Para Bernardo Chevilly
I
Llamémosla siesta, a falta de otra palabra. Un ensayo de siesta, un intento de dormir a media tarde, un lunes después de un domingo en blanco (en blanco, sí, por tantos motivos). Antes de acostarme pienso qué texto podría surgir a partir de esa siesta deseada, y cuando estoy ya en la cama sigo pensando en lo que podría decir al despertarme. Pero luego no me duermo. O tal vez sí. Ahora mismo no estoy seguro. Me acuesto poco después de las cinco y pongo el despertador para las ocho. Hacia las siete oigo vibrar el teléfono móvil, que me indica que he recibido un mensaje, pero no sé si la vibración me despierta o si he estado todo el tiempo en una semiconciencia semejante pero no igual al sueño. El texto que escribo es este. Nada extraordinario, como ya se va viendo. Nada ha ocurrido en esas dos horas que pueda engendrar palabras bellas, ráfagas de imágenes o al menos un relato medianamente atractivo. Me tumbé boca abajo, como acostumbro, y sentía latir el corazón a un ritmo más acelerado que el normal. Secuelas de los desatinos del fin de semana, pensé. El cuerpo va guardando en silencio la huella de cada uno de los crímenes, por insignificantes que sean, que cometemos contra él. La manta me cubría hasta el cuello, y la cabeza rozaba a veces la pared. Sentí un poco de frío, pero no quise encender la calefacción. La única claridad era la de la puerta, a la que llegaba el apagado resplandor procedente del balcón. No hay ventanas en la habitación, que a veces imagino como una cámara secreta en la que el cuerpo va transformándose en contacto con otros cuerpos o con la ausencia de ellos. Recordé vagamente los sucesos del domingo: son tantos que nada podría decir sobre ellos, y tal vez sea mejor dejar que vayan cayendo poco a poco al olvido. Flotaban imágenes inconexas y a todas ellas, como por alguna cuerda invisible, estaba atada la imagen de mi cuerpo en su tránsito espectral por pasillos de un lugar a medio camino entre el paraíso y el infierno. Mi cuerpo cubierto solo por una toalla atada a la cintura, sobrexcitado, ansioso, como poseído por un deseo que no parecía querer saciarse nunca, lanzando flechas como miradas, dando pasos como sorbos, estirando manos que de pronto se encontraban con una piel suavísima que sentía casi fundirse con mi propia piel. Para qué continuar. Todos esos instantes se habían convertido ya en unas pocas imágenes desgarradas del todo que fueron, del tacto en que se generaron, de la vida real y plena en que no había otras imágenes que las que el cuerpo producía con la piel, con los labios, con los ojos, con los oídos o ventosas en la voz de los otros. La siesta, en cambio, era esta oscuridad no ventilada, el cuerpo hundido en mitad de la cama, la pared con que topaba la cabeza, y unas pocas imágenes desvaídas que chocaban unas contra otras. No sé en qué momento empecé a escuchar una música que venía del piso de al lado. Era un ritmo constante que retumbaba a lo lejos y contenía una melodía cantada, creo, por la voz de una mujer, un ritmo animado de música latinoamericana tras el que yo imaginaba a alguna pareja bailando, o a una mujer cocinando o simplemente a una familia reunida en un día cualquiera de sus vidas. Después de leer el mensaje que recibí, en torno a las siete, me puse a repasar los nombres de los contactos que tengo grabados en la agenda del móvil. Eran muchos, quizás, y para qué, pensé. Me detuve en algunos nombres cuyos portadores no recordaba. Habría que borrarlos, me dije, o tal vez, mejor, borrarme a mí mismo de un modo mejor que intentando sin éxito dormir hoy una siesta.
II
Esta vez sí que duermo. Es una siesta, digamos, que no se resiste. El cuerpo llega a ella al límite de sus fuerzas. Sin apenas dormir la noche anterior, después de una mañana de trabajo agotadora (di mis clases en un estado de sobrexcitación impuesto por la necesidad de sobreponerme al cansancio, sacando, como se dice, fuerzas de flaqueza), la siesta se me va imponiendo imperiosamente desde que termino de comer, y en el trayecto desde el instituto hasta mi casa (tren y metro, casi una hora) voy casi durmiéndome a trechos. Son las cuatro de la tarde cuando por fin puedo deslizarme entre las sábanas: me acogen como un refugio en el que cesarán los temblores, la energía impostada, la desconcentración, el vuelo errabundo de la mente, la fatiga, la fatiga gloriosa puesto que no haber apenas dormido se debe a que aproveché la noche en placeres compartidos con un cuerpo complaciente. Ahora, sin embargo, lo único que quiero es dormir. Al principio se anuncian los temores de siempre: no poder conciliar el sueño a pesar del cansancio, que el pensamiento vaya desplegándose de un lado para otro sin darme tregua, que los minutos vayan sumándose en una conciencia abrumada por su propia fortaleza. Pero luego, en algún momento, me duermo. Sin que haya habido interrupciones en el sueño, a las seis y media me despierta el despertador y durante quince minutos continúo en la cama sin ganas de levantarme. No recuerdo que era mi intención asistir esta tarde, a las siete y media, a la lectura de poemas de un amigo. Lo que el cuerpo me pide es seguir acostado, en esa somnolencia mullida que podría, en cualquier instante, deslizarse de nuevo en el sueño. A las siete menos cuarto caigo en la cuenta de que debo y quiero cumplir mi palabra con mi amigo, un poeta insular que apenas se prodiga en sus lecturas y cuyos libros son casi pactos furtivos con las palabras más delicadas. Y así, entre una noche de manos enlazadas, de largas caricias que comenzaban en la piel y acababan desembocando en el interior de otro cuerpo, y una lectura de poemas tímidos, silenciosos, como recién rescatados de una herida de años, se interpone esta siesta, esta breve cancelación de la conciencia que, sin embargo, parece permitirme ver mejor una cosa y la otra, lo que la precedió y lo que la sigue, la noche y las palabras, la agitación y el reposo, el cuerpo y su respiración, mi cuerpo que querría aprender a amar y mi cuerpo que querría aprender a escuchar.
Rafa, las siestas son terribles: una pésima costumbre española, pero es cierto que a veces son inevitables, como el cansancio. Y peor aún tratar de dormir sintiendo frío o recordando un cuerpo ya ausente. Abrazos muy afectuosos.
ResponderBorrarHay que ver, querido Iván, para algo placentero que inventamos... ¡Sí, es verdad, el submarino! Las siestas como submarinos bajo los mares del día... y el cerebro que bucea en busca de imágenes... Un abrazo afectuoso.
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