El eminente vascólogo argentino presiente la tormenta y sale al jardín de su casa en la colonia vestido con sus harapos habituales: un pantalón de chándal gastado, una camiseta sin mangas manchada de restos de comida y unas zapatillas de playa que no usó nunca en una playa. Los arbustos del jardín parecen haber crecido, en conjunto, un par de milímetros desde el día anterior, así que el vascólogo debe agacharse un poco más para llegar hasta la puerta.
En el instante mismo en que llega a la puerta, tras preguntarse si alguna de las gotas de lluvia que ha sentido caer sobre su calva contendrá un índice de contaminación superior al que las autoridades madrileñas reconocen, un coche abandona la colonia sin que la valla de acceso se haya abierto del todo. En el coche van, si su vista no le ha engañado, un hombre, una mujer y un perro.
El perro es el mismo que hace unos días se internó en el jardín del eminente vascólogo. Destrozó lo que tiempo atrás habían sido parterres con flores y ahora no era más que un revoltijo de plantas mal cuidadas que, sin embargo, el perro sinvergüenza no tenía derecho a destruir. El vascólogo decidió diseminar por el jardín unas pelotitas compuestas a partes iguales de un potente veneno y de una suculenta comida para perros. Hizo esto sin comunicárselo a nadie, pero, desde una de las ventanas de la casa, lo vio y presintió lo que hacía uno de sus inquilinos.
Los inquilinos son estudiantes a los que el vascólogo alquila una de las tres habitaciones libres de la casa. Las tres habitaciones se encuentran en la planta alta, están forradas de moqueta desde hace al menos veinte años y lo único que ha cambiado en ellas desde entonces son sus ocupantes. Las habitaciones conservan, por tanto, un olor entre rancio y nostálgico que un olfato refinado, como es acaso el del vascólogo, podría desmenuzar en los diferentes olores de los sucesivos estudiantes y de sus no menos sucesivos visitantes o amantes.
Los visitantes, y mucho menos los amantes, no están, en teoría, permitidos, pero el vascólogo consiente su presencia como un modo de adelgazar los muros de su soledad. El ir y venir que a partir de cada atardecer se instala en la destartalada casa funciona como una música de fondo que ameniza y hasta inspira las investigaciones fonológicas, sintácticas, semánticas que han sido para el vascólogo la actividad más importante de su vida. En las raras ocasiones en que las tres habitaciones han permanecido desocupadas el vascólogo sufre una contumaz apatía, deja de entender el sentido de los textos, no le encuentra interés ni siquiera a las más fascinantes aglutinaciones del eusquera. Después de un par de noches perdidas en ese triste silencio, en esa triste soledad, el vascólogo empieza a escuchar voces.
Las voces recuerdan o aglutinan las de varios de los más antiguos y a la vez longevos ocupantes de sus habitaciones: cuatro o cinco estudiantes que en aquella época estudiaban, algunos con provecho, carreras tan inocentes como la medicina, el derecho, la arquitectura. Con ellos vivió el vascólogo argentino sus años dorados. En aquella época conservaba aún su dentadura, una parte importante de su pelo, se cuidaba las uñas, practicaba un poco de gimnasia, comía siguiendo ciertas directrices que lo mantenían en forma. Era, en definitiva, una persona visible y hasta cierto punto distinguida. Los estudiantes lo invitaban alguna vez a las fiestas que montaban en sus cuartos. Y en un par de ocasiones, cuando el alcohol despejaba los más empecinados obstáculos, disfrutó de algún placer sexual que no por practicado ya en la definitiva obturación etílica dejó de resultarle grato y memorable.
Gratos y memorables eran también, sin duda, los cuatro o cinco estudiantes que, sin saberlo, involuntariamente, seguían acudiendo, por medio de sus voces, a la mente del vascólogo en las épocas en las que no había logrado ningún inquilino. Debe decirse que, dado que la colonia estaba muy cerca de la ciudad universitaria, eran muchas las visitas de estudiantes que buscaban una habitación para vivir durante el curso. Sin embargo, y a pesar de lo razonable del precio, la gran mayoría no encontraba seductores el desorden de los pasillos, el olor rancio y pegajoso de las habitaciones, los infinitos recortes de periódico distribuidos en las enormes mesas de madera del salón, la cocina en la que parecía haber caído un obús, los baños mohosos, el jardín descuidado e inquietante.
En el jardín, junto a la puerta de entrada, continuaba parado el eminente vascólogo sin decidir si quedarse a disfrutar de la lluvia refrescante de la tormenta de verano o si volver a sus oscuras prospecciones filológicas. Sabía que el perro iba a morir un día de estos, que sus dueños lo denunciarían, que la policía investigaría su jardín, que, por muy hondo que hubiera enterrado los cuerpos, algún brazo brotaría de pronto como una flor nauseabunda, que detrás de ese brazo vendría un cuerpo entero y detrás de ese cuerpo todos los demás, cada uno de los cuerpos deseados y amados —pero, ay, nunca poseídos— de los estudiantes desaparecidos en extrañas circunstancias. Sabía todo esto, pero no podía permitir que aquel perro sinvergüenza le destrozara el jardín.
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Muy divertida la frase “perro sinvergüenza”. Y ese vascólogo argentino un tremendo asesino en serie. El texto parece una película. Abrazo Rafael.
ResponderBorrarMil gracias, querida Yamily, por tus líneas y por tu afecto. El texto surgió de un encuentro casual con alguien que se parece mucho al personaje y en cuyo jardín quizás se encuentren algún día algunas sorpresas. Espero que estés bien, disfrutando del verano. Un abrazo.
ResponderBorrarbuena y sibilina parte subliminal
ResponderBorrarAmigo Jesús: gracias por tu comentario. Por desgracia, no acabo de saber a qué te refieres. Si pudieras explicarlo algo mejor, te lo agradecería. Un saludo.
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