jueves, 12 de julio de 2012

CUADERNO DE RECIENVENIDO

Un lugar caracterizado por su población flotante y por la inconsistencia de sus identidades que, sin embargo, está plagado de recuerdos y constituye el soporte de gran parte de mi memoria de la infancia. Una paradoja que vuelve a este lugar más inquietante aún de lo que de por sí ya es. Una playa en la que uno se baña siempre en el mismo mar aunque el mar no parezca reconocerlo a uno nunca. 

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Lejanos gritos de gaviotas. Como algo que se recuerda de pronto. En un fondo que pareciera estar esperándonos, sin creer demasiado en ello, y que confiara en que habremos de llegar porque siempre hemos vuelto.

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Conviene luchar contra “las primeras impresiones”. No son más que una zancadilla que nos impide sentirnos de verdad recienvenidos. Creo que los recienvenidos no sienten nada especial, solo, si acaso, la extrañeza de encontrarse de nuevo en donde nunca pensaron volver a estar.

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No mirar para ver ni ver para mirar. (Tampoco, por supuesto, ver para creer ni creer para ver.) Simplemente, dejar que los ojos miren o vean aunque no miren ni vean nada concreto o especial. Irse hasta dejarse ir en un movimiento de perpetua fuga hacia donde no se crea ver nada y pueda mirarse todo una vez más.

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¿Qué hace que un texto sea relevante o irrelevante? ¿Qué lo sitúa en primera, en segunda o en tercera fila? Me lo estoy preguntando porque el otro día, hablando con un amigo, me dijo que algunos textos míos publicados en el blog le parecían irrelevantes y de tercera fila. (Creo que empleó esas exactas palabras.) Se refería a ciertos textos polémicos, circunstanciales, incómodos, pertenecientes a lo que he etiquetado en el blog como “parodias y profanaciones”. Ni le di la razón ni se la quité. Me quedé pensando en lo que me dijo, pues es un amigo al que quiero desde hace muchos años y sé que me habló con el corazón. Sin duda muchos de esos textos no tienen la más mínima importancia y son solo pataletas escritas desde la indignación, desde la irreverencia o desde la perplejidad. Con una pizca de mala uva casi todos, sin duda. Con el deseo de que algunas cosas se estremezcan un poco, no con el objetivo de que se derrumben sino con la ilusión de que sus distintas partes se recoloquen o se reinventen para que surja algo nuevo, algo auténtico, algo más. Algunos se toman estos textos a pecho, otros con más gracejo. Hablar de asuntos de tercera fila conlleva el riesgo de que se acaben escribiendo textos de tercera fila. Ninguno de los textos publicados en mi blog tiene la más mínima relevancia, pero si tuviera que salvar algunos salvaría uno o dos que han pretendido poner el dedo en llagas hasta ese momento sacrosantas aunque no por ello menos irrelevantes.

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Que la actividad de escribir solo sirva para dejarlo a uno más solo de lo que ya está no es sino un falso inconveniente que se revela ventaja en cuanto nos damos cuenta de que no hay otro modo de avanzar en la propia desaparición salvo verse y sentirse solo en esa especie de desierto que es el vacío de las palabras. 

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El hecho de que haya menos cucarachas rondando por los alrededores del apartamento no es un asunto baladí. Me permite subir a la azotea o bajar a la terraza por la noche sin que me obsesione encontrarme con un ejemplar de esos insectos perfectamente diseñados para horrorizar. Sin embargo, ellas están siempre ahí. Son indestructibles. Como especie, al parecer, poseen una capacidad de supervivencia mucho mayor que la nuestra. Es decir, que toda nuestra supuesta adaptación al medio, nuestra presunta inteligencia, nuestra aparente superioridad sobre el resto de los animales no nos va a servir de mucho cuando se trate de competir con las cucarachas en lo realmente decisivo: sobrevivir.

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Está uno siempre trajinando con cuadernos, bolígrafos, libretas, libros, lápices. Como quien no da puntada sin hilo, no se desplaza uno sin un cuaderno o un libro a dondequiera que vaya. ¿No será para ocultar alguna tara, para tapar un vacío, para cubrir una rotura? Objetos con los que se escribe negro sobre blanco o con los que se sustituye una página con otra o con los que el rostro se esconde detrás de unos papeles. Cachivaches sobrados de prestigio con los que fabricamos trajes relucientes que no dejen a la vista las naderías que cubren.

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No da más de sí el día. No se lo puede estirar para que desembuche lo que lleva dentro precisamente porque no lleva nada dentro. En un pretencioso alarde de funambulismo, podría atravesarse el recuerdo de este día para acabar ofreciéndole al expectante lector unas vísceras inútiles, un reverso pálido, unas imágenes mudas. Aceptemos que no da más de sí, que se ha terminado y basta. Durmamos como benditos y despertemos como adanes embobados. 

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El gran sol, el suntuoso, el que en unos segundos seca los cuerpos chorreantes, el creador de las sombras más profundas, el altivo, el incuestionable, el que hormiguea bajo la piel aturdida, el que abraza sin contemplaciones y muerde y hiere en la herida cavada un año tras otro, el siemprealto, el nuncaesquivo, el perforador de los presentimientos, el adalid de los veranos mágicos. Ya nunca vienes por aquí, gran sol. Te extraño algunos mediodías. Tu sustituto no está, me temo, ni mucho menos a tu altura.

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Encuentro un juego de tacitas de café minúsculas, con un asa estilizada y una decoración floral ya bastante marchita. En esas tacitas tomábamos café con mi abuela cuando pasaba con nosotros unos días de verano en el apartamento. Servido en una de ellas, el café sabía y sabe realmente bien. Se va tomando a sorbitos, mientras las hojas resecas del pompadú liberan sus secretos zarandeadas por el viento que cruza la sala aireada.

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Un cuaderno no debe parecerse a otro. Lo que escribí hace un par de veranos ya no importa. No se puede arrancar si no se olvida lo que se deja atrás. ¿Qué sentido tiene trazar un arco perfecto que lleve desde un punto cualquiera del pasado a un punto cualquiera del presente o del futuro? ¿Para qué perder un solo segundo de esta vida que es lo único que tenemos en sentarse a elaborar con las palabras monumentos perfectos e inútiles que siempre acabarán por reflejar nuestra profunda incoherencia e imperfección? Si uno está dispuesto a malgastar unos instantes de su vida, que sea para sorprenderse a sí mismo, para reírse solo, para patalear como un niño travieso o, si acaso puede esto lograrse, para crecer como persona.

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Mientras nadaba pensé que era la última vez que lo hacía. Pensé en la cantidad de gente que estaba sufriendo o muriendo mientras yo nadaba. Pensé en cómo se vería mi cuerpo desde el borde de la piscina si sufría un colapso mientras nadaba. Pensé en lo mal que nadaba y en que ello se debía a que nunca me había esforzado en nadar mejor. La piscina era el lugar en el que yo existía en ese momento, era una especie de refugio contra todos los demás lugares en los que no existía, contra la infinitud de posibilidades que, no se sabe por qué extrañas derivas del destino, mi cuerpo había descartado para estar entonces allí, exactamente en ese instante, nadando, en la piscina.

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Llegué a un lugar en el que las olas confluían desde dos direcciones distintas y poco después de juntarse volvían a bifurcarse para morir cada una por su lado en la orilla. Era una de las puntas de la isla. El viento soplaba como podría imaginárselo uno en los sures chilenos. Tanta era la fuerza de aquella parte de la costa que después de décadas de urbanización y acondicionamiento se resistía a perder su encanto salvaje. Como un paseante más, deambulaba adormecido por el vaivén del mar y no me detuve hasta que vi al fondo los acantilados de la montaña de Guaza.

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También llegué a un puerto. Estuve a punto de entrar a cenar en un restaurante de pescado fresco situado en un edificio estrambótico que recuerdo haber comentado siempre con mis padres cuando era pequeño. Lo dejé atrás, sin embargo, y me interné por las callejuelas que desembocan en la playa principal. El escaparate de una tienda de pesca me sorprendió con sus anzuelos, sus cañas y sus barcos en miniatura. Soñé o me estremecí durante una milésima de segundo. Qué alejado del mar —de mar adentro— he estado para haber nacido en una isla. Tres adolescentes de rostros felinos secreteaban apoyados en la barandilla del paseo. Podría continuar, pero qué sentido tiene el recuento de cada paso dado. Prosa oficinesca, prosa de procesión. Mis disculpas.

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Sería mucho mejor un recuento de los ruidos de la casa. El estallido que, no se sabe si procedente del reloj de pared, del cuadro de la luz o de algún otro objeto no identificado, suena de pronto a la una de la madrugada. Los crujidos del pompadú que el viento produce, sin que, como dije antes extralimitándome, las hojas liberen ningún secreto, pues, ¿qué secretos va a tener un árbol? Los gritos lejanos de las gaviotas que, aunque emitidos a mucha distancia del apartamento, es aquí donde se escuchan y donde, por lo tanto, existen. La voz de una mujer y la de un hombre que regresan a la una y media de la mañana existen también para mí porque las escucho mientras leo tumbado en el sofá; cristalina la de ella y cavernosa la de él, como un arroyo que resonara en el interior de una gruta. Y, ya que nos hemos puesto poéticos, se podría terminar con el silencio, que es el ruido que resume y absorbe los anteriormente mencionados y cualesquiera otros que alcancen a ser emitidos.

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En el taxi de regreso desde el pueblo de pescadores me senté en el asiento delantero. Es lo que se estila —lo recordé a última hora— en las islas cuando se monta uno solo. Costumbres de épocas pasadas menos dadas a la desconfianza. La cercanía con el taxista me obligó casi a darle conversación. Me imaginé que había tenido un abuelo medianero y otro cabrero. Continué trepando por su árbol genealógico mientras él me hablaba de las pérdidas que le habían generado las confusiones etílicas de clientes ingleses o alemanes que no recordaban bien en qué hotel se alojaban. Su cara me decía que había tenido un tatarabuelo morisco. Y ahora él era chófer de este taxi que, carrera va y carrera viene, recogía a mocosos pequeñoburgueses al borde de un coma etílico. Se despidió de mí con grandes parabienes a pesar de que no le dejé sino diez céntimos de propina.

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Hablemos de la frutería. A diferencia de los centros comerciales, la tradicional frutería, aunque se invista —ya iba a decir “se embista”— de un toque turístico con sus carteles en inglés y sus frutas exóticas, como esta que he visitado hoy, es un lugar en el que se convive. Nadie viene aquí a pasear ni a practicar ese malsano zapping de escaparates tan característico de los centros comerciales. A la frutería se va a rozarse con los demás, a asegurarse el primer lugar en la caja, a pasear frente a las manzanas, los albaricoques y los higos el nuevo bikini comprado en las rebajas. Hay quienes se plantan frente a un manojo de acelgas como si tuvieran delante un pelotón enemigo. La frutería constriñe, fija y no da ningún esplendor. Todos son allí bienvenidos y cualquiera puede llevarse unos melocotoncitos, unas uvas o un melón por un módico precio. La gente se roza, se huele, paga y sale.

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Hace más de un cuarto de siglo pasaban las vacaciones en estos apartamentos unos niños que decidieron un día bañarse en todas las piscinas de hotel que les fueran saliendo al paso. Les pidieron a sus padres que les prepararan unos bocadillos y, después de desayunar, iniciaron su periplo. Lograron colarse en unos siete u ocho hoteles. Atravesaban los vestíbulos fingiendo los andares y los gestos de los hijos de cualquier turista nórdico y, mirando con el rabillo del ojo a los recepcionistas, casi siempre ocupados, se dirigían hacia las piscinas. Algunas eran tan grandes y ofrecían tantas atracciones —cascadas, puentes, pasadizos, toboganes, surtidores— que los retenían más tiempo del previsto. Ese día volvieron a los apartamentos cuando ya estaba oscureciendo. Sus padres, lógicamente preocupados, les tenían preparadas las correspondientes recriminaciones y broncas. Esto, que recuerda a un relato en el que un acomodado donjuán americano atraviesa nadando, ante el asombro de los respectivos propietarios, varias piscinas de un complejo residencial, es más un recuerdo que un relato.

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Hago esfuerzos por mantener a raya muchas otras incitaciones al recuerdo que no conducen a nada. En un lugar como este —para que se entienda bien: el sitio en el que pasé ininterrumpidamente todos los veranos hasta aproximadamente mis veinte años— es preferible poner a prueba la capacidad de vivir el presente. No ayuda demasiado el hecho de que todo esté tan calmado porque no hay apenas nadie en la urbanización: si hubiera más movimiento, más ruido, más vaivén de visitas, me digo, los recuerdos encontrarían menos fisuras por las que colarse hasta mí. Así que debo estar vigilante y no dejarme llevar por las ensoñaciones, pues el silencio está cargado de peligros. Algunos de los apartamentos, vacíos ahora y mudos estandartes de la disolución de todo, me susurran historias cuyos detalles conozco al dedillo. Los árboles del parque, cuyas copas se agitan con un viento inconstante, parecen hacerme señas para repare en lo que ocurrió junto a ellos muchos años atrás. Incluso los gatos, que este verano no han aparecido, insisten con su ausencia en recordarme otros gatos, tantos, tantos gatos distintos de un verano tras otro. Así que no es al instante al que le pediría que se detuviera —pues, ¿cómo vivirlo si deja de transcurrir?—, sino a los recuerdos; o, más bien, a las alevosas incitaciones al recuerdo.

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Si no se deja vivir, para qué insiste la vida. La literatura es en cierto modo la deserción de la vida, pero sin un poco de vida la literatura nace muerta. Un texto nace muerto cuando no hay aire para que respire, cuando no ha sido alimentado con los nutrientes de la vida, cuando es un mero producto de la fertilización in rhetorica. Oigo fragmentos musicales que se acoplan en una única partitura distorsionada. Son la música de la vida, que transcurre lejos de quien la escucha y, sin embargo, lo transporta a sus diferentes estratos como en un vuelo mágico. Es una música que se oye raras veces pero que, una vez escuchada, nunca se olvida.

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En esta urbanización toda historia comienza con un clic. El clic de una persiana que se cierra en el dormitorio de la prostituta checa. El clic de la puerta del vallado exterior que alguien abre a altas horas de la madrugada para caer herido de arma blanca sobre el césped. El clic de la puerta de acceso a la piscina que nadie debería abrir pasadas las diez de la noche pero que, de pronto, se oye junto a las risas de dos amantes que se lanzan borrachos al agua. Alguna vez he pensado tirar del hilo de uno de estos clics. Pero, si lo hago, ¿no sonará entonces otro clic?



       

2 comentarios:

  1. ¡Qué bueno este texto, Rafa!
    Anibal

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  2. Gracias, amigo Aníbal. Me alegra que te haya gustado. Hasta pronto, un fuerte abrazo.

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