(Entrevista realizada por José Andrés Dulce y publicada el 18 de agosto de 2013 en el periódico El Día)
domingo, 18 de agosto de 2013
lunes, 12 de agosto de 2013
PALABRAS QUE EL POETA ESCUCHA CUANDO ESTÁ SENTADO POR DEBAJO DEL SUEÑO
Palabras
que el poeta escucha
cuando
está sentado por debajo del sueño,
enharinada
su tez como recién salida de un baño de luz blanca:
no
visites las ruinas,
desenfunda
la espada con que cortarás la cabeza del dragón,
atiende
al milagro de una tela de araña tendida en el ojo de la brisa,
afánate
en la perplejidad,
lame
tus heridas,
desenvuelve
sin prisa los pequeños regalos imprevistos,
pulveriza
los límites que una vez te impusiste,
graba a
fuego unas pocas palabras en tu corazón,
construye
como entonces castillos en la arena que defenderás de la marea que crece,
destruye
como entonces los castillos que construiste como una señal dejada contra lo
inexorable,
alienta
la división,
comparece
en la pérdida,
refunde
el desamparo hasta que se convierta en la amalgama de esperanza y lamento
en que ya apenas creías,
arde,
alimenta
el ardor hasta en las horas más frías,
desnúdate solo para quien se desnude a su vez con la pura intención de fundirse
contigo,
no
ayunes si no es para alimentarte de inocencia,
nada
hasta la boya y rodéala al llegar para trazar el círculo de lo nadado en el interior
de tu alma,
escóndete
antes de que quien cuenta hasta diez se vuelva para buscarte, pero
escóndete en un
santiamén, sobre una rama o en un pliegue del aire,
imagina
tus vísceras expuestas, tus miembros amputados, tu sangre derramada como
nuevos modos de ser,
como reversos tuyos,
no
toques a la puerta de la casa frente al parque sino con la aldaba de entonces que
desapareció hace ya tiempo,
colúmpiate
sin parar,
pasa
con sigilo junto a las jaulas en que duermen los pájaros que están a punto de morir,
tatúate
en la yema del dedo corazón un corazón de ángel, un músculo de éter destinado
a latir hasta
el fin de los tiempos,
enciérrate
en un cuarto con miles de libélulas nocturnas para que, cuando salgas, todo
tu cuerpo brille,
tiemble y vuele a través de la noche,
pedalea,
revuélvete
en la sombra,
arranca
de cuajo la cadena que te ata a la celda que algunos llaman la no vida,
sal,
siéntate
por debajo del sueño,
escucha
otras palabras, no estas, siempre otras, otras palabras.
sábado, 3 de agosto de 2013
PALM-MAR
Unas pocas piedras agrupadas en forma de una especie de círculo. Yo venía de hipnotizar junto a la costa a unos pequeños peces que habían quedado atrapados en un charco al bajar la marea. Los pasos habían auscultado las montañas, unas montañas que eran como jorobas amontonadas en el malpaís, jorobas pardas cubiertas de cardones. No se oía nada. Ni brisa, ni pájaros, ni crujidos de lagartos entre las aulagas, ni el mar ni el resquemor de nada. Tierra blanca, arena roja, pequeñas piedras negras que siglos atrás habían ardido lanzadas por los cráteres. Caminos que se bifurcaban y desaparecían. Aviones que llegaban, majestuosos, desde el interior del océano. Junto a la casa abandonada se había construido el túmulo, una especie de círculo de piedras que recordaba a una persona muerta en aquel lugar. Los peces que habían quedado atrapados en un charco al bajar la marea se quedaban inmóviles cuando yo me acercaba, se escondían entre los guijarros y las algas como si mi sombra los hipnotizara. ¿Había vivido aquella mujer allí, en la casa abandonada, en los cuartuchos cuyas paredes rebosaban de pinturas y nombres? Malpaís de minúsculas piedras negras que nadie parecía haber tocado nunca. Extraños brotes de vida entre la grava que pisaba al pasar en dirección a la costa. La isla en el horizonte era una gran montaña que se había desprendido de algún sueño o de la propia mirada que la contemplaba. La noche envolvería los pasos hasta que no pudiera ver ya por dónde caminaba. Un nombre, unas palabras en inglés, una fecha de casi una década atrás recordaban en medio de una especie de círculo a la mujer que había muerto junto a la casa abandonada. Restos de fogatas y gaviotas posadas en el mar. Cicatrices de los pasos que hendían el camino al borde de unas montañas que apenas si lo eran. Qué paciencia indecible la de un pez atrapado en un charco hasta que la marea que sube vuelva para rescatarlo. La aridez junto al mar, como una contradicción, como un revés contra el cielo, como la única respuesta al comienzo de la noche. Hay quien se hubiera quitado la ropa y se hubiera lanzado al mar, en brazos de las tinieblas, para escapar de la vida. Es posible que decir todo esto sirva apenas para nada. La costra de tabaibas resecas que cubría las montañas entraba en los ojos como una canción escuchada desde siempre pero no comprendida nunca. Una especie de círculo, como si de dentro de él no pudiera escapar el recuerdo de quien allí había muerto, como una frase que resumiera la vida de alguien para siempre. Regresé por la costa hasta la urbanización en la que había aparcado el coche. El mar, el tierno, mimoso mar del sur, se diluía en la noche. No había hecho más que asustar a un par de peces cuya espera yo no comprendía aunque pensara que quizá debía aprender de ella. Me había detenido a leer las palabras inglesas que recordaban la muerte de una mujer a la que imaginaba joven y que no era para mí más que un nombre protegido por una especie de impenetrable círculo de piedras. La luz se contraía hasta quedar reducida a una franja rosada que se superponía a la isla dibujada o soñada en el horizonte. Cuántos secretos, malpaís. Parecía vacío tu vacío. Si pudiera aprender a atravesarte en silencio, sin llevarme conmigo nada de lo que guardas...
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