martes, 3 de septiembre de 2019

EL BORDILLO


En el último paseo que dio –el último hasta ese día o el último en sentido definitivo: eso está por saberse– trazó un imprevisible mapa que sólo le serviría, si acaso, para un siguiente paseo, si llegaba a producirse. Ese mapa representaba sus vaivenes por unas calles que nunca se habían combinado en sus paseos de aquella exacta e inintercambiable manera. Las calles habían sufrido muchas combinaciones, cientos, miles de combinaciones, azarosas o no, en los paseos que había dado hasta entonces. Habitualmente dejaba que sus pies caminaran solos, como culebrillas retozantes, en un ejercicio de autonomía y desprendimiento de su condición individual y consciente, de la impronta cerebral que casi siempre gobernaba su trato con el cuerpo y, por ende, con el mundo fuera de su cuerpo por el que este transitaba. Dejar que los pies caminaran solos no era, por tanto, un temerario ejercicio de irresponsabilidad, ni tampoco un alarde de libertad exacerbada: era únicamente una forma de huir, un modo de escapar de su penosa condición de individuo consciente. Si llegó a elevar a la categoría de mapa –mental, imaginario– el recorrido que había dado en aquel último paseo, fue porque le pareció haber encontrado en él un atisbo de extrañeza, un matiz que lo hacía distinto de otros recorridos igualmente aleatorios. Había llegado a un lugar en el que parecían concentrarse y anularse todos los demás recorridos. Era un punto de fricción entre el espacio y el tiempo. En ese preciso lugar al que había llegado –y lo curioso es que había pasado otras veces por allí, pero sin detenerse a considerar la importancia que aquel punto adquirió entonces para él– el espacio se arrugaba tanto que parecía estarse dejando comprimir por el tiempo. Se abrían grietas allí por las que la materia se convertía en un caleidoscopio que permitía asomarse a la multiplicación de los tiempos. Grietas físicas y grietas temporales. Pasar por allí no le había costado ningún esfuerzo, y tampoco se había detenido demasiado en aquel lugar: lo había rebasado tras titubear unos segundos, pero parecía que esos segundos hubieran bastado para ampliar de forma incalculable no sólo el tiempo que había permanecido allí sino las dimensiones mismas del lugar. Lo extraño es que se trataba de un bordillo. De un simple bordillo de acera hecho de asfalto y de cemento. Uno de esos límites que separan la calzada de la acera y que basta levantar un pie para franquear. Es verdad que había algo especial en aquel bordillo, y quizá eso tenía que ver con lo que le pareció sentir allí en relación con él: se trataba de una esquina. Era el bordillo de una acera en el cruce entre dos calles. La forma redondeada de ese bordillo intersectal, y el hecho de que las raíces de un árbol cercano hubieran formado bultos y oquedades en el cemento, daba a aquel lugar una especie de obstinación, una cierta soledad, casi un desamparo que permitían identificarse con él, verlo como el resto de una ciudad que ya no existía y a la vez como el último indicador de la decadencia de todo. Ese pequeño límite, ese lugar en el que nadie se fijaba pero que tantos pies debían de pisar cada día para pasar de una acera a la otra, de la calle a la acera y viceversa, parecía estar esperando una discreta redención. Lo que había más allá de ese bordillo era la absoluta dispersión, la desorientación, el sinsentido de una ciudad mal construida, de una vida difícilmente gestionada, la decadencia final, la disolución, el caos. Detenerse allí, por lo tanto, aunque no fuera más que unos segundos, y sentir alrededor los árboles como dadores de una vida más plena, las terrazas como centros de intercambio de ideas, el puerto como entrada y salida de viajeros, las escaleras de un edificio como el acceso a un mundo de intimidades y secretos, no era una acción del todo banal y no lo era, sobre todo, porque él no había decidido detenerse allí esos segundos. Dejaba que sus pies corretearan por la ciudad para huir de sí mismos y se encontraba con que sus pies habían querido detenerse un instante para huir de la huida. En las grietas por las que supuraba la resina que los árboles habían infiltrado desde hacía muchos años en el asfalto él veía una señal de que el tiempo se seguía contorsionando, aunque el contorsionista cada vez ostentara menos gracia y menos flexibilidad. La ciudad seguía siendo un lugar en el que perderse, aunque parecía que ya únicamente los bordillos, los bordillos que hacían esquina, sombreados por algunos árboles, constituyeran los lugares donde guarecerse de uno mismo. Así, en aquel último paseo –no se llegó a saber si era el último de ese día o el último en sentido definitivo– supo que el mapa que había trazado le serviría para futuros paseos hipotéticos, incluso serviría para futuros paseos que otros, quizá menos huidizos que él, darían hipotéticamente por una ciudad que iba desapareciendo. Supo que atenerse a ese mapa era la única manera de perderse definitivamente. Y que hacerlo era su única oportunidad de escapar.  

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