lunes, 13 de enero de 2014
EL CHILAU (CHILL-OUT)
Estábamos, lector, en lo que se llama un chilau (chill-out). Una reunión de desconocidos que se juntan --o coinciden-- en casa de otro desconocido para apurar hasta la apoteosis --psicosomática, sexual, histérica-- la fiesta iniciada muchas horas antes. Te ahorraré los detalles más sórdidos. Si quieres --solo si quieres--, lector, puedes imaginar pegotes de sustancias no identificadas desparramados por las mesas, botes con lo que allí se llama chorri, que viene a ser una especie de ácido para el mantenimiento de baterías de coches que, usado por algunos desaprensivos, los convierte en simios desaforados capaces de magrearse hasta con la pata de una mesa. Y no solo eso: puedes imaginarte escenas aún más repulsivas, todo un surtido de muecas infrahumanas, desvergüenzas y babas propias de las más inmundas cloacas de la villa y corte, todo un repertorio de sordideces que quizá tu mente, púdica como la imagino --como la deseo--, prefiera, como yo, evitarte por tu propio bien. Imaginarás --pues, a pesar de tu pudicia, te adivino imaginativo-- que por allí también circulaban el tabaco, la marihuana, el hachís, los nevaditos de cocaína, el crac (crack) y hasta una nueva variedad de droga fumable que, según me contaron, se produce combinando un poco de plastilina, nitrito de isopropilo, salvia en polvo y unas gotas del líquido preseminal recién vertido por alguien que se haya mantenido virgen hasta los cincuenta años, y que se estila fumar en una pipa larga que va pasando de boca en boca. Personalmente, me abstuve de consumir este último producto, por lo que no pude comprobar por mí mismo sus efectos, pero sí que notaba que después de cada calada se producía en quienes lo consumían una reacción curiosa: se echaban al suelo y, mientras gateaban y se olisqueaban unos a otros, emitían unos sonidos mitad maullido mitad rebuzno que, mezclados con la efervescente música que ofrecía un improvisado diyey (deejay o dj), quizá el más sobrio del grupo con excepción de un servidor --dejemos las cosas claras--, componían una banda sonora impecable para aquel pandemónium. Puedes imaginar que el humo que soltaban todos aquellos cigarrillos y pipas rellenos de las más variopintas sustancias había convertido el salón en el que se desarrollaba el chilau (chill-out) en un espacio agobiante, en un lugar en el que costaba respirar, etc. Cuando a alguien se le ocurrió la idea de desplazarnos --como una caravana de lunáticos-- a un after de tarde, todos estuvieron de acuerdo, especialmente un chico israelí, bastante taciturno, que no fumaba nada y que se limitaba a beber a grandes sorbos chorri mezclado con cocacola. Dijo que le venía bien "coger aire" porque aquello --y presta ahora mucha atención, lector de mis amores-- empezaba a parecerse "a una cámara de gas". Alguien que posiblemente no entendió bien lo que dijo (el israelí hablaba un español más que modesto) le preguntó a que se refería. Entonces el israelí explicó que las cámaras de gas eran unos lugares en los que los alemanes habían "metido a muchas personas de mi país y las habían matado con gas tóxico". Le preguntó al otro si lo había escuchado alguna vez y el otro le respondió que sí. Luego siguieron charlando y recogiendo sus cosas --chaquetas, botes, tabaco, latas de cerveza-- porque ya todo el mundo quería marcharse. Así fue como terminó aquel chilau (chill-out). Quería, necesitaba contártelo, lector, tal y como lo viví.
sábado, 4 de enero de 2014
LA MONTAÑA DE FASNIA
No estuvo nadie esta tarde junto a la ermita de Nuestra
Señora de la Montaña. No pudo estar nadie en un lugar en el que no puede haber
nadie. ¿Qué sintió la montaña cuando la rajaban de abajo arriba para construir
la carretera en forma de espiral que comunica la autopista con el pueblo? Mucho
antes de que el volcán se apagara, de que las casas del primer caserío se
desparramaran por las lomas circundantes, mucho antes de que nadie subiera los
cuatrocientos metros de altura hasta la cumbre de la Montaña de Fasnia, ya
gemía aquí el viento, ardía y asolaba el sol, reverdecían las tabaibas con un
poco de lluvia, acunaba el mar otras islas a lo lejos en el horizonte. Nadie
puede entender lo que una montaña es capaz de sufrir. Creímos que podíamos
humillarla impunemente, trazar una carretera que la partiría primero por la
base, luego a media altura y por último casi en lo más alto. No sentimos
compasión alguna cuando empezamos a ver las consecuencias del expolio: las
vísceras expuestas, las raíces colgantes, los barranquillos interrumpidos en su
recorrido hasta el mar, rocas en arriesgado equilibrio, toda la piedra blanca
que la montaña guardaba puesta a secar al sol, las cicatrices, las costuras,
las marcas debidas a nuestra completa falta de respeto. Nadie puede subir ya a
la ermita de Nuestra Señora de la Montaña porque la montaña hace tiempo que fue
profanada. La ermita sigue estando en lo alto. Allí se celebraron antiguamente
bodas, peregrinaciones, promesas, bautizos, funerales, plegarias, romerías.
Nadie puede ya permanecer junto a la ermita de Nuestra Señora de la Montaña porque
la montaña sangra o, si no sangra ya, sangró y la sangre seca recubre hoy las
heridas. Hay, sin embargo, un coche aparcado junto a la ermita. Parece incluso
que alguien recorriera el terraplén que sirve como aparcamiento y avanzara,
como un aparecido, hasta el costado de la ermita. Pero todo eso es imposible:
no puede haber nadie donde ya no puede haber nadie, nadie puede ya subir hasta
la ermita que coronaba la montaña porque ya no hay montaña y quizá tampoco
ermita. Desde los vehículos que en cinco minutos suben al pueblo desde la
autopista los ojos de los ocupantes pueden apreciar el daño hecho a la montaña,
pero a ninguno de ellos se le ocurriría detener el vehículo, echar un poco de tierra
sobre la carretera, intentar, aunque sea imposible, cubrir las oquedades,
reparar los cortes, volver a componer las formas originales del terreno. Hay
alguna tierra caída sobre la carretera, pero es probablemente el viento que no
cesa quien la ha arrastrado hasta allí. Es el viento quien se apiada tal vez de
la montaña, quien escucha sus quejidos y sufre al oír cómo crujen en carne viva
sus entrañas. La rodea todo el tiempo, sopla sobre ella como para aplacar un
dolor que no conoce, cauteriza con derrumbes, con demoliciones misericordiosas,
las heridas abiertas. Nadie ruega ya a ningún dios junto a la ermita. Hace
tiempo que todos los dioses abandonaron este lugar. Apenas queda gente en los
alrededores. El pueblo no prospera. Los árboles se resecan, las tierras de
labranza no producen, las calles se han ido despoblando y todo yace semimuerto,
aplastado por la soledad. Tal vez sea cierto que ahora mismo hay alguien junto
a la ermita, y acaso esa persona, si de verdad lo es, haya llegado desde el
interior de la montaña, atravesando laberintos o heridas mucho más antiguas
hasta llegar a lo alto y poder, si no arrodillarse, puesto que ya no hay dioses
ante los que hacerlo, sí al menos decir en silencio unas palabras de
arrepentimiento y de perdón. Los habitantes del pueblo, los pocos que quedan,
no sabrán nada, solo notarán que junto a la ermita no está ya el misterioso
vehículo y que la carretera se irá, lentamente, barrida por el mismo viento de
siempre, vaciando de tierra. Seguirá sin haber nunca nadie junto a la ermita de
Nuestra Señora de la Montaña, pero un día, quizá, uno de ellos, uno de los
habitantes, le llevará por la noche una flor a la virgen, la dejará junto a la
imagen y volverá, sudoroso, a su casa en las lomas. Esa noche tendrá fiebre y
soñará que la montaña, desgajada de la tierra, se habrá marchado flotando sobre
el mar para no volver nunca.
martes, 31 de diciembre de 2013
PÉRDIDA, DISOLUCIÓN
José Carlos Cataño me envía el texto que escribió sobre mi relato Disolución (Léucade, Tenerife, 2012) y que estuvo colgado en su blog virtual hasta hace no mucho. Con su permiso, y porque me parece un texto emotivo y certero, lo publico ahora aquí. La combinación de la aventura del propio y travieso cuadernillo con la otra, casi igual de autodestructiva, que en él se cuenta, le permite a José Carlos Cataño trazar un recorrido personal por las páginas del que fue uno de los primeros textos narrativos que escribí ─allá por 2006, cuando vivía en Agüimes (Gran Canaria). Puede consultarse aquí el proyecto de las plaquettes Léucade. R.-J.D.
PÉRDIDA, DISOLUCIÓN. RAFAEL-JOSÉ DÍAZ
José Carlos Cataño
Me entregó su cuaderno en Madrid, hace meses; no
controlo el tiempo, ignoro en dónde está la agenda; el almanaque de pared por
el que a veces paso está vencido. Coloqué el ejemplar en la zona visible de los
libros por leer, y se extravió.
Disolución, se llama el cuaderno de Rafael-José Díaz. Ha sido editado por Léucade, colección de la que cuida, desde Tenerife, el
poeta y narrador Francisco León. El pie de imprenta: febrero de 2012. Una vez
más, ¿cómo se hacen visibles fuera de Canarias empeños editoriales como
Léucade? ¿Quiénes, de fuera de las Islas, los tienen en cuenta?
(Hace poco, y lo digo como excepción, José Ángel Cilleruelo, barcelonés,
también poeta y narrador, me rogaba que le pasara todo cuanto pudiera
conseguirle de Eugenio Padorno a partir de determinado título).
Un día de este mes localicé el relato del amigo;
(qué difícil escribir sobre los amigos). Comencé a leerlo, con visos de que no
lo dejaría hasta terminarlo, pero un imprevisto me obligó a lo contrario
y lo llevé, esta vez, adonde deposito los libros que necesito tener a
mano en este momento. Volvió a desaparecer. Días atrás había hecho limpieza de
periódicos ─sí, he vuelto a leer la prensa, sobre todo para seguir las andanzas
de la banda patriótica de Cataluña─ y me temí lo peor, pues el cuaderno es eso,
21 páginas, que fácilmente, en un descuido, pueden pasar desapercibidas.
Avergonzado, le rogué que me castigara por el crimen
de tirar Disolución con la basura de los periódicos, pero que al
mismo tiempo me remitiera otro ejemplar, y dedicado, como lo hizo cuando nos
encontramos en Madrid.
Se lo tomó como un santo. Yo, no obstante, seguía
levantando montañas de papel, revolviendo pilas de libros ─encontrándome, por
cierto, con otro título de Léucade por leer, el ensayo de Miguel Pérez Alvarado
En el arar la mar─, maldiciendo que esta casa se haya convertido en un
doble de los Encantes. Pero Disolución estaba justo debajo del sofá de
lectura. Entonces sí. Entonces me entregué, lápiz en mano, como hago con lo que
me interesa, con lo que aprendo, y enseguida estaba ahí esa prosa sin almidón,
esa forma de narrar con convicción e incertidumbre, las correspondencias
simbólicas justas, el calor poético inevitable porque reside en la naturaleza
de los hechos y el autor tiene sobrada capacidad para percibirlo. De repente,
poco menos me estaba encontrando con otra doblez, en ciertos aspectos la mía
propia de joven, en la elección por resolver de la voz que narra Disolución.
Porque ─para no gastar la riqueza del texto de
Rafael─ de eso se trata: inclinarse hacia el riego y quién sabe si hacia una
nueva vida, o permanecer en un interior forrado de lecturas. Sin embargo, como
en los buenos relatos, la disyuntiva está llena de matices. El mundo externo, y
lo que busca en los aspectos más inmediatos el protagonista ─la satisfacción
carnal─, es algo que ya ha perdido el don del encuentro casual, el don de lo
imprevisto que conduce a una forma de trascendencia. La fragilidad, ahora, es
parecida, dentro y fuera. Y ahora también ─con la edad elevándose y desconociendo
lo anterior vivido─ los fantasmas y la banalidad crecen y, al hacerlo, rompen
la tensión de toda búsqueda.
No sé por qué he pensado, leyendo a Rafael, en Ferdinand,
aquel magnífico, sobrecogedor relato de Louis Zukofsky. Hay un abandono
progresivo similar, mientras el vehículo es, para ambos protagonistas, la
verdadera casa, el único abrigo contra la inclemencia. Hasta el punto que
sobresale en Disolución la posibilidad de que "resistir y claudicar
hubieran ido aproximando las garras rampantes de sus respectivos significados
hasta fundirse en un solo verbo de significado mestizo, palabras siamesas
unidas por el intolerable vacío anterior a su existencia, posterior a su
fusión."
"Un fragmento moribundo de luz", leo
hacia el final de Disolución. La tarde ha pasado a la noche sin
crepúsculo, como ocurre en tantos momentos de nuestra vida, y dentro de
mi intemperie hogareña. La noche también avanza por el narrador.
Una noche en que, ya a la intemperie, no puede por menos que añorar la
"pura disolución en un aire materno". Esto sucede una víspera de
Reyes, cuando aquel narrador recuerda una experiencia de niñez, que se asemeja
a otra nuestra: la acechanza, la maniobra furtiva para encontrar los tesoros
que los Reyes han depositado en casa. En la vida ya nadie deja tesoros, y el
goce y el deleite de hacernos con ellos es nuestra tarea. Esa es la
"revelación" del protagonista a medianoche, "la bisagra entre
quien no sabía a dónde ir y quien apenas sabe ya de dónde viene."
También a nosotros nos pasa, y
por eso tal vez no sabemos en dónde está la agenda, ni, a veces, los libros que
más queremos. Con Disolución, sin embargo, alcanzamos la tregua casi
feliz, la paz en la lectura, la luz en el relato sabio, comedido; el tesoro que
por ello mismo ha estado a punto de ser echado por la borda. Como sucede con
las cosas que nos dan sentido en la vida, sin quererlo.
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