Tras el inmenso éxito del proyecto de canalización exterior de las aguas fecales, que había convertido a la ciudad en una suerte de Venecia subtropical, modelo de transparencia y eficacia en la gestión de residuos a nivel mundial, llegó a la mesa de trabajo del alcalde otro proyecto innovador. Pese a que algunos de sus asesores le transmitieron sus dudas, sobre todo porque las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y parte de la ciudadanía podía interpretar que la ejecución de tal infraestructura urbana suponía un flagrante desprecio a la tradición católica de la ciudad, el alcalde lo tuvo enseguida meridianamente claro. Ese proyecto proyectaría la urbe, y él mismo sintió placer con el juego de palabras que había concebido, a un nivel muy superior al actual. No habría turista que no quisiera visitarla. Reportajes fotográficos en las más importantes revistas del mundo exaltarían la novedad y la frescura de un equipamiento urbano como el que estaba a punto de ordenar construir.
Y dicho y hecho. Al mes siguiente empezaron a aparecer los obeliscos. Los primeros que se levantaron fueron los del parque municipal central y la plaza principal del centro urbano; se llenaron con ellos, más adelante, otras plazas, esquinas, rotondas, fuentes, jardines y parques del resto del municipio, incluidos los barrios marginales, las urbanizaciones de las laderas y los pueblecitos perdidos en los montes circundantes.
Los obeliscos tenían forma de falos. En el proyecto original presentado por el artista Nemesio de la Cruz Espinosa sólo había algunos con esa forma; los demás representaban mástiles, estandartes, cruces, torres o atalayas. En un alarde de arrojo y perspicacia, el alcalde, sin embargo, quiso que la totalidad de los obeliscos representaran falos, pues adujo que el proyecto podía concebirse como una exaltación de los más notables atributos de los próceres locales. Bajo cada obelisco se colocaría una placa de metal que explicaría a qué prócer correspondía cada falo y cuáles habían sido sus principales hazañas. Se trataba de antiguos capitanes de barco, militares, arzobispos, empresarios, médicos, cantantes y alcaldes, en concreto los cinco últimos hasta llegar al actual, es decir, él mismo, el señor alcalde. Para no llamar excesivamente la atención, decidió que el obelisco a sus atributos dedicado se levantara junto al mar, en el barrio de pescadores donde había transcurrido su infancia, en una placita hoy en día poco visitada.
Se construyeron en la forja municipal cinco moldes, cada uno de un largo y un grosor distintos. El de mayor tamaño alcanzaba los veinte metros de alto y su grosor era de tres metros de diámetro en el tronco y cuatro en la parte superior. El más reducido se elevaba hasta los ocho metros y poseía un ancho de un metro y medio en el tronco y dos metros en la parte superior. La producción de los obeliscos fue rápida, pues bastaba con rellenar los moldes con los materiales elegidos, que eran muy variados: madera, bronce, acero inoxidable, hierro, mármol, obsidiana, cemento, hormigón armado y, en el caso del dedicado al señor alcalde, oro, un bloque de oro de veinte kilates. Al menos ciento cincuenta artistas de la ciudad trabajaron a destajo para que la elaboración de los obeliscos estuviera a punto para la semana de la inauguración.
Los primeros obeliscos, situado uno en la fuente central del parque más importante de la ciudad y el otro en la plaza más emblemática, ubicada junto al puerto deportivo, pertenecían a la categoría suprema. Estaban hechos, respectivamente, de mármol de Carrara y de obsidiana. Su altura y grosor desmesurados, el trazo realista de la carnadura, las venas dorsales y las rugosidades, y la belleza del glande, representado como una flor de carne en lo más alto, hicieron las delicias de la ciudadanía. El día de la inauguración, tras el emotivo discurso del alcalde, trufado de referencias a los lingam hindúes, al dios Príapo y a los huacos eróticos peruanos, la gente se acercó a los obeliscos para sacarse selfis; familias enteras los abrazaban como si de troncos de secuoyas se trataran; los niños intentaban escalarlos, para sobresalto de sus padres, apoyándose en las venas inferiores. Hacia las ocho de la tarde, cuando empezó a anochecer, los ciudadanos asistieron a dos acontecimientos que el ayuntamiento había acertado en no revelar anticipadamente: el primero fue la iluminación de los obeliscos, que estaban rodeados de un aparato lumínico de gran pompa y originalidad. El segundo, simultáneo del primero, fue el chorro que comenzó a brotar de la parte superior, a modo de surtidor entrecortado, espasmódico: el obelisco, como si fuera una ballena, soltaba un chorro abundante y espeso, de un color lechoso y brillante; se detenía luego durante unos segundos y luego soltaba otro; y así sucesivamente hasta por la mañana, cuando descansaba para volver a empezar la noche siguiente.
Unos días más tarde ya estaban instalados decenas, o incluso centenares, de nuevos obeliscos. El deseo visionario del alcalde alcanzaba así pronto cumplimiento. En la plaza militar se plantó uno de dieciocho metros de altura que representaba los atributos viriles de don Claudio Gutiérrez de Armas, prócer militar que en el siglo XVIII había defendido la ciudad de los ataques berberiscos. Junto a la catedral se colocó otro de quince metros de altura que correspondía a la hombría del arzobispo Ezequiel Barroso Diosdado, en cuyo regazo se habían sentado varias generaciones de jóvenes que hoy en día eran dueños de restaurantes, arquitectos, directores de hoteles y concejales del grupo de gobierno, y que recordaban haber sentido en sus verijas la emoción viril del añorado arzobispo. Uno de los obeliscos más visitados fue el que sustituyó a la estatua del caudillo fascista que años atrás había gobernado con tanto éxito el país: casi por aclamación popular se colocó en el lugar un obelisco de los más grandes y fastuosos, revestido de pórfido, que celebraba la virilidad del líder, ya famosa en su época; al parecer, aunque este dato no está verificado, se utilizó como modelo el miembro viril original, conservado en formol en una colección privada de Burgos.
La ciudad pasó a conocerse así, en los medios internacionales, como La Urbe de los Falos. Lo primero que hacían los turistas que nos visitaban era un recorrido guiado –en español, inglés, alemán y ruso– por los obeliscos más notables. A las ocho de la tarde en verano y a las siete en invierno se esperaba con una devoción que rayaba en lo religioso el momento en que se encendían las luces y comenzaban a surtir los chorros espasmódicos. Un griterío inenarrable, fervoroso, recorría entonces las calles, los parques y las plazas. Paul William Smith, el afamado periodista del New York Times, llegó a decir que ese momento de nuestra ciudad era comparable al Cambio de Guardia del Palacio de Buckingham, a un atardecer junto a jirafas y leones en el Parque Nacional del Serengeti o a la contemplación de París desde lo alto de la Torre Eiffel.
Tras unos meses de éxito desbordante del proyecto, cuyo título original era La ciudad de los obeliscos, un revés vino a dar al traste con todo. La Asociación Nacional del Santo Chumino Rebelde denunció al ayuntamiento ante un juzgado de primera instancia por “discriminación contra la mujer, exaltación de símbolos del patriarcado, violencia de género simbólica y ocupación espuria del espacio público”. Desde la primera reunión con sus asesores jurídicos, el alcalde supo que llevaba las de perder. La primera medida, antes de que se iniciara la fase oral del juicio, fue retirar las placas conmemorativas de los próceres, incluida, por supuesto, la dedicada a sí mismo. Se le recomendó igualmente suspender tanto la iluminación como las irrigaciones crepusculares, lo que el señor alcalde ordenó de mala gana. Por último, el ayuntamiento exigió a Nemesio de la Cruz Espinosa que rebajara las partes superiores de los obeliscos para disimular en lo posible su identificación con un glande. Pese a todas estas medidas previsoras, el ayuntamiento perdió el juicio, y también los varios recursos que interpuso ante instancias judiciales superiores (la última, el Tribunal Supremo), por lo que se vio obligado, según rezaba la sentencia, a levantar en la ciudad el mismo número de esculturas representativas de vulvas que obeliscos fálicos hubiera, a situar junto a ellas placas conmemorativas de mujeres célebres en la historia local, a dotarlas de un sistema de iluminación que se activara a la misma hora que el de los obeliscos y, por último, a instalar en su interior un mecanismo que en ese momento hiciera brotar una pátina de humedad que impregnara el exterior de la escultura cada cinco minutos. La sentencia obligaba también a modificar en cualquier texto difundido por el ayuntamiento el nombre original del proyecto: ahora debía llamarse La ciudad de los obeliscos y las rajas.
En las elecciones municipales que tuvieron lugar unos meses después de la última sentencia, el alcalde y su partido perdieron por un amplio margen. Aquel manifestaría en unas declaraciones que el proyecto de los obeliscos había sido el gran error de su mandato y que no entendía cómo se había dejado manipular así por sus asesores.
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