domingo, 23 de diciembre de 2018

DESCENSO AL VACÍO DE LOS TRONCOS



Por un resquicio se asoma, por el otro se pierde. Transforma la verdad en ceniza y la ceniza en verdad. Desordena los órdenes y solivianta las seguridades. Se conduce por el filo de un abismo entre la decadencia y la cadencia. Rescata, inimaginables, los trazos por los que circula, las huellas que deja al pasar. Carcelero y preso a la vez, carcelero de sí mismo, preso de su propia sinrazón, raspa con la impaciencia de un hambre de espacios los muros que levantó y, a través de orificios incalculables, se balancea entre la invisibilidad del cuerpo y la ominosa materialización del espíritu. Florece en un abismo. Desencadena estancias, reúne pedazos de un discurso intangible, estudia con detenimiento los cauces por los que nunca discurrirá. Ha levantado una piedra que pesa y, en el asombro del peso y de la piedra, se ha detenido a escuchar lo que no pesa, la piedra de la memoria, la impiedad de la piel. Encuentra en los resquicios el único lugar estable, y destila en cada impune reducto la atesorada minucia de una materia tierna, especiada, lavada mil veces entre las telas del corazón. Descorre las cortinas para una carrera entre el espacio y el tiempo, entre la tortuga y Aquiles, entre la almendra y el ojo. Vencen siempre, se vencen, las cortinas, que, corridas, descorridas, corridas, descorridas, balanceadas por el paso de los sudorosos contendientes, guardan un aliento que las hace ecuánimes, protectoras, salvíficas. 


Ha construido un telar de revelaciones, mesas para la meditación, la viva efigie de la desmesura que se contenta con parecerse a la nada. Declara las bodas del oro y el basalto, que suman sus brillos como los cuerpos negros y dorados de los pobladores de una selva permutan sus extasiados miembros en devoraciones incesantes. Da a entender lo indescifrable, lo que queda agarrado a un ápice del sentido, a punto de desvanecerse en la decoloración. Posibilita los asombros que nadie espera porque ya nadie espera nada y regala los resquicios que nadie regala porque nadie ha regalado nunca nada: dueño y señor de los asombros y de los resquicios, dadivoso y desprendido vasallo de sí mismo. Navega a través de las cortezas que flotan. Sume sueños enmarañados en la maraña del fieltro. Retuerce los nudos y los alfileres, distorsiona los sentidos de la desnudez y de la unción. 


No se sitúa enfrente del dolor, sino en el interior del dolor: ha metido las manos en la masa sufriente y ha amasado con toda la fortaleza de la que ha sido capaz las estatuillas del duelo, que no ve nadie a menos que se funda con esa misma masa sufriente que hierve, tampoco esto se ve, como la lava recién brotada de un volcán. No se sitúa enfrente del dolor: salta sobre él después de haberse hundido en él. Se abraza a las cortezas para respirar el vacío de los troncos, el interior desnudo de la vida, y cada corteza que atrapa, cada corteza que lo atrapa, se desmaterializa y se desorganiza: aparece a su través un mundo nuevo que no es el del origen ni el del fin de los tiempos, sino el mundo del instante, el mundo del resquicio, el de la rugosidad del tiempo. Hace que la ceniza cante porque la voz ha perdido carne. Renueva en la ceniza la carne que ha perdido su voz. Vence en la voz la ceniza que revela el yugo vacío de la carne. Amedrenta con sólo sugerir. Atesora con nada más que malograr. Aturde con tan sólo mostrar. Revela el corazón que palpita cada miles de años y que por ello parece muerto, cuando es su salmo, el salmo del corazón que palpita cada miles de años lo que realmente merece la pena detenerse a escuchar. Dora con oro de vida lo dormido, lo muerto, lo que no existió nunca, lo solo, lo desaparecido, lo que estuvo y se fue. Se desembaraza de las sombras dibujándolas en su propio cuerpo y se desembaraza del cuerpo clavándolo en la diana del desamparo y de la sombra.


Habla sin hablar, nace sin acabar de nacer, muere para no morir, vive sin vivir en sí, respira para dejar de respirar y rumia sin dejar nunca de rumiar, pues lo que rumia es su propio rumiar.


Cuánto, qué difícil, desde dónde, con quiénes, dando lugar a qué, cómo, hasta cuándo.

La herida viva, la paz buscada, la ceniza compartida, el amor desfigurado, el sueño abierto, la verdad rasgada, la pared insomne, el peso muerto, la piedra levantada, la sábana interpuesta, la desazón temida, el canto cancelado, el ojo expuesto, la verdad herida, la busca apaciguada, la vida amada, la figura partida, la abertura soñada, el insomnio emparedado, la muerte en peso, la piedra levantada, el miedo cancelado entre las sábanas.

O no, o como si entráramos en la devastación más luminosa. En las entrañas de lo irrecuperable. Hay una acidez en el interior de la gracia. Más acá o más allá, alguien ha carcomido con sus uñas prehistóricas los perfiles de la luz. Inoculada, la gota de oro arde en las entrañas de la vida. Allí se transforma en un río de oro por el que navegan las barcas que atraviesan el orco. Al final del viaje no renacen los cuerpos, no se reconstituyen las memorias ni se revitalizan los sentidos. No. El extremo de los suspiros que lanzan al abismo las almas capturadas es un canto inaudible que sólo se escucha cuando se ha alcanzado el territorio de la indefinición: reducidos a la materia más viscosa o más etérea, por alguno de los poros que transpiran aún nuestro sudor calcificado, ceniciento, se escapa el hilo de una canción perdida. Quien la escucha puede decir que está más allá de la vida o la muerte.



* Jesús Hernández Verano, Rumia, SAC (Sala de arte contemporáneo), Casa de la Cultura de Santa Cruz de Tenerife. Del 16 de noviembre de 2018 al 4 de enero de 2019. Todas las fotografías son de Sergio Acosta.  

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