jueves, 27 de diciembre de 2018
domingo, 23 de diciembre de 2018
DESCENSO AL VACÍO DE LOS TRONCOS
Por un resquicio se asoma,
por el otro se pierde. Transforma la verdad en ceniza y la ceniza en verdad. Desordena
los órdenes y solivianta las seguridades. Se conduce por el filo de un abismo
entre la decadencia y la cadencia. Rescata, inimaginables, los trazos por los
que circula, las huellas que deja al pasar. Carcelero y preso a la vez,
carcelero de sí mismo, preso de su propia sinrazón, raspa con la impaciencia de
un hambre de espacios los muros que levantó y, a través de orificios
incalculables, se balancea entre la invisibilidad del cuerpo y la ominosa
materialización del espíritu. Florece en un abismo. Desencadena estancias,
reúne pedazos de un discurso intangible, estudia con detenimiento los cauces
por los que nunca discurrirá. Ha levantado una piedra que pesa y, en el asombro
del peso y de la piedra, se ha detenido a escuchar lo que no pesa, la piedra de
la memoria, la impiedad de la piel. Encuentra en los resquicios el único lugar
estable, y destila en cada impune reducto la atesorada minucia de una materia
tierna, especiada, lavada mil veces entre las telas del corazón. Descorre las
cortinas para una carrera entre el espacio y el tiempo, entre la tortuga y
Aquiles, entre la almendra y el ojo. Vencen siempre, se vencen, las cortinas,
que, corridas, descorridas, corridas, descorridas, balanceadas por el paso de los
sudorosos contendientes, guardan un aliento que las hace ecuánimes,
protectoras, salvíficas.
Ha construido un telar de
revelaciones, mesas para la meditación, la viva efigie de la desmesura que se
contenta con parecerse a la nada. Declara las bodas del oro y el basalto, que
suman sus brillos como los cuerpos negros y dorados de los pobladores de una
selva permutan sus extasiados miembros en devoraciones incesantes. Da a
entender lo indescifrable, lo que queda agarrado a un ápice del sentido, a
punto de desvanecerse en la decoloración. Posibilita los asombros que nadie
espera porque ya nadie espera nada y regala los resquicios que nadie regala
porque nadie ha regalado nunca nada: dueño y señor de los asombros y de los
resquicios, dadivoso y desprendido vasallo de sí mismo. Navega a través de las
cortezas que flotan. Sume sueños enmarañados en la maraña del fieltro. Retuerce
los nudos y los alfileres, distorsiona los sentidos de la desnudez y de la
unción.
No se sitúa enfrente del
dolor, sino en el interior del dolor: ha metido las manos en la masa sufriente
y ha amasado con toda la fortaleza de la que ha sido capaz las estatuillas del
duelo, que no ve nadie a menos que se funda con esa misma masa sufriente que
hierve, tampoco esto se ve, como la lava recién brotada de un volcán. No se
sitúa enfrente del dolor: salta sobre él después de haberse hundido en él. Se
abraza a las cortezas para respirar el vacío de los troncos, el interior
desnudo de la vida, y cada corteza que atrapa, cada corteza que lo atrapa, se
desmaterializa y se desorganiza: aparece a su través un mundo nuevo que no es
el del origen ni el del fin de los tiempos, sino el mundo del instante, el
mundo del resquicio, el de la rugosidad del tiempo. Hace que la ceniza cante
porque la voz ha perdido carne. Renueva en la ceniza la carne que ha perdido su
voz. Vence en la voz la ceniza que revela el yugo vacío de la carne. Amedrenta
con sólo sugerir. Atesora con nada más que malograr. Aturde con tan sólo
mostrar. Revela el corazón que palpita cada miles de años y que por ello parece
muerto, cuando es su salmo, el salmo del corazón que palpita cada miles de años
lo que realmente merece la pena detenerse a escuchar. Dora con oro de vida lo
dormido, lo muerto, lo que no existió nunca, lo solo, lo desaparecido, lo que
estuvo y se fue. Se desembaraza de las sombras dibujándolas en su propio cuerpo
y se desembaraza del cuerpo clavándolo en la diana del desamparo y de la
sombra.
Habla sin hablar, nace sin
acabar de nacer, muere para no morir, vive sin vivir en sí, respira para dejar
de respirar y rumia sin dejar nunca de rumiar, pues lo que rumia es su propio
rumiar.
Cuánto, qué difícil, desde
dónde, con quiénes, dando lugar a qué, cómo, hasta cuándo.
La herida viva, la paz
buscada, la ceniza compartida, el amor desfigurado, el sueño abierto, la verdad
rasgada, la pared insomne, el peso muerto, la piedra levantada, la sábana
interpuesta, la desazón temida, el canto cancelado, el ojo expuesto, la verdad
herida, la busca apaciguada, la vida amada, la figura partida, la abertura
soñada, el insomnio emparedado, la muerte en peso, la piedra levantada, el
miedo cancelado entre las sábanas.
O no, o como si entráramos en
la devastación más luminosa. En las entrañas de lo irrecuperable. Hay una
acidez en el interior de la gracia. Más acá o más allá, alguien ha carcomido
con sus uñas prehistóricas los perfiles de la luz. Inoculada, la gota de oro
arde en las entrañas de la vida. Allí se transforma en un río de oro por el que
navegan las barcas que atraviesan el orco. Al final del viaje no renacen los
cuerpos, no se reconstituyen las memorias ni se revitalizan los sentidos. No.
El extremo de los suspiros que lanzan al abismo las almas capturadas es un
canto inaudible que sólo se escucha cuando se ha alcanzado el territorio de la
indefinición: reducidos a la materia más viscosa o más etérea, por alguno de
los poros que transpiran aún nuestro sudor calcificado, ceniciento, se escapa
el hilo de una canción perdida. Quien la escucha puede decir que está más allá
de la vida o la muerte.
* Jesús Hernández Verano, Rumia, SAC (Sala de arte contemporáneo),
Casa de la Cultura de Santa Cruz de Tenerife. Del 16 de noviembre de 2018 al 4
de enero de 2019. Todas las fotografías son de Sergio Acosta.
sábado, 15 de diciembre de 2018
LECUONA
La simple mención del
apellido Lecuona me hizo recordar esta tarde un lugar muy preciso: abrió un
abismo en el tiempo, hizo que los biombos se fueran apartando unos detrás de
otros, los biombos de las estancias secretas que todo lo guardan y todo lo
oscurecen, los biombos pesados como mármoles que cada vez es más difícil desplazar. Que el dueño de la licorería mencionara, hablando por teléfono, el
apellido Lecuona, cuando yo estaba a punto de pagar mi Glenfiddich semanal, me hizo retroceder cuarenta años, me devolvió a mi tierna y
lacerada infancia, a un apartamento junto a la piscina, lleno de niñas
malcriadas y ancianas caprichosas a quienes, cada vez que llegábamos de la
playa, nos encontrábamos ocupando ya las mejores hamacas bajo los parasoles.
El apellido Lecuona era entonces, para nosotros, sinónimo de prepotencia,
estupidez y cursilería. Es muy probable que lo siga siendo. Aquellas niñas, junto
a sus abuelas (de sus madres nunca se supo, y mucho menos de sus padres),
jugaban con nosotros de mala gana, y cuando lo hacían pretendían adoptar el
papel de domadoras de circo o de reinas del carnaval. Sólo que nosotros no
teníamos nada de focas domesticables ni de alcaldes de provincia y no nos dejábamos
embaucar fácilmente. Las provocábamos con nuestras cacofonías y les hacíamos la
vida imposible jugando a juegos que ideábamos in situ. Ellas, que presumían de conocer todas las palabras, se
quedaban pensativas estrujando sus adorables cabecitas para encontrar el
significado de aquellas que nosotros inventábamos: pichino, conrima, epaminondo, ritroto, apostalar.
Intentaban comprender las reglas de nuestros juegos inventados y cada vez que
pretendían haber ganado les decíamos que no, que eso que ellas creían victoria significaba
un empate; y cuando creían haber empatado nos sacábamos de la chistera una
nueva regla que obligaba a considerar ese empate como una rotunda derrota. Yo no
sé por qué el licorero hablaba de Lecuona, ni tampoco de cuál de los Lecuona hablaba –pues eran varias las ramas de
Lecuonas y no todas estaban emparentadas–, pero lo cierto es que en mi recuerdo visualicé a aquellas niñas de la piscina, con sus sonrisas ladeadas, sus labios
fruncidos, las piernas en alto y la más infatuada propensión al exhibicionismo, a aquellas niñas, las Lecuona, que un día llegarían a ser, lo sabíamos ya entonces, abogadas,
empresarias, arquitectas. Sus abuelas las miraban desde las hamacas a la sombra
imaginando con fervor las notarías, las inmobiliarias, las embajadas donde
trabajarían. Bastó que el dueño de la licorería mencionara el apellido Lecuona
para que hiciera su aparición, al final de los biombos, un recuerdo de cuarenta años
atrás, el de un apartamento junto a la piscina y sus habitantes de aquel verano
en el que las acrobacias pretendieron sustituir a las barajas; las ñoñerías, a
los calambures; y, ¡horror!, la natación olímpica, a los saltos de bomba. No sé con quién hablaría el dueño de la licorería; no sé por qué hablarían de Lecuona ni de qué Lecuona
estarían hablando, pero en mi memoria Lecuona es la piscina de un verano saturado de
niñas y de abuelas que pretendieron adueñarse del verano y la piscina (lo que nosotros,
de armas tomar, nunca les consentimos). Lecuona es una niña que no quiere jugar
con nosotros porque una vez la empujamos al agua mientras ensayaba un battement. Lecuona es una señora gruesa con
bikini estampado que nos riñe porque la salpicamos en una de nuestras tiradas-todos-juntos-al-agua. Lecuona es
un apartamento lleno de futuras farmacéuticas, de futuras estudiantes de ingeniería
que no nos invitan nunca a jugar al parchís o a la pelota. Pero aquel verano
pasó. Llegaron otros veranos con sus respectivos veraneantes. Los apartamentos
se llenaron de niños nuevos. Sufrimos persecución, muchas veces fuimos
zaheridos, pero también perseguimos y zaherimos, asaltamos y fuimos asaltados, y hubo cartas, bombas, peces, gatos, trompos, bochas, discos, ruedas, cromos,
bicis, risas, pasos, voces, besos, lapas, riscos, playas, coches, bolas,
canchas, días, noches, niños. De todo esto hubo y de todo esto dejó de haber.
Por eso, cuando ahora, al escuchar mencionar el apellido Lecuona, me he
retrotraído a aquel verano, no he podido dejar de recordar también todos los
veranos anteriores y posteriores, todos aquellos veranos en los que ninguno de nosotros hubiera cambiado una lagartija por una acrobacia,
una colchoneta por una competición, todos aquellos veranos en los que no había niñas ni abuelas Lecuona en la piscina.
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