jueves, 25 de agosto de 2011

CARRETERA DE LA LUZ

Ahora el nombre de aquella carretera, leído en el pie de unas fotografías, y como rescatado después de un naufragio de siglos, hace volver, chamánico, las perdidas esporas de las sílabas; las dispersa sobre esta mesa en que trabajo, muy lejos ya de aquella carretera y hasta de aquellos días —por mucho que se asomen a veces a mis sueños: siempre como con miedo, silenciosos, deformados, inútiles—, esta mesa en que trabajo o intento trabajar después de muchos meses entregado al silencio. El nombre de aquella carretera… si algunos de mis amigos lo escucharan se echarían a reír, me dirían que siempre estoy con lo mismo, desandarían, incrédulos, cualquiera de mis argumentos para intentar demostrarme que mis afanes simbólicos quedaron obsoletos hace ya mucho tiempo. Y, a pesar de todo, el nombre de aquella carretera era Carretera de la Luz. No fui yo quien se lo puse. A lo largo de unos cuatro kilómetros uno podía imaginarse que se había adentrado en una zona de luz especial, en una suerte de acelerador de partículas del que siempre se salía transformado, vibrante, iluminado por una experiencia que era vano intentar reconstruir más tarde. Las esporas transportan hasta aquí un puñado de imágenes. Pero no son sino restos, huellas no muy visibles de lo que entonces el cuerpo compartía en todo su esplendor: un abanico en constante movimiento de arcenes, casonas, sembrados, árboles, cernícalos, el aire de la tarde, el sol entre el este y el oeste, un coche, una mirada, la aventura, el deseo, los gestos, el silencio. Era posible saber dónde comenzaba aquella carretera y dónde terminaba, es más, aquella carretera era una especie de atajo que, extrañamente, casi nadie tomaba y que, por tanto, no soportaba apenas tráfico. Lo que era imposible conocer era qué ocurriría entre el principio y el fin, dónde iba a detenerme, por cuánto tiempo, en cuál de los escasos restaurantes, una noche, decidiría cenar —y resultó ser una antigua casa solariega restaurada en la que la madera crujía y unos aperos de labranza que ya nadie usaba colgaban de las paredes como signos de un tiempo acaso menos dócil o amable; y resultó ser un restaurante propicio a la consecución de intimidades distintas a las que genera una mente solitaria que cavila. Mis amigos dirán que siempre estoy con lo mismo: coches y carreteras, soledades y ayunos, chamanes y silencios. Pero no todo es exactamente así. Es verdad que en aquella ocasión almorcé solo y que eché de menos una conversación, los arrumacos de una sobremesa, un rostro frente a mí en el que enredar las volutas de humo, pensativas, de unos cigarrillos. Sin embargo, hubo otras ocasiones en aquella misma carretera, la Carretera de la Luz, en que la mencionada vivencia de la sobreiluminación tuvo lugar en compañía, o al menos en la esperanza de una compañía, que pasó inmediatamente a formar parte de la vivencia, de la carretera, de la luz y de mí mismo. No sé si me explico. Citas a ciegas. Espejismos frente a los portones de casonas no siempre abandonadas. Escenas de autostop. Algún paseo letárgico —tras dejar el coche escondido en el aparcamiento de una tasca— entre pedruscos hasta quedarme absorto en la contemplación de un labriego tumbado en un montículo, a la sombra, en merecido descanso tras su faena diaria. Así, nadie podrá decir que aquella carretera fue tan solo un recuerdo calcinado, una cinta transportadora de incontables horas perdidas de mi juventud, una de tantas grietas por la que huye el tiempo que se gasta tan rápido en un cuerpo prisionero de sí mismo. No: la Carretera de la Luz y sus delicias, que ahora, gracias a una improbable referencia al mirar unas fotografías, recupero, es un lugar de la isla en el que nada es lo que parece, en el que se entra y del que se sale siendo una persona distinta, en el que ocurren cosas que en ningún otro sitio ocurren y en el que se sabe dónde se está pero no para qué.

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