domingo, 1 de diciembre de 2024
martes, 26 de noviembre de 2024
miércoles, 20 de noviembre de 2024
domingo, 10 de noviembre de 2024
LOS OBELISCOS
Tras el inmenso éxito del proyecto de canalización exterior de las aguas fecales, que había convertido a la ciudad en una suerte de Venecia subtropical, modelo de transparencia y eficacia en la gestión de residuos a nivel mundial, llegó a la mesa de trabajo del alcalde otro proyecto innovador. Pese a que algunos de sus asesores le transmitieron sus dudas, sobre todo porque las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y parte de la ciudadanía podía interpretar que la ejecución de tal infraestructura urbana suponía un flagrante desprecio a la tradición católica de la ciudad, el alcalde lo tuvo enseguida meridianamente claro. Ese proyecto proyectaría la urbe, y él mismo sintió placer con el juego de palabras que había concebido, a un nivel muy superior al actual. No habría turista que no quisiera visitarla. Reportajes fotográficos en las más importantes revistas del mundo exaltarían la novedad y la frescura de un equipamiento urbano como el que estaba a punto de ordenar construir.
Y dicho y hecho. Al mes siguiente empezaron a aparecer los obeliscos. Los primeros que se levantaron fueron los del parque municipal central y la plaza principal del centro urbano; se llenaron con ellos, más adelante, otras plazas, esquinas, rotondas, fuentes, jardines y parques del resto del municipio, incluidos los barrios marginales, las urbanizaciones de las laderas y los pueblecitos perdidos en los montes circundantes.
Los obeliscos tenían forma de falos. En el proyecto original presentado por el artista Nemesio de la Cruz Espinosa sólo había algunos con esa forma; los demás representaban mástiles, estandartes, cruces, torres o atalayas. En un alarde de arrojo y perspicacia, el alcalde, sin embargo, quiso que la totalidad de los obeliscos representaran falos, pues adujo que el proyecto podía concebirse como una exaltación de los más notables atributos de los próceres locales. Bajo cada obelisco se colocaría una placa de metal que explicaría a qué prócer correspondía cada falo y cuáles habían sido sus principales hazañas. Se trataba de antiguos capitanes de barco, militares, arzobispos, empresarios, médicos, cantantes y alcaldes, en concreto los cinco últimos hasta llegar al actual, es decir, él mismo, el señor alcalde. Para no llamar excesivamente la atención, decidió que el obelisco a sus atributos dedicado se levantara junto al mar, en el barrio de pescadores donde había transcurrido su infancia, en una placita hoy en día poco visitada.
Se construyeron en la forja municipal cinco moldes, cada uno de un largo y un grosor distintos. El de mayor tamaño alcanzaba los veinte metros de alto y su grosor era de tres metros de diámetro en el tronco y cuatro en la parte superior. El más reducido se elevaba hasta los ocho metros y poseía un ancho de un metro y medio en el tronco y dos metros en la parte superior. La producción de los obeliscos fue rápida, pues bastaba con rellenar los moldes con los materiales elegidos, que eran muy variados: madera, bronce, acero inoxidable, hierro, mármol, obsidiana, cemento, hormigón armado y, en el caso del dedicado al señor alcalde, oro, un bloque de oro de veinte kilates. Al menos ciento cincuenta artistas de la ciudad trabajaron a destajo para que la elaboración de los obeliscos estuviera a punto para la semana de la inauguración.
Los primeros obeliscos, situado uno en la fuente central del parque más importante de la ciudad y el otro en la plaza más emblemática, ubicada junto al puerto deportivo, pertenecían a la categoría suprema. Estaban hechos, respectivamente, de mármol de Carrara y de obsidiana. Su altura y grosor desmesurados, el trazo realista de la carnadura, las venas dorsales y las rugosidades, y la belleza del glande, representado como una flor de carne en lo más alto, hicieron las delicias de la ciudadanía. El día de la inauguración, tras el emotivo discurso del alcalde, trufado de referencias a los lingam hindúes, al dios Príapo y a los huacos eróticos peruanos, la gente se acercó a los obeliscos para sacarse selfis; familias enteras los abrazaban como si de troncos de secuoyas se trataran; los niños intentaban escalarlos, para sobresalto de sus padres, apoyándose en las venas inferiores. Hacia las ocho de la tarde, cuando empezó a anochecer, los ciudadanos asistieron a dos acontecimientos que el ayuntamiento había acertado en no revelar anticipadamente: el primero fue la iluminación de los obeliscos, que estaban rodeados de un aparato lumínico de gran pompa y originalidad. El segundo, simultáneo del primero, fue el chorro que comenzó a brotar de la parte superior, a modo de surtidor entrecortado, espasmódico: el obelisco, como si fuera una ballena, soltaba un chorro abundante y espeso, de un color lechoso y brillante; se detenía luego durante unos segundos y luego soltaba otro; y así sucesivamente hasta por la mañana, cuando descansaba para volver a empezar la noche siguiente.
Unos días más tarde ya estaban instalados decenas, o incluso centenares, de nuevos obeliscos. El deseo visionario del alcalde alcanzaba así pronto cumplimiento. En la plaza militar se plantó uno de dieciocho metros de altura que representaba los atributos viriles de don Claudio Gutiérrez de Armas, prócer militar que en el siglo XVIII había defendido la ciudad de los ataques berberiscos. Junto a la catedral se colocó otro de quince metros de altura que correspondía a la hombría del arzobispo Ezequiel Barroso Diosdado, en cuyo regazo se habían sentado varias generaciones de jóvenes que hoy en día eran dueños de restaurantes, arquitectos, directores de hoteles y concejales del grupo de gobierno, y que recordaban haber sentido en sus verijas la emoción viril del añorado arzobispo. Uno de los obeliscos más visitados fue el que sustituyó a la estatua del caudillo fascista que años atrás había gobernado con tanto éxito el país: casi por aclamación popular se colocó en el lugar un obelisco de los más grandes y fastuosos, revestido de pórfido, que celebraba la virilidad del líder, ya famosa en su época; al parecer, aunque este dato no está verificado, se utilizó como modelo el miembro viril original, conservado en formol en una colección privada de Burgos.
La ciudad pasó a conocerse así, en los medios internacionales, como La Urbe de los Falos. Lo primero que hacían los turistas que nos visitaban era un recorrido guiado –en español, inglés, alemán y ruso– por los obeliscos más notables. A las ocho de la tarde en verano y a las siete en invierno se esperaba con una devoción que rayaba en lo religioso el momento en que se encendían las luces y comenzaban a surtir los chorros espasmódicos. Un griterío inenarrable, fervoroso, recorría entonces las calles, los parques y las plazas. Paul William Smith, el afamado periodista del New York Times, llegó a decir que ese momento de nuestra ciudad era comparable al Cambio de Guardia del Palacio de Buckingham, a un atardecer junto a jirafas y leones en el Parque Nacional del Serengeti o a la contemplación de París desde lo alto de la Torre Eiffel.
Tras unos meses de éxito desbordante del proyecto, cuyo título original era La ciudad de los obeliscos, un revés vino a dar al traste con todo. La Asociación Nacional del Santo Chumino Rebelde denunció al ayuntamiento ante un juzgado de primera instancia por “discriminación contra la mujer, exaltación de símbolos del patriarcado, violencia de género simbólica y ocupación espuria del espacio público”. Desde la primera reunión con sus asesores jurídicos, el alcalde supo que llevaba las de perder. La primera medida, antes de que se iniciara la fase oral del juicio, fue retirar las placas conmemorativas de los próceres, incluida, por supuesto, la dedicada a sí mismo. Se le recomendó igualmente suspender tanto la iluminación como las irrigaciones crepusculares, lo que el señor alcalde ordenó de mala gana. Por último, el ayuntamiento exigió a Nemesio de la Cruz Espinosa que rebajara las partes superiores de los obeliscos para disimular en lo posible su identificación con un glande. Pese a todas estas medidas previsoras, el ayuntamiento perdió el juicio, y también los varios recursos que interpuso ante instancias judiciales superiores (la última, el Tribunal Supremo), por lo que se vio obligado, según rezaba la sentencia, a levantar en la ciudad el mismo número de esculturas representativas de vulvas que obeliscos fálicos hubiera, a situar junto a ellas placas conmemorativas de mujeres célebres en la historia local, a dotarlas de un sistema de iluminación que se activara a la misma hora que el de los obeliscos y, por último, a instalar en su interior un mecanismo que en ese momento hiciera brotar una pátina de humedad que impregnara el exterior de la escultura cada cinco minutos. La sentencia obligaba también a modificar en cualquier texto difundido por el ayuntamiento el nombre original del proyecto: ahora debía llamarse La ciudad de los obeliscos y las rajas.
En las elecciones municipales que tuvieron lugar unos meses después de la última sentencia, el alcalde y su partido perdieron por un amplio margen. Aquel manifestaría en unas declaraciones que el proyecto de los obeliscos había sido el gran error de su mandato y que no entendía cómo se había dejado manipular así por sus asesores.
martes, 29 de octubre de 2024
martes, 22 de octubre de 2024
sábado, 19 de octubre de 2024
miércoles, 18 de septiembre de 2024
miércoles, 28 de agosto de 2024
miércoles, 21 de agosto de 2024
miércoles, 24 de julio de 2024
miércoles, 10 de julio de 2024
CONVOCATORIA PÚBLICA - RESOLUCIÓN FINAL
domingo, 7 de julio de 2024
sábado, 22 de junio de 2024
domingo, 9 de junio de 2024
jueves, 6 de junio de 2024
sábado, 25 de mayo de 2024
VISITAS A MIGUEL BADAJOZ
No sé por qué habrán sido tan pocas las veces que, en estos últimos años, he recordado la casa donde, más que vivir, parecía yacer sepultado mi amigo Miguel Badajoz. Quizá se haya debido a que fueron muy escasas las ocasiones en que lo visité. En la planta baja, dentro de un cubículo de apenas tres metros cuadrados, vigilaba un portero prepotente que, siempre malhumorado, decía, al menor interés que yo mostraba por visitar a mi amigo, que en aquel momento no se le podía molestar o, más habitualmente, que no estaba en casa (cuando a mí me constaba que sí lo estaba). Me recuerdo acechando desde la acera de enfrente, entre la cabina telefónica y el puesto de lotería, la aparición del portero, que a veces salía a comprar tabaco o alguna bebida y dejaba la puerta sujeta con una cuña para que no se le cerrara en su ausencia. Entonces yo cruzaba la calle y accedía al inmueble. Al fondo, a ambos lados del primer tramo de escalera, ancho como si se tratara de un edificio noble de la capital, había sendas puertas que nunca exploré y que quizá hubieran revelado más de un secreto. Quién sabe si un día no me animaré a volver a entrar –ahora que no hay portero físico, sino electrónico, no me resultaría difícil hacerme pasar por cartero o repartidor de comida a domicilio– para descubrir tras esas puertas, tal vez, cuartos inmovilizados en el tiempo, en aquel tiempo, al menos, capaces de devolverme una chispa de lo que fueron mis visitas a Miguel Badajoz. O quizá esas puertas estén siempre cerradas, como creo que lo estaban en aquella época. O incluso podría ocurrir que yo hubiera estado confundido entonces y que, en vez de puertas, se tratara de armarios de la luz o de vanos tapiados que conservaban la marca de los bordes en los abultamientos de la pintura.
Es extraño que, habiendo pasado tantas veces por esa calle, cercana al mercado, no me haya sentado nunca, como lo he hecho hoy, en alguna terraza. Es posible que los recuerdos exijan cierta inmovilidad. Estarse quieto, frente a un cortado, viendo girar el mundo alrededor en su frenesí y su vacuidad. Albergar de pronto la sensación de que se está atravesando una cortina, de que se está mirando por una ventana que da directamente al pasado. ¿Será acaso la mirada concentrada en esa mezcla de leche y de café la que se impregna de mezcolanza, una palabra que rima con añoranza, y se vuelve así capaz de regresar a un tiempo ya perdido sin abandonar el presente, esta mesa, la conversación desenfrenada de tres vecinas del barrio, el silencio de un anciano frente a un vaso de vino, el giro de las guaguas que se dirigen al intercambiador, los ladridos de los perros antes de olfatearse. Justo frente a mí estaba el portal del número dieciséis: ha cambiado tan poco el edificio que me parecía estar de nuevo allí, en la época de mis visitas a Miguel Badajoz, esperando aquel descuido del portero que me permitía colarme y subir hasta la tercera planta, tocar en la puerta –nunca he usado los timbres–, saber que pasarían varios minutos hasta que vinieran a abrirme, como si el inquilino de aquel piso tuviera que salir de un sepulcro, vestirse, acicalarse un poco antes de ir a abrir la puerta.
Y, cuando la puerta se abre, toda la casa está en penumbra. Las persianas, casi del todo bajadas, aunque es por la mañana, hacia las once, un sábado, como hoy, dejan pasar apenas un ribete de luz. Sobre un sillón, a la izquierda, una sábana colocada para combatir el calor retiene celosa las manchas de algún líquido, tal vez un refresco, o un zumo de frutas, acaso un cortado como el que estoy tomando ahora mismo. Una flor se marchita en el jarrón colocado sobre la mesa del comedor. Doña Maximolinda, la propietaria del piso, lo visita una vez por semana, limpia un poco y remplaza esa flor, pero el agua sale siempre un poco sucia del grifo, el aire está estancado porque las ventanas apenas se abren y, además, la poca luz no favorece la supervivencia de la flor, que a los pocos días luce marchita como ahora, como entonces. A la derecha, en la pared, un cuadro pintado por Máximo O’Daly, un buen amigo de Miguel Badajoz, cuelga un poco ladeado. Representa una casa señorial de hace unos dos siglos, con su balcón de madera, un jardín de hortensias a un costado y una dama en la puerta que pareciera estar esperando visita. Miguel Badajoz me pide que espere en el sillón, no tardará en volver. Desaparece por el pasillo y yo sé que voy a estar más de media hora allí sentado, contemplando la flor que se marchita, el tocado pintoresco de la dama, el fulgurante barniz de la madera del balcón, las hortensias casi tan azules como el cielo.
La tercera guagua que pasa casi choca con un coche que no respetó un semáforo. Se oyen insultos por parte de ambos conductores. Desde la terraza replican con comentarios, aspavientos, risas. El anciano solitario ha pedido otro vaso de vino. Las vecinas locuaces hace un rato que fueron sustituidas por una pareja de novios toxicómanos. Yo he pedido mi segundo cortado, esta vez un leche y leche. En la parte de abajo, la leche condensada soporta con entereza el peso del café mezclado con leche natural. Revuelvo con la cucharilla y hoy, cuando llego y toco a la puerta, me abre Máximo O’Daly. Él y Miguel Badajoz me hacen pasar a la cocina, donde la loza forma un conjunto escultórico en efímero equilibrio y en una jaula parece dormitar un canario de color castaño. Mientras tomamos café en unas minúsculas tacitas de porcelana, Máximo O’Daly habla con una voz como reproducida a una velocidad inferior a la real. Parece paladear cada sílaba, duda antes de pasar a la siguiente palabra, se queda pensando en el significado de la frase que acaba de pronunciar. A pesar de todo, ni Miguel Badajoz ni yo nos atrevemos a interrumpirlo, pues, aunque, cuando ha terminado de hablar, nos damos cuenta de que su discurso está completamente vacío, mientras habla parece estar tratando asuntos de gran importancia. Me lo imagino pintando de la misma manera: como a cámara lenta, disponiendo con aparente misterio los colores en el lienzo, demorándose en la contemplación de cada mancha, creyéndose un nuevo Leonardo, para acabar perpetrando una estampa mediocre y costumbrista. Sin embargo, Miguel Badajoz, que es la persona con menos aspiraciones creativas que conozco, construye asombrosas pirotecnias cada vez que habla, inventa palabras, crea combinaciones asombrosas, introduce todo tipo de acentos, matices y modulaciones en una especie de pastiche o florilegio fascinante a la vez que en grado sumo perturbador. Sus intervenciones, que no tienen desperdicio, están compuestas precisamente por desperdicios, por desechos de lo escuchado aquí y allá, son un collage tornasolado y corrosivo sin ninguna pretensión y, sin embargo, están a la altura de un Joyce, de un Guimarães Rosa, de una Gertrude Stein, de un Carlo Emilio Gadda. Sin embargo, su gran amigo O’Daly lo escucha con indiferencia.
Una vez me invitó a pasar a uno de los cuartos del fondo. Yo no sabía que el piso era tan amplio. Me imaginaba a mi amigo caminando por la noche, pues sabía que apenas dormía, a oscuras, de un cuarto a otro, de la cocina al salón, del dormitorio al aseo, de la terraza al comedor, atravesando los pasillos mientras fumaba sus cigarrillos de tabaco negro y, como un gato, con sus ojos fosforescentes, de un verde intenso, escudriñaba la oscuridad, escuchaba el rumor de los bares que colindaban con el mercado, los vítores de los borrachos, las escaramuzas de los drogatas, las reyertas del golferío arremolinado allí a esas horas, ya casi de amanecida. Me lo imaginaba recordando, a través de esas voces, de todo aquel alboroto urbano, su juventud en la gran ciudad marítima, los callejeos por la zona del puerto, los encuentros en bares de mala muerte, las despedidas que él no hubiera querido que fueran para siempre. Y también el paseo junto a la playa, las discotecas abiertas hasta las seis de la mañana, tanto tugurio visitado, tanta vida desperdiciada, la sinrazón, el extravío, la oscuridad, el miedo. Así me lo imaginaba aquel día que me invitó a pasar a uno de los cuartos del fondo. La penumbra era la misma que en el resto de la casa. Era una especie de despacho destartalado: una mesa junto a la ventana, una silla, una estantería con algunos libros. Me dijo que cerrara los ojos y cogiera uno al azar. Así lo hice. Era Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Miguel Badajoz me dijo que lo había leído al final de su adolescencia. Ábrelo por el principio, me dijo. Y entonces él, mientras fumaba y miraba como hipnotizado hacia la ventana, que dejaba pasar apenas un ribete de luz, recitó de memoria: Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: «Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es que ha pisado el cable. «¡Enchufa!» Está hablando por teléfono. «¡Amador!» Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve.
lunes, 20 de mayo de 2024
viernes, 17 de mayo de 2024
lunes, 6 de mayo de 2024
EL CONDUCTOR
Una música que supe de Mahler (tercera sinfonía) sonaba en la radio del coche mientras regresaba a casa. Estaba seguro de que era esa obra porque por la mañana habían anunciado su retransmisión a cierta hora de la tarde. Habrían bastado unos compases, sin embargo, para identificar que era Mahler aunque no hubiera escuchado esta mañana el anuncio. Más difícil habría sido acertar con el número de la sinfonía. Una sinfonía, dijo el compositor, debe ser como el mundo, debe contenerlo todo. Mientras sonaba, miraba hacia la izquierda, en dirección al mar, y veía el enjambre de nubes más caleidoscópico que recuerdo. Incontables capas, de multitud de tonos de blanco, mezclados con diferentes tipos de azul, y abajo el mar. El tráfico de la autopista era sereno, pero, como siempre, rondaba por mi cabeza la posibilidad de un error, mío o ajeno, un coche al que un conductor no logra ver en el ángulo muerto, un giro súbito de volante, el impacto contra la mediana, las vueltas de campana, la rotura del cuello, la muerte. Sí: la música, las nubes, el mar, la muerte. Todo mezclado en un único instante de arrebato y conmoción. Sin embargo, tanto los demás como yo conducíamos con prudencia, no siempre indicando las maniobras con los intermitentes, pero sí vigilando no invadir un carril ya ocupado, respetando los límites de velocidad, manteniendo la distancia de seguridad. Y así llegué al tramo final de la autopista, el de los cuatro carriles que descienden hacia la ciudad junto al mar, con la gran isla al fondo, casi evaporada sobre el horizonte, pero aún reconocible, y la coda de la tercera sinfonía de Mahler sonando como en un ocaso de toda la luz del universo, como si fundirse y aceptar la fusión, como si entrar en una dimensión superior mientras se desciende el abismo innombrable, como si resucitar en medio de las aguas que mueren, como si brindar por la vida para entregársela al sol que nos rehúye fueran la sinrazón del conocimiento final, el mundo que termina porque la sinfonía termina, las nubes arreboladas en el más mágico de los atardeceres. Eso sentía mientras el coche circulaba a la altura de las fábricas y las naves industriales que preceden los primeros –o últimos– barrios de la ciudad. Y entonces, tras un último acorde prolongado, interminable, la música acabó. Hubo un segundo, un segundo que yo hubiera deseado larguísimo, antes de que el público, arrebatado, estallara en un aplauso. El locutor, con un hilo de voz, dijo que era difícil hablar después de esa música que había sonado. Maldije para mis adentros los vítores, las palmas que aplaudían, los comentarios que el locutor añadió aun a sabiendas de que debía callarse. Los barrios periféricos se habían teñido de un aura difícil de definir, como si de ellos pudiera brotar un mundo entero, de cada edificio, de cada balcón, de cada ventana, como si la música o el crepúsculo o la muerte postergada los hubieran dotado de una irradiación generadora de vida. Esos barrios, que yo no conocía bien, que apenas si había recorrido algún domingo ocioso, sin fijarme demasiado en las construcciones, en los descampados, en las plazas descuidadas, eran el mundo nuevo que el final de la música había creado mientras yo ingresaba en la ciudad como alguien desaparecido que, muchos años después, decide regresar, sin que haya ya nadie que lo conozca, sin recordar muy bien en qué parte de la ciudad vivía, dónde pasó su infancia, pero sospechando o, mejor, presintiendo que había para él un destino esperándolo allí, una nueva vida por vivir en algún lugar del laberinto del que había escapado sin que tampoco recordara cuándo ni por qué. La música de Mahler había horadado una pequeña rendija que me permitía asomarme a algo que no sabía muy bien qué era y que seguiría ignorando, probablemente, durante mucho tiempo más. Pero ya estaba atravesando las avenidas principales de la ciudad. Había entrado de nuevo en aquella realidad que conocía tan bien, en la maraña del tiempo mensurable, los paseantes de domingo, la policía estacionada junto al estadio de fútbol, un tranvía que pasa, la terraza poco concurrida, un coche que, desde el carril izquierdo, cruza muy rápido frente al mío, haciéndome frenar, para incorporarse a una calle a su derecha. Todo era tan absurdo que era difícil creer que, de nuevo, formara parte de ello. No era posible volver al momento en que los acordes quedaban suspendidos como en medio de un enjambre de nubes rodeadas del más vivo de los azules, no podía regresar al momento en que vi la isla desdibujada como si la música la mantuviera levitando en el cielo ni había la más mínima posibilidad de sentir de nuevo cómo la ciudad se iba abriendo ante mí igual que los pétalos de un flor misteriosa y fragante. Ya estaba en la calle donde se encuentra el garaje. Pulsé el mando a distancia y la puerta se abrió. Aparqué el coche en el sitio que me correspondía. Apagué el motor. Todo quedó en silencio. Había estado a punto de lograrlo, una vez más. What a wonderful world.
ENTRADA DESTACADA
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