El escritor Toni Montesinos ha tenido la gentileza de
someterme a una prueba de fuego: la entrevista "capotiana". Se trata
de la entrevista con la que Truman Capote se entrevistó a sí mismo en 1972 y
con la que trazó un singular autorretrato. Compuesta de veintidós preguntas
pensadas como un espejo en el que uno nunca querría asomarse, sospecho que
quien las contesta, y tal vez esto sea lo más importante, no sabrá nunca si
salió airoso de la prueba. El resultado acaba de publicarse en el blog de
Montesinos. Mi recomendación es que se lo tomen ustedes lo más en serio que
puedan y lo más en broma que quieran.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
viernes, 22 de noviembre de 2013
VISITA A UNA EXPOSICIÓN DE MARTÍN CHIRINO
Una escultura de Martín Chirino —Lady Tenerife— va siempre conmigo como parte del paisaje de mi
infancia. Asomada, casi en el borde, al barranco que cruza por detrás de la plaza
del Colegio de Arquitectos, su rojo escandaloso, provocador, combinaba a la
perfección con el gris del hormigón de una plaza y de un edificio que estaban
construidos para demostrar que había entonces —no sé si aún la hay— alguna posibilidad de
transformar el territorio en una amalgama coherente de arquitectura y paisaje.
Aquella escultura era en sí misma, como la plaza, un lugar habitable, era un
reducto en el interior de un reducto, una cuna y un balancín, un espacio en el
que se hubiera podido incluso dormir gracias a sus curvas adaptables a
cualquier espalda humana, y si acaso no dormir sí al menos recostarse y charlar
mientras contemplábamos el cono de montaña terrosa que se destacaba en el fondo
como un extraño decorado para las noches de entonces. Estoy hablando de algunas
noches de la adolescencia, de la primera juventud, en las que llegarse hasta
aquella plaza, hasta Lady Tenerife,
era una corta escapada para quien, como yo, vivía en el barrio del Toscal y no
tenía más que bajar un pedazo de la rambla para encontrarse en un mundo que,
estando tan cerca, era ya otro, apuntaba en otra dirección, anunciaba otra manera
de mirar y de concebir el espacio que yo entonces apenas empezaba a vislumbrar.
La ciudad quedó atrás, me fui alejando, viví durante años en otro país, en otra
isla, me trasladé al continente, a la península, y algunas veces, cuando
volvía, me daba un garbeo por la plaza, casi siempre de noche, circundaba la
escultura, la tocaba, sentía el frío del metal, quizá cada vez menos atenuado
por un rojo que me seguía gustando, pero que no me proporcionaba ya la comunión
del principio sino algo parecido a lo que nos hace sentir un amigo de la
infancia, una presencia y una complicidad que no dejaban nunca de estar allí aunque me hubiera
alejado tanto. Volvía de aquellos paseos con la impresión de que había dejado
de ver algo, de que no conseguía llegar hasta el final, como si una parte de mi
vida se hubiera quedado en el camino, perdida, y yo quisiera convencerme de que
era allí, en aquel lugar que alguna vez había significado una verdad
incuestionable, donde debía recuperarla. Esto nunca ocurría. El tiempo, el
curso de la vida, me fue mostrando otras esculturas de Chirino, algunas incluso
mayores que Lady Tenerife, siempre de
metal, blancas o sin pintar, a veces situadas en lugares privilegiados junto al
mar, en otras ciudades de las islas, en otras plazas, curvas torturadas por una
especie de baile brusco en busca del principio, como si el propio escultor, en
cada una de sus obras, estuviera buscando una postura perdida, un aliento
sentido en contacto directo con la tierra viva, palpitante, y luego olvidado
para siempre. Vi también cabezas gigantescas, cráneos deformes, casi
elefantiásicos. Estuve también frente a un aeróvoro, un objeto dibujado en el
aire mitad pájaro mitad viento, grácil y desplegado, repentino, brillante, propiedad
de un amigo que lo tenía entonces en el salón de su casa. Era la primera
escultura de pequeño tamaño, íntima, recogida, que veía de Martín Chirino, y
debo decir que me gustó, quizá porque era un objeto que no se imponía, que
dejaba que cualquiera circulara a su alrededor, como esos pájaros que pasan muy
cerca de nosotros y no nos rozan de milagro. Supe que se trataba de una obra
antigua, quizá de los años sesenta o setenta —no lo recuerdo bien—, una especie
de ramalazo o aleteo captado por los ojos y construido fielmente por las manos.
Más adelante mi amigo la vendió, supongo que en respuesta a una oferta
favorable por parte de algún museo de arte contemporáneo. Estuve mucho tiempo
sin ver otras obras de Martín Chirino. Cuando regresaba a mi ciudad natal, apenas
pasaba ya por la plaza del Colegio de Arquitectos a saludar a Lady Tenerife para contarle al oído
aventurillas que ella, desgastado ya su maquillaje e inevitablemente decrépita
como dama venida a menos que era, habría escuchado ya con una displicencia que
solo podía hacerme daño. La miraba de reojo si pasaba por la rambla. Sé que
estuvo casi agonizante y que luego la remozaron, le dieron una buena capa de
colorete y pareció recobrar la lozanía que yo recordaba. Pero en el fondo no
había nada que hacer. Todo aquel tiempo no había hecho más que alejarme a
medida que ella, poco a poco, se oxidaba. Hoy, después de muchos años, un
viernes frío de noviembre, he ido a ver una pequeña exposición de Martín
Chirino en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Unas pocas piezas que formarán
parte del fondo de su futura fundación en Las Palmas de Gran Canaria. No hubo
ni una sola pieza que me conmoviera. Curvas en equilibrio decorativo, cabezas
africanas de bronce con espirales por boca, una espiral de plomo en un cuadro
sobre papel, otra espiral que se va hundiendo por el centro pero uno se
pregunta para qué, dos piezas simétricas que parecen engranajes o mandíbulas
dispuestas a morderlo a uno si pasa por el medio, una especie de instrumento de
tortura cuyo título viene a ser algo similar a “máquina sin utilidad alguna”, dos
figuras cónicas rellenas de piedrecillas —blancas y negras respectivamente— a
las que el escultor ha dado el tópico nombre de aquel insufrible poema decimonónico
de Nicolás Estévanez: Mi patria es una
roca. Piezas todas que no lograba dejar de imaginarme pensadas y
construidas para salones de casas o mansiones, acristaladas terrazas interiores
con vistas al mar o a la montaña, jardines de lujosas residencias cuyos
propietarios habían adquirido por precios exorbitantes piezas similares a
aquellas, piezas de las mismas series que no lograban conmoverme. ¿Era tal vez
que había quedado incapacitado para sentir algo ante obras como aquellas? ¿Me
faltaban la perspectiva, el conocimiento, la información para lograr contemplar
aquellas formas? Pero, aunque me preguntaba todo esto, no conseguía tampoco
encontrar la coherencia del conjunto, la necesidad de aquel batiburrillo de
obras sin duda maestras en cuanto a su ejecución, piezas impecables en su
forjado, en su acabado, incluso en su instalación en la sala. Y, sin embargo, sentía
que había un gran fracaso allí. El artista se había pasado media vida buscando
escapar de las contorsiones que lo obsesionaban. Forzaba una y otra vez la
materia metálica, el hierro, el bronce, para forjar formas que terminaban siempre
por aprisionarlo. En las piezas más nuevas, esas curvas gráciles tan
ornamentales, ante las que cualquiera se quedaría con la boca abierta
preguntándose cómo el hierro podía parecer tan leve, o en esos obtusos hornos
abiertos por arriba con una cruz que dejaba ver las piedrecillas blancas o
negras que contenían, el artista proclamaba su legado final. Y lo que ese
legado nos transmitía era una postura demasiado servil y complaciente ante la
poderosa materia, el reconocimiento de que quizá solo nos era dado jugar con
ella, retorcerla como un ilusionista, casi de modo histriónico, pues carecíamos
de la fuerza para llegar a domarla y recrearla. Yo recordaba las formas que
había visto en las rocas volcánicas, en los acantilados, en las grutas, en
algunos barrancos de las islas, y me decía que esta sala no contenía en
comparación más que sofisticados juguetes para ricos. Así de crudo y
seguramente de equivocado era lo que pensaba. Pido disculpas. Y me preguntaba
si acaso lo que alguna vez llegué a sentir junto a aquel barranco de Santa Cruz
de Tenerife, en la plaza, acurrucado en el interior de Lady Tenerife, en aquellos rojos labios o cejas o pestañas o rizos
que eran tan fríos al tacto pero tan entrañables junto al corazón, no tenía más
que ver conmigo, con mi novedad en el mundo, con la brisa de la bahía cercana,
con las tabaibas y las palomas que el barranco agitaba al atardecer, que con
aquella escultura. Y a esa pregunta no quería contestar y no quisiera que se
piense que con este texto lo hago.
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