Un camino empinado me llevó hasta la inesperada visión de
unos bajíos. Pensé que al final habría más malezas, pero me encontré con unos
terraplenes en los que trabajaban un tractor, un camión y dos operarios. Los
huecos en el muro por los que se podía ver la costa (una vez recorrido el
camino empinado) eran como los ojos reconcomidos de una gran máscara ciega. El
mar se perpetuaba en los bajíos, ola va y ola viene, estremecimiento de las
piedras y estremecimiento de las piedras: tambor y celosía y estertores y
orgasmo. Los operarios estaban vestidos con unos monos de color naranja y
permanecían a una distancia prudente el uno del otro. El muro que recorría la
costa o, mejor, el borde superior de la costa (hasta el que llevaba el camino
empinado), estaba construido con las mismas piedras por las que el mar penetraba
o que el mar interpretaba en los bajíos. La hora era la del final del mediodía
y cualquier trabajo, por tanto, efectuado a aquella hora en los terraplenes contiguos
a la desolación de las malezas era un trabajo clandestino. Cuatro piedras de
aquellas recubiertas de musgo podían albergar muy bien un cuerpo que necesitaba
descansar tras recorrer aquel camino empinado y hallarse ante una visión
inesperada. Cuna de balancín en los bajíos o cuña para el bañista entrometido, cualquiera
de estas dos metáforas podría aplicarse a las cuatro piedras en las que el
cuerpo se encajaba para enfrentarse a la pleamar tras sus visiones. Quienes en épocas
de mayores necesidades levantaron los muros de estas fincas o invernaderos
hasta el mismo borde del mar sabían que el mar devora sin piedad y herrumbra
sin contemplaciones los desesperados ingenios de los hombres. Ni como signos de
nada permanecen ya estos muros semejantes a antiguas fortalezas con almenas y
todo. Y con esos ojos que las gaviotas han picoteado sin dejar más que unas
órbitas perplejas frente al mar. El tractor levanta tierra de los terraplenes
que deposita en el volquete del camión para que este la traslade a otros
terraplenes ─y así sucesivamente. Tierra y nubes de polvo y monos naranja y
operarios esquivos tras las malezas que un muro separa del mar de los bajíos.
Creí que el camino empinado llevaría más allá de los invernaderos, pero venía a
morir entre unas zarzas al borde del acantilado. Entre muros como estos se
suicidaban antes los maridos cornudos, las mujeres violadas, los adolescentes
humillados por sus compañeros de colegio, los maricones del pueblo, los
pastores trastornados. Dicen que usaban matarratas o herbicidas. A partir de
las zarzas el itinerario se volvía confuso y a estas alturas ya no sabía si era
en los bajíos donde me había bañado o en el volquete del camión, si el camino
llevaba hasta los ojos vacíos de una gaviota disecada o hasta el tractor que
levantaba unas malezas ardientes, si la cuna era el tractor o si el camión era
el camino. No había quien entendiera nada o quizá no había nada que entender.
viernes, 24 de agosto de 2012
sábado, 18 de agosto de 2012
RAFAEL ENTREVISTA A RAFAEL
El joven poeta venezolano Rafael Ayala Páez (Zaraza, Estado de Guárico, 1988) ha tenido a bien entrevistarme. Como algunos lectores malpensados sospecharán que se trata en realidad de una autoentrevista camuflada con seudónimo, diré que no es así, que Rafael Ayala Páez existe realmente y que en su página web está ya publicada la entrevista, con el añadido de una selección de poemas (la mayoría de los cuales refuta probablemente las disparatadas afirmaciones del entrevistado). He decidido colgarla aquí también por si algunos lectores de este blog quieren refocilarse sanamente. No todo van a ser parodias y profanaciones.
Rafael Ayala Páez: ¿Podría platicarnos un poco acerca de su
relación con la poesía?
Rafael-José Díaz: Sí, con mucho gusto. Se trata de una
relación visceral. Algunos poetas se jactan de escribir desde la más tierna
niñez (como si eso demostrara algo). En mi caso, intento olvidarme de cuándo
empecé a escribir y no me importa pensar que lo que escribo hoy pueda ser lo
último. La poesía a veces no es sino un lastre para vivir. Otras veces nos
endosa una careta de santones de la que tardamos años en desprendemos (si es
que lo logramos). A veces, muy raras veces, se escribe un poema como si se
diera un pasito para acceder a un mundo un poco distinto del nuestro. Entonces
hay que estar dispuesto a ver, a dejar de ver, a olvidar y, sobre todo, a no
arrodillarse ante ningún dios instantáneo.
R.A.P.: ¿Cuáles son sus influencias literarias?
¿Algún libro de poesía en particular ha tenido una decisiva importancia para
usted?
R.-J.D.: No reconozco ninguna influencia
literaria. Descreo de ese tipo de ansiedades. Fluencias, sí. Muchas fluencias,
flujos y reflujos literarios. Se puede pensar que mi primera afirmación
contiene una pizca de prepotencia. Que cada cual piense y sienta lo que en cada
momento le apetezca —siempre que no pretenda que los demás piensen y sientan lo
mismo. Cuando se escribe un poema —pero muy pocas veces se escribe un poema— se
está creando un mundo nuevo de la nada. Una vida dentro de la vida. Ahí no hay
influencias, dependencias o maestrías que valgan. Los maestros pretenden casi
siempre imprimir las marcas de sus fustas en los lomos de sus sufridos
discípulos. Estas relaciones sadomasoquistas en el seno de numerosas cortes
literarias me producen verdadera repugnancia. ¿Libros de poesía que haya leído
con agrado? Sobre todo aquellos que parten de la imposibilidad de decir y
terminan en la imposibilidad de decir. O aquellos que, sin pretender decir gran
cosa, dicen algo que en ese momento nos consuela, nos sana o nos enfurece.
R.A.P.: ¿Considera que el lenguaje, en particular
con respecto a su propia poesía, es un acto íntimo?
R.-J.D.: Bueno, desde luego no es tan íntimo como
otros actos… Y, por muy íntimo que sea, los poetas padecemos un exhibicionismo
contumaz, estamos permanentemente deseando mostrar nuestras intimidades. Un
lenguaje conservado en el desierto durante cuarenta días de soledad y de dolor
sí que sería un acto auténticamente íntimo. Desde luego, la poesía se vive en
una especie de clausura. Uno se emboza para alcanzar cierta separación de los
demás, una particular ausencia de miradas ajenas que nos permita fijarnos
exclusivamente en nosotros mismos. Entonces se saca lo que se pueda del
interior —casi siempre es muy poco lo que se saca— y lo que se obtiene es un
poema, es decir, un texto dotado del máximo grado posible de inutilidad.
R.A.P.: Usted ha traducido la obra de Arthur
Schopenhauer, Pierre Klossowski, Philippe Jaccottet, entre otros. ¿Puede
describirnos brevemente el oficio de un traductor literario?
R.-J.D.: El traductor literario es un señor que
siente cierta necesidad de leer textos literarios escritos en lenguas
extranjeras y que, en un momento determinado, se atrinchera como un valiente
entre diccionarios y gramáticas para ejercer uno de los pocos milagros que
existen en este mundo: el de trasladar o transformar o reescribir o transcrear
(dijo alguien) un libro escrito en esa lengua extranjera en la lengua propia
del traductor. Se trata de una actividad que en pocas ocasiones se lleva a cabo
con éxito rotundo. Es uno de los oficios más necesarios del mundo y, sin
embargo, es de los peor pagados y de los menos reconocidos.
R.A.P.: ¿Cree que el trabajo de los traductores a
veces se ignora? ¿Qué podemos hacer para
cambiar esto?
R.-J.D.: Creo que en la respuesta anterior
contesté ya en cierto modo a esta pregunta. Yo no sé qué se podría hacer para
mejorar las condiciones de vida de los traductores y la visión que se tiene de
su trabajo. Como en casi todo, imagino que habrá que resistir y que luchar
inventando permanentemente nuevas corazas y nuevas armas.
R.A.P.: ¿Cómo describiría la poesía contemporánea
española? En su opinión, ¿cuáles son sus limitaciones, sus profundidades con relación
a las generaciones anteriores?
R.-J.D.: A la poesía española contemporánea la
describiría como una señora con peineta vestida con un modelito de lo más
fashion que cuando saca a pasear a sus caniches les recita haikus, alejandrinos
o versos blancos para que mejoren en lo posible su forma de ladrar. A la
segunda parte de la pregunta no sabría responderle. Las limitaciones que pueda
padecer no le impedirán a esa señora, la poesía española contemporánea, seguir
haciendo de las suyas en todos los saraos. Y en cuando a profundidades, no creo
que disponga de ninguna, por lo que, pura superficie brillante como es, posee
la virtud de reflejar todo lo que se le ponga por delante.
R.A.P.: ¿Tiene usted algún consejo para los
jóvenes poetas?
R.-J.D.: Que se alejen de los poetas y de la
poesía tanto como puedan.
R.A.P.: ¿Actualmente en qué proyectos literarios
está trabajando?
R.-J.D.: En el ahora más inmediato, acabo de
terminar una entrevista que muy amablemente ha tenido a bien enviarme un joven
poeta venezolano y en la que casi nunca respondo a lo que me pregunta —quizá
porque es el único modo de responder realmente a algo. En otro orden de
cosas, tengo dos libros de poemas huérfanos de editor y que muy probablemente
enfermarán de falta de cariño paterno y terminarán sus tristes días en algún
orfanato. También van apareciendo textos diversos, sobre todo en prosa, en el
blog que desde hace dos años mantengo como un —discúlpeme la pedantería—
laboratorio de escritura. Publico ahí no solo textos con los que abofeteo ciertas
actitudes estéticas de lo más ridículas y pintorescas, sino también relatos,
apuntes, poemas en prosa o fragmentos que recomiendo a todos aquellos que
quieran comprobar el ruinoso laberinto en el que acaba convirtiéndose el jardín
en el que una vez se creyó vivir en amena armonía.
martes, 7 de agosto de 2012
LOS CHICOS DE LA GASOLINERA
Yo no sabía que en lo alto de la montaña había un
campamento de verano. Me lo dijeron los chicos de la gasolinera. “Hay dos
maneras de llegar”, continuaron. “Las ventajas y las dificultades de ambos tipos
de acceso son similares, pero las consecuencias son completamente distintas”. “Eso”,
proseguí, “¿significa que, escoja la vía que escoja, el esfuerzo y el placer
serán proporcionales, pero que, una vez que llegue a lo alto de la montaña, mi
situación será radicalmente distinta dependiendo del camino que haya elegido?”.
“Lo ha entendido usted bien, solo que no se trata de caminos”, respondieron los
chicos de la gasolinera. Miré hacia lo alto de la montaña y vi un conjunto de
luces muy próximas las unas a las otras. “Los caminos que podrían conducirle a
la montaña fueron borrados a medida que los excursionistas los iban desbrozando
para llegar al campamento”. “Y aun así”, inquirí, “existe un modo de llegar
a lo alto de la montaña”. “Ya le hemos dicho que no existe un solo modo, sino
dos”. “Es verdad, lo había olvidado. Por cierto, ¿aquellas luces que se ven
allá arriba son las del campamento?” “Sí, aquellas luces son las luces del
campamento. Se trata de fogatas que los campistas encienden después de cenar
con la intención de ahuyentar a los depredadores”. “Pensaba que los únicos
depredadores que había por aquí eran las corujas que atrapan entre horribles
quejidos ratas y ratones”. Me equivocaba, al parecer, según los chicos de la
gasolinera, pues “la montaña abunda en seres que se esconden en la oscuridad a
la espera de una oportunidad para lanzarse contra sus víctimas”. Con las
mangueras de los surtidores bien agarradas mientras servían gasolina a sendos
clientes, los chicos me miraron con ese gesto a medias socarrón y a medias
compasivo que les conocía de otras ocasiones. (Debo aclarar que si acudía a
aquella gasolinera con más frecuencia de lo habitual era porque se trataba de
la más cercana a mi domicilio; no desearía que ningún lector pensara en otras
motivaciones menos transparentes o lógicas.) “¿Y no parecen más bien luces
artificiales en vez de fogatas, no tienen como un aura de fluorescencia
aquellos resplandores?”, me lancé a preguntarles, sobre todo por el prurito de
llevarles la contraria. “Se equivoca”, me dijeron. “Además, esas fogatas están
íntimamente relacionadas con uno de los dos modos de alcanzar lo alto de la
montaña”. “Ah, ya comprendo, se trata de señales luminosas para el posible
aterrizaje de helicópteros”. “No sea usted vulgar ni fantasioso”, me dijeron,
cortantes. “No tergiverse ni un ápice nuestras palabras, pues ya le dijimos
antes con meridiana claridad que las fogatas sirven para ahuyentar a los depredadores”.
“Es verdad, lo había olvidado, me había armado un lío o quizá es que no acabo
de creerme nada”. “Más le valdría creerse a pies juntillas todo lo que le
decimos”. “¿Quiénes se encuentran en el campamento?” “Lo desconocemos”. “Bueno,
menos mal que no lo sabéis todo”. Me miraron con una mezcla de asco y de
insolencia. “Es que, como sabéis, la ignorancia es el único camino hacia el
conocimiento”. “¿Y no será más bien que el conocimiento se alimenta de sí
mismo?”, preguntaron, redichos, sin darme opción a réplica alguna. “Usted ha
venido hoy aquí preguntando por esas luces que se ven en lo alto de la montaña
y por la manera de llegar hasta allí; nosotros, armándonos de toda nuestra
paciencia y empleando todas nuestras reservas de amabilidad, le hemos
respondido lo que sabíamos. Y entonces usted, en agradecimiento, se permite
cuestionar nuestras informaciones y nuestros consejos, insinúa que podemos
estar equivocados y plantea sus propias hipótesis sobre lo que dejó claro que
desconocía por completo”. No supe qué responderles. La gasolinera llevaba unos
minutos sin recibir clientela. El viento arrastraba hojas, trozos de
servilleta, mariposas y desconsuelo. Los chicos estaban sentados en unas sillas
blancas de plástico tomándose unas cervezas. Hacía ya un rato que había
repostado y creía estar en condiciones de emprender la exploración de aquella
montaña. Me apasionaba llegar de noche a lo más alto de las montañas de la isla
y llevarme algún recuerdo que luego clasificaba en las gavetas de mi escritorio
con una etiquetita en la que figuraban el nombre de la montaña y la fecha de la
visita. No era, desde luego, una colección muy original, pero para mí era
única. Había objetos de lo más variopintos. Uno de los más extraños, creo, era
una especie de homúnculo de arcilla de unos diez centímetros de largo con
sendos alfileres clavados en la boca y en salva la parte. A veces, en momentos
especiales, yo lo extraía del cajón, lo manoseaba, retiraba alguno de los
alfileres y volvía a clavarlo en su lugar original. Sentí sed y compré una
cerveza en la máquina expendedora. Les pregunté a los chicos de la gasolinera
si querían otra, pero ambos, al unísono, contestaron que no. Sus miradas eran a
estas alturas hoscas, arrogantes, incluso un poco desconfiadas. No había mucho
más que hacer allí, así que me marché.
sábado, 4 de agosto de 2012
PUNTA DEL HIDALGO
No se puede escribir desde la conmiseración, pero quizá sí en función de
la misericordia. ¿Qué es la misericordia? Las palabras podrán significar lo que
signifiquen, pero nunca significan más que una especie de olor. El olor de la
misericordia es parecido al del salitre. Es una vaharada repugnante que acaba
impregnando no solo la ropa sino incluso la propia piel de los misericordes. La
piel, hace ya tiempo que la piel se olvidó de todos los potingues con que se
engalanaba para encandilar a otras pieles una vez que se le ajó su brillo
natural, pero aún es bastante sensible a la misericordia que algunas noches la
visita en forma de salitre. Estas paredes desconchadas, por ejemplo, o el solar
sin construir encajonado entre dos casas edificadas como prolongación de la
roca, o también las barandillas oxidadas desde las que se contempla sin
entusiasmo una recua de barcas varadas no lejos de la orilla. Todo esto no es
más que la cara visible o palpable de la misericordia. La cara de su olor, la
cara de su sudor tan agrio como esos pedos del mar filtrados a través de las
alcantarillas lindantes con la cofradía de pescadores y los otros bares. El
muellito, vaya. El muellito del cerveceo contumaz, de las ratas sanguinolentas que
bajan de madrugada a limpiarse las heridas con el agua del mar, el muellito de
las cuerdas de amarre podridas de tanto orín y de tanta grasa y alquitrán. Sigilosas, repentinas, aflautadas y ariscas,
las corrientes de los vientos alisios pasan entre los resquicios o las
escaleritas de vértigo en busca de un apareamiento con la calima africana,
apareamiento que, una vez que tiene lugar, engendra el más asqueroso de los
climas. Entonces la misericordia pasa a significar la pústula y el desafuero. A
lo que apunta todo esto es a una enfermedad rara cuyos síntomas más evidentes
vienen a coincidir con los de tres o cuatro trastornos neurológicos. El paseo
se convierte enseguida en un marasmo de farallones, colmillos gigantes a modo
de ensenadas, malpaíses correosos en los que unas figuras espectrales pescan al
atardecer y turbios recovecos que solo en alguna pesadilla de otra época
podrían haberse usado para darse baños de mar. A estas alturas avanzamos ya
inmersos en una pesadez que no difiere tanto de una especie de levedad, pero no
porque se haya sublimado o espiritualizado ninguno de los elementos
constituyentes de dicha pesadez, sino porque lo que pesa parece al mismo tiempo
levantarse a sí mismo. No es que la misericordia se haya convertido para
entonces en una suerte de halterofilia del alma, ni en ninguna otra filia
conocida, más bien al contrario: continúa identificándose con una supuración
involuntaria, con un hálito pegajoso que nos va rodeando hasta que casi parece acogotarnos.
Y a partir de entonces no nos suelta nunca, para que lo poco que consigamos
respirar se lo debamos a esa presión de menos que nos imprime en su lento estrangulamiento.
Ni las luces solitarias en dos o tres de las barquitas varadas, ni las risas
dispersas de algunos grupos de jóvenes fiesteros, ni las antorchas de los tranquilos
hoteles-balneario conseguirán raspar esa segunda piel nuestra, la lepra de la
misericordia. Es inútil intentar escapar de ella por mucho que se camine en
dirección al faro o en busca del pescado fresco de la cofradía. Cada paso es un
desmoronamiento y una restitución del cuerpo a la nada en la que ya no habrá
pasos (no he sabido decirlo con menos pedantería). Es completamente inútil
imaginarse e incluso sentir lo que quiera que sea, pues la única costra
verdadera es la de la misericordia purulenta, el olor a desagües, la pátina
rasposa que no sale nunca, el vertedero o el silencio de más allá del tiempo en
este lado del tiempo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
ENTRADA DESTACADA
ENTRADAS POPULARES
-
Tras el inmenso éxito del proyecto de canalización exterior de las aguas fecales, que había convertido a la ciudad en una suerte de Veneci...
-
(Luis Alemany. Foto: Diario de Avisos) Siempre, como una presencia tutelar, pero sin embargo esquiva, extraterritorial, apartada y e...