sábado, 3 de agosto de 2013

PALM-MAR

Unas pocas piedras agrupadas en forma de una especie de círculo. Yo venía de hipnotizar junto a la costa a unos pequeños peces que habían quedado atrapados en un charco al bajar la marea. Los pasos habían auscultado las montañas, unas montañas que eran como jorobas amontonadas en el malpaís, jorobas pardas cubiertas de cardones. No se oía nada. Ni brisa, ni pájaros, ni crujidos de lagartos entre las aulagas, ni el mar ni el resquemor de nada. Tierra blanca, arena roja, pequeñas piedras negras que siglos atrás habían ardido lanzadas por los cráteres. Caminos que se bifurcaban y desaparecían. Aviones que llegaban, majestuosos, desde el interior del océano. Junto a la casa abandonada se había construido el túmulo, una especie de círculo de piedras que recordaba a una persona muerta en aquel lugar. Los peces que habían quedado atrapados en un charco al bajar la marea se quedaban inmóviles cuando yo me acercaba, se escondían entre los guijarros y las algas como si mi sombra los hipnotizara. ¿Había vivido aquella mujer allí, en la casa abandonada, en los cuartuchos cuyas paredes rebosaban de pinturas y nombres? Malpaís de minúsculas piedras negras que nadie parecía haber tocado nunca. Extraños brotes de vida entre la grava que pisaba al pasar en dirección a la costa. La isla en el horizonte era una gran montaña que se había desprendido de algún sueño o de la propia mirada que la contemplaba. La noche envolvería los pasos hasta que no pudiera ver ya por dónde caminaba. Un nombre, unas palabras en inglés, una fecha de casi una década atrás recordaban en medio de una especie de círculo a la mujer que había muerto junto a la casa abandonada. Restos de fogatas y gaviotas posadas en el mar. Cicatrices de los pasos que hendían el camino al borde de unas montañas que apenas si lo eran. Qué paciencia indecible la de un pez atrapado en un charco hasta que la marea que sube vuelva para rescatarlo. La aridez junto al mar, como una contradicción, como un revés contra el cielo, como la única respuesta al comienzo de la noche. Hay quien se hubiera quitado la ropa y se hubiera lanzado al mar, en brazos de las tinieblas, para escapar de la vida. Es posible que decir todo esto sirva apenas para nada. La costra de tabaibas resecas que cubría las montañas entraba en los ojos como una canción escuchada desde siempre pero no comprendida nunca. Una especie de círculo, como si de dentro de él no pudiera escapar el recuerdo de quien allí había muerto, como una frase que resumiera la vida de alguien para siempre. Regresé por la costa hasta la urbanización en la que había aparcado el coche. El mar, el tierno, mimoso mar del sur, se diluía en la noche. No había hecho más que asustar a un par de peces cuya espera yo no comprendía aunque pensara que quizá debía aprender de ella. Me había detenido a leer las palabras inglesas que recordaban la muerte de una mujer a la que imaginaba joven y que no era para mí más que un nombre protegido por una especie de impenetrable círculo de piedras. La luz se contraía hasta quedar reducida a una franja rosada que se superponía a la isla dibujada o soñada en el horizonte. Cuántos secretos, malpaís. Parecía vacío tu vacío. Si pudiera aprender a atravesarte en silencio, sin llevarme conmigo nada de lo que guardas...

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