Tienen que hacerlo, de hecho, en soledad, a oscuras.

Voy apagando luces para volver al dormitorio, luces que comienzan con las de la cocina. Una vez que he apagado la luz del extractor colocado sobre la vitrocerámica, enciendo la luz del techo de la cocina, que me permite contemplar con el rabillo del ojo ese caldero del que obtendré el alimento para esta noche hechizada; una vez que he apagado la luz de la cocina, enciendo la del salón, que esta vez, al atravesarlo, fija mi atención momentánea en la persiana que recubre la ventana, que da a un patio y deja entrever un resplandor que viene de los pisos superiores, habitados unos por inquilinos antiguos y otros por inquilinos nuevos; una vez que he apagado la luz del salón, enciendo la del pasillo, que atravieso esta vez sin fijarme en nada, pues voy pensando en las vidas de los otros y en cómo se entretejen con la propia sin que nos demos apenas cuenta muchas veces; una vez que he apagado la luz del pasillo, enciendo la del dormitorio, que tiene otro interruptor junto a la puerta, lo que me permite no atravesarlo a oscuras, hasta que llego a la cama y me tumbo para seguir leyendo un rato. Sé que dentro de diez minutos habré de volver a iniciar todo el proceso para poder, zahorí empijamado, asomarme al caldero en el que estarán ya cocinados los alimentos que compondrán esta noche mi cena.  

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