En el último paseo que dio –el
último hasta ese día o el último en sentido definitivo: eso está por saberse–
trazó un imprevisible mapa que sólo le serviría, si acaso, para un siguiente
paseo, si llegaba a producirse. Ese mapa representaba sus vaivenes por unas
calles que nunca se habían combinado en sus paseos de aquella exacta e inintercambiable manera. Las calles habían sufrido muchas combinaciones, cientos, miles
de combinaciones, azarosas o no, en los paseos que había dado hasta entonces. Habitualmente
dejaba que sus pies caminaran solos, como culebrillas retozantes, en un
ejercicio de autonomía y desprendimiento de su condición individual y
consciente, de la impronta cerebral que casi siempre gobernaba su trato con el
cuerpo y, por ende, con el mundo fuera de su cuerpo por el que este transitaba.
Dejar que los pies caminaran solos no era, por tanto, un temerario ejercicio de
irresponsabilidad, ni tampoco un alarde de libertad exacerbada: era únicamente
una forma de huir, un modo de escapar de su penosa condición de individuo
consciente. Si llegó a elevar a la categoría de mapa –mental, imaginario– el
recorrido que había dado en aquel último paseo, fue porque le pareció haber
encontrado en él un atisbo de extrañeza, un matiz que lo hacía distinto de
otros recorridos igualmente aleatorios. Había llegado a un lugar en el que
parecían concentrarse y anularse todos los demás recorridos. Era un punto de
fricción entre el espacio y el tiempo. En ese preciso lugar al que había
llegado –y lo curioso es que había pasado otras veces por allí, pero sin
detenerse a considerar la importancia que aquel punto adquirió entonces para él–
el espacio se arrugaba tanto que parecía estarse dejando comprimir por el tiempo. Se abrían
grietas allí por las que la materia se convertía en un caleidoscopio que
permitía asomarse a la multiplicación de los tiempos. Grietas físicas y grietas
temporales. Pasar por allí no le había costado ningún esfuerzo, y tampoco se
había detenido demasiado en aquel lugar: lo había rebasado tras titubear unos
segundos, pero parecía que esos segundos hubieran bastado para ampliar de forma
incalculable no sólo el tiempo que había permanecido allí sino las dimensiones
mismas del lugar. Lo extraño es que se trataba de un bordillo. De un simple
bordillo de acera hecho de asfalto y de cemento. Uno de esos límites que separan
la calzada de la acera y que basta levantar un pie para franquear. Es verdad
que había algo especial en aquel bordillo, y quizá eso tenía que ver con lo que
le pareció sentir allí en relación con él: se trataba de una esquina. Era el
bordillo de una acera en el cruce entre dos calles. La forma redondeada de ese
bordillo intersectal, y el hecho de que las raíces de un árbol cercano hubieran
formado bultos y oquedades en el cemento, daba a aquel lugar una especie de
obstinación, una cierta soledad, casi un desamparo que permitían identificarse
con él, verlo como el resto de una ciudad que ya no existía y a la vez como el
último indicador de la decadencia de todo. Ese pequeño límite, ese lugar en el
que nadie se fijaba pero que tantos pies debían de pisar cada día para pasar de
una acera a la otra, de la calle a la acera y viceversa, parecía estar
esperando una discreta redención. Lo que había más allá de ese bordillo era la
absoluta dispersión, la desorientación, el sinsentido de una ciudad mal
construida, de una vida difícilmente gestionada, la decadencia final, la
disolución, el caos. Detenerse allí, por lo tanto, aunque no fuera más que unos
segundos, y sentir alrededor los árboles como dadores de una vida más plena,
las terrazas como centros de intercambio de ideas, el puerto como entrada y
salida de viajeros, las escaleras de un edificio como el acceso a un mundo de
intimidades y secretos, no era una acción del todo banal y no lo era, sobre
todo, porque él no había decidido detenerse allí esos segundos. Dejaba que sus
pies corretearan por la ciudad para huir de sí mismos y se encontraba con que
sus pies habían querido detenerse un instante para huir de la huida. En las
grietas por las que supuraba la resina que los árboles habían infiltrado desde
hacía muchos años en el asfalto él veía una señal de que el tiempo se seguía
contorsionando, aunque el contorsionista cada vez ostentara menos gracia y
menos flexibilidad. La ciudad seguía siendo un lugar en el que perderse, aunque
parecía que ya únicamente los bordillos, los bordillos que hacían esquina,
sombreados por algunos árboles, constituyeran los lugares donde guarecerse de
uno mismo. Así, en aquel último paseo –no se llegó a saber si era el último de
ese día o el último en sentido definitivo– supo que el mapa que había trazado
le serviría para futuros paseos hipotéticos, incluso serviría para futuros
paseos que otros, quizá menos huidizos que él, darían hipotéticamente por una
ciudad que iba desapareciendo. Supo que atenerse a ese mapa era la única manera
de perderse definitivamente. Y que hacerlo era su única oportunidad de escapar.
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