martes, 13 de febrero de 2024

SUNSET

No sabes qué hacer cuando se pone el sol. Has ido intercambiando mensajes de wasap y no te has dado cuenta de que atardecía. Y al llegar a un recodo del paseo, en una especie de mirador curvo, ves a algunos turistas con los móviles levantados en dirección al mar. Claro, es eso, te dices. Es la puesta de sol. Y sacas rápidamente tu móvil y le tomas una foto. De un naranja cegador, el globo ha empezado a hundirse en el horizonte. Sientes que has llegado algo tarde, pero en la fotografía —sólo haces una— se ve bastante bien el horizonte anaranjado, la isla, tímida, a un lado, el sol medio escondido ya del otro lado del mundo, iluminando en su agonía a quienes, desde la tierra, tarde o temprano nos hundiremos como él, pero sin la posibilidad de renacer —hace tiempo que dejaste de creer en esas cosas—. Un único detalle estropea la foto: una franja anaranjada que, como generada por el sol, atraviesa oblicua el cielo y el mar hasta llegar a la playa, cruzando las sombrillas, la arena, las hamacas, algunas personas que en la orilla se recrean contemplando el espectáculo. Parece el haz de luz de una espada láser. Cuando sigues caminando después de enviarle la foto a una persona que la apreciará —y no siempre las ha habido en tu vida, por lo que cada instante es una acción de gracias—, vuelves a mirar el horizonte. Sigue completamente anaranjado y el sol casi se ha hundido ya del todo. Pero lo que más te sorprende es el abismo entre tu percepción y la fotografía. No hay color, como se dice, por mucho que la fotografía sea en color y, se supone, haya sido hecha por una cámara de cierta calidad. Tu percepción no es una imagen quieta, pues miras mientras caminas, vuelves el cuello para contemplar la franja de playa que has dejado atrás y el siguiente recodo, otro mirador, a lo lejos, en el que también parece haber gente parada. Tu percepción es parte del tiempo que te constituye, forma una sola realidad con tu cuerpo, se deposita con suerte en la memoria y acabará siendo —con suerte también— parte del olvido. Y esta puesta de sol —nunca has sido ningún fanático de ellas— acabaría perteneciendo a ese invisible archivo de innumerables imágenes captadas un instante, ese archivo-río que fluye dentro de nosotros y se alimenta a cada milésima de segundo, llenándose, vaciándose, llenándose, vaciándose, como le ocurre al mar ahora mismo, y siempre, sin un solo momento de pausa, pues, lo mismo que el mar no duerme, aunque la noche lo cubra y pareciera entrar en un trance de invisibilidades, los seres humanos, cuando dormimos, soñamos y seguimos alimentando con imágenes esa memoria-archivo-río que lleva el nombre de cada uno de nosotros. Así que miras la fotografía —has decidido no borrarla— y no sabes muy bien qué pensar. Es, en cierto modo, un fraude, una decepción. Es también un testimonio falso, una especie de perjurio fruto de la desesperación. Se parece, lo piensas después, a ese pueblo para turistas, lleno de tiendas y restaurantes, que visitas como un turista más, imitaciones de casas tradicionales, con sus patios en el centro de los cuales destaca una fuente, y una capilla con su techo artesonado de madera y sus pilares de tosca. Del lugar donde debería estar el altar sale un camarero con sendos platos en la mano. Tiene aspecto de sacristán. Le preguntas, por preguntarle algo, si la construcción es original y ha sido restaurada, aunque ya conoces la respuesta. No, dice sin detenerse, es una imitación. En las capillas laterales hay mesas, todo impecable, pulcro, como si siempre hubiera estado ahí. El camarero-sacristán ha desaparecido entre las mesas de fuera, donde, con vistas al crepúsculo o a lo que queda de él, cenan mientras susurran en lenguas que no identificas los muñidores de toda esta prosperidad destinada a unos pocos. Porque, te preguntas, ¿quiénes reciben los beneficios de todos estos negocios, quiénes han invertido aquí, quiénes han podido levantar estas imitaciones en primera línea de costa para ofrecer gato por liebre en platos de aparente virtuosismo gastronómico servidos por camareros que antes fueron sacristanes, o cabreros, o médicos? Un día, pronto, no será necesario sacar fotografías del atardecer, y mucho menos si va a atravesarlas el haz de un sable láser, pues habrá medios mucho más eficaces para simular el más bello de los ocasos. Las construcciones serán un día todas imitaciones de las que alguna vez hubo y nadie recordará. Nuestra memoria será un río cada vez más seco, un archivo cada vez más desordenado, un mar cada vez más muerto. E incluso las propias puestas de sol no serán de verdad, sino simulacros, imitaciones, fraudes.  

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