sábado, 1 de mayo de 2010

DESDE DÓNDE

Para Karina Beltrán

Desde la casa apenas se oye el mar. Se sabe que está allí, abajo, a algunos cientos de metros que en las largas tardes del verano los habitantes de la casa recorrían sin prisa y sin cansancio hasta llegar a una costa áspera, sinuosa, periódicamente traicionera. La tarde caía poco después como un cepo que se cierra sobre blandos cuerpos incautos: aplastados allí, entre charcos herrumbrosos y rocas afiladas, se sentían casi enloquecer, se separaban, echaban a andar por hondonadas ciegas, entre aulagas u hogueras reducidas a cenizas, intentaban callar sin darse cuenta de que era imposible dejar de hablar solos, contra el viento que engullía sus palabras y las vomitaba luego transformadas en gritos, en susurros, en aullidos, en jadeos. Una palmera solitaria al borde de un acantilado blandía sus ramas parecida a una araña gigantesca que estuviera a punto de abalanzarse sobre ellos. Vestidos negros, de un luto inmemorial, consustanciado ya casi con los cuerpos que los ostentaban, sembraban parameras, baldíos, malpaíses, y a pesar de los cielos balsámicos, de su luz protectora, del difuso horizonte, aquellas vestimentas desplegaban su energía negra por la costa, recordaban a los cuervos, a la noche implacable, al alquitrán con que las olas cubrían de muerte aquel lugar. “Cúbrete de luz y no de luto”, gritaban las gaviotas, blanco contrapunto contra tanta negrura, en su danza alocada por el aire. No gritaban de hambre, ni de amor, ni meramente por instinto: gritaban de rabia y de tristeza. “Cúbrete de luz y no de luto”, se escuchaban sus gritos, pero nadie entendía su sentido excepto aquella muchacha que corría entre las rocas junto al mar sin ninguna prevención, como retando a las olas a llevársela. Levantaba los brazos y extendía las puntas de los dedos, similares a antenas ansiosas de captar el rumor de lo imposible, esas sílabas que el aire esconde en cofres o burbujas, nubes o temblores, sílabas no audibles, destinadas tan sólo a ser captadas por dedos inocentes, extendidos lo más lejos posible de la tierra, casi exentos del cuerpo, al menos en deseo. “Muchacha que capturas nuestro llanto”, les escuchaba ella decir a las gaviotas, “cruza de un salto el horizonte”, y la muchacha miraba entonces aquel límite, la frontera entre su mirada y lo invisible, la ventana cerrada que bastaba con abrir para acceder a otro mundo, un mundo de colosos o lianas, de clepsidras o ninfas, de fantasmas o cálices; un mundo, en cualquier caso, liberado de ropajes oscuros que hablan solos sobre páramos atenazados por la noche. Todavía no sabía nadar, tal vez ni siquiera querían enseñarle, pues en cierto modo nadar es ser capaz de vencer el límite de la orilla y adentrarse, aun con el máximo riesgo, en un mar que de otro modo no es sino una humillación para quien lo contempla. Pero ya aprendería. Intuía que las distancias son engañosas desde la costa, y que aunque las gaviotas volaran mucho tiempo en dirección al horizonte acaso no podrían alcanzarlo nunca, cuánto más sus brazos desplazando unas aguas que a lo sumo acabarían por tragársela. Volvería a su casa, ya otro día se le ocurriría algo, algún modo de cruzar lo infranqueable, de caminar sobre las aguas sin hundirse hasta poder dar ese salto que se le pedía. Hoy, de nuevo, desandaría el camino rodeada de un cortejo de espectros que volvían a hablar unos con otros, mientras ella se cruzaba de brazos y aspiraba con los ojos las pocas flores del sendero, polvorientas, tristes, asustadas por el martilleo de los pasos que se iban clavando junto a ellas. La bronca voz del mar que jadeaba, sus resoplidos al abrazar a las rocas como un amante torpe pero apasionado, eran una amarga despedida en los oídos de la muchacha: había estado allí, una tarde más, al borde de un mundo deseado, y sus dedos se habían casi desprendido de las manos para tocar las nubes o el corazón del aire, e incluso había entendido, casi sin esfuerzo, lo que aquellos grandes pájaros blancos le decían. Pero ahora volvía, como siempre, rodeada por seres embozados que de vez en cuando le hablaban. Y qué lejos se oían sus palabras, ateridas por el fresco del anochecer, envueltas en el bramido del mar, distorsionadas y hasta borradas por esas otras voces superiores que le ordenaban: “cruza de un salto el horizonte”. Y la muchacha saltaba, pero por el camino; iba saltando, de hecho, sin necesidad, porque qué estúpido le parecía adelantar un pie y luego el otro con total regularidad, impidiéndole así al cuerpo sentirse a sí mismo elevarse y caer, reconocer su fuerza y su peso, su impulso y su impotencia. Que caminara bien, le instaban secos sus acompañantes, y ella retozaba y se balanceaba y brincaba y se acuclillaba y hasta gateaba a veces cuando no la observaban. Al llegar a la casa se encerraba en su cuarto. Intentaba olvidarse de las calles que había atravesado: un laberinto de casas como tumbas, algún quinqué encendido detrás de una ventana, remolinos de virutas y plásticos y cáscaras de fruta a la luz de unas farolas sórdidas, solares con ladrillos amontonados junto a casas a medio construir. Mejor estar tumbada así sobre su cama, con la cara apoyada en la almohada. No es fácil liberarse de unas imágenes que insisten un día tras otro. Se proyectan un instante en las paredes del cuarto, como en un calidoscopio torturante, aun en la oscuridad. Y, aunque cierre los oídos, las voces la persiguen, y parecen brotar de las imágenes o acaso generarlas. Su única salvación está en el tacto, en la blandura de la almohada que acaricia su cabeza antes de que una voz familiar llegue hasta su cuarto anunciando la cena. Intenta con la mente postergar ese momento, se imagina un cuerpo que no necesitara de alimentos, un cuerpo capaz de presentarse en apariencia a los demás mientras en realidad ha atravesado las paredes, se ha ido de la casa hasta donde el viento lo llame, es decir, un cuerpo capaz de desdoblarse. Imagina un cuerpo así para sí misma, un cuerpo parecido a los que a veces ha visto en el pasillo de su casa o al final de alguna calle solitaria, un cuerpo que se muestra y al mismo tiempo se esconde, visible para algunos e invisible para casi todos, inexpresivo, estático, fijado en algún instante inconmensurable que sólo ellos, si hablaran, podrían explicar, cuando sabemos que realmente están en otra parte gesticulando, comiendo, caminando, rezando, amando o durmiendo solos o junto a seres que únicamente ellos conocen. Y qué privilegio asistir a una de esas apariciones inesperadas que parecen mostrársenos tan sólo a nosotros. Deberíamos intentar escucharlos, piensa la muchacha, pues quizás tengan algo que decirnos. No, no son fantasmas, como los que mencionan sin mucha convicción las señoras del lugar, intentando con ellos asustar a los niños. No son muertos que vuelven a la vida, pues se debe estar tan bien, tan a salvo de todo bajo tierra, que es impensable que un muerto quisiera volver a esta vida plagada de peligros y obstáculos. Un cuerpo como el que la muchacha desea está plenamente vivo, pero nadie puede dotarse voluntariamente de él, surge de pronto, fruto de años de espera, de insomnios, de opresiones, de vacíos o pesadillas. Es una fosforescencia del alma, una emanación de nuestra luz interior, un brote milagroso y frágil que empieza a florecer cuando ya casi no somos, cuando hemos acabado despojándonos de todo lo superfluo. La muchacha, con frecuencia, prefería no verlos. Como nunca entraban en su cuarto, se quedaba muchas veces acostada como ahora, pues salir fuera y verlos era torturarse pensando en quiénes eran, qué hacían mientras tanto en el lugar al que pertenecían, en qué instante congelaron su rostro y por qué justamente en ese instante y no en otro, si estaban sufriendo o no, cómo hubiera podido ayudárseles, por qué era ella capaz de percibirlos. Intentar dar respuesta a todas estas respuestas mientras cruzaba el pasillo y llegaba a la cocina para cenar le producía un intenso desasosiego. Recostada así, con la cabeza ahora ladeada en dirección a la puerta de su cuarto, imagina un día, lejano en el futuro, en que podrá de algún modo liberarse de todo, de ella misma, de los cuerpos que a veces la visitan, de la casa, de la orilla, de los lutos estériles, del silencio, del llanto, del mar, del horizonte. No sabe aún que el único modo en que podrá alcanzar esta liberación es sacando de sí misma las imágenes, innumerables, que a todas horas la atenazan: proyectarlas fuera, exteriorizarlas, objetivarlas, como quien fotografía lo invisible, el alma temblorosa y huidiza.

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