lunes, 16 de julio de 2012
CHIRCHE
Segunda intentona. Veamos. Apuremos. Concentración. “El origen del
caserío se remonta a la época de las roturaciones del siglo XVII”, señalaba implacable
un panel informativo. Barajemos los datos, las imágenes, los fragmentos
rescatados. En el siglo XVIII, en no recuerdo qué actas diocesanas o
constituciones sinodales, continuaba el panel, se contabilizaban unos 17
vecinos, es decir, 85 habitantes. No alcanzo a entender bien qué regla se ha
utilizado para calcular el número de habitantes a partir del número de vecinos.
¿Un vecino con su cabra sería un solo vecino, un habitante más una cabra o dos
habitantes? En fin, da igual. Esta gente debió de trastornarse, en su mayoría, al
cabo de unos años viviendo en un lugar doblemente y hasta triplemente aislado:
lejos del núcleo municipal de Guía de Isora, núcleo a su vez alejado de la
capital de la isla, isla a su vez alejadísima de su continente de referencia. Además,
estos vecinos o familias arracimadas padecían la condena de tener que tratarse
a todas horas, todos los días, día tras día sin descanso alguno. Veamos más
datos. La iglesia fue construida en la época franquista, si no recuerdo mal en
la siguiente fecha inscrita en la fachada: MCMXLVI. Una fecha que da repelús nada más descifrada. De una de las
casas surge un reguero de agua con espuma que llega hasta cerca de la plaza. A
continuación, de la misma casa, sale un joven afeminado con lo que parece una
leve acromegalia; miro de reojo al interior de la casa y no distingo nada, pues
de una oscuridad tenebrosa emerge una señora, a todas luces la madre del joven,
que cierra con lo que parece una de esas grandes llaves antiguas de hierro la
casona que acaban de limpiar. Tras esta escena que no voy a calificar, me quedo
contemplando un rato la plaza vacía, con el escenario de la verbena aún sin
desmantelar y las ramas secas de palmeras utilizadas en no sé qué tipo de algarada
religiosa. La bienvenida no se le da aquí a nadie, cada cual que se las arregle
como pueda y si te he visto no me acuerdo. Busco el sendero que conduce de
Chirche a Aripe, el otro caserío, situado unos kilómetros más abajo. Las
antiguas tarjeas han sido sustituidas por tuberías, decenas de tuberías de
metal unas junto a las otras sin pudor ni adecentamiento alguno. Una de las
tarjeas, sin embargo, que va bordeando la medianía con la elegancia de una
equilibrista satisfecha, lleva agua todavía. No mucha, ni demasiado fresca,
pero al menos se puede meter la mano y dejar que el agua fluya entre los dedos
mientras prosigue su camino. Y es que la mano está sucia, está manchada de una
sangre de mentira desde que encontré una tunera llena de cochinilla y estallé
el cuerpecito de uno de esos parásitos para ver el color del carmín bajo la luz
del sol del sur. Resultó ser casi como la sangre humana. Una sangre que permanece
escondida en los racimos blanquísimos de las cochinillas que absorben la savia
de las tuneras. Casi tan blanca era la paloma que se refugió en un entrante de
roca y se puso a observar al milano que planeaba como quien no quiere la cosa
hasta que enfiló hacia la roca en que se encontraba la paloma. Recuerda al
romance de doña Alda, pero no diré qué ocurrió; supongo que es indiferente para
lo que viene a continuación. A continuación hay un burro que, recluido en un
corral, come tranquilamente su pienso; a este que nadie le cuente milongas, que
lo dejen en paz. ¿Que lo que es pan para hoy es hambre para mañana? No lo dirán
por él, desde luego. Su caso es justo el contrario: lo que fue hambre ayer se
ha convertido hoy en pienso y pan. Y bien que se lo merece, pues lo que cargó por
todas esas lomas en su juventud nadie lo sabe sino él. No está dispuesto a que
le ocurra en su vejez lo que al viudo reciente del que hablan dos magos
sentados a uno y otro lado de la calle principal: “ese se vuelve ahora más
flaco que un cangallo”. Así se habla por aquí. A los lados del sendero hay
varias eras, esos recintos circulares casi siempre empedrados que hoy nos parecen
lugares casi mágicos. Aguzando el oído, quizá pueda escucharse todavía el ruido
de los cascos de las bestias, los jaleos, el viento que ayudaba a separar el
grano de la paja. Una imagen, un fragmento más. Una cazadora de talla infantil,
sucia y polvorienta, con capucha, cuelga de las ramas de una tabaiba reseca.
¿Descuido, infanticidio, casualidad, pedofilia o una señal para alguien? No
encuentro nada sospechoso en los alrededores, pero tampoco voy a convertirme en
uno de esos inspectores de la nueva novela negra canaria. El crimen de Chirche no es, creo, mal título para un próximo éxito
de ventas. Que alguien se anime y escriba la primera novela
policíaca-histórica-autóctona-rural de Canarias. Yo le ofrezco desinteresadamente, además
del título, la primera pista: esa cazadora de niño encontrada cerca de Chirche.
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