Debió de haber salido por un
agujero abierto en la valla de protección, aunque cree recordar que en
aquella época no había valla de protección sino tan sólo el espeso cañaveral
que a ellos les parecía impenetrable. Si los dueños del solar mandaron
construir más tarde el vallado –salvo que estuviera hecho ya en aquella época–, no debió de haber sido porque quisieran evitar que alguien entrara
en su propiedad, pues, en primer lugar, no había nada allí, y, en segundo
lugar, parecía muy difícil atravesar el cañaveral de tan tupido como era. Alguna otra razón debían de tener. Lo
cierto es que tuvo que haber sido por allí, por algún agujero abierto en la
valla de protección o por algún resquicio entre las cañas, por donde salió al
saco sin fondo de la calle una tarde, mientras ellos jugaban con otros niños
vecinos de los alrededores. El saco sin fondo era el lugar donde los coches daban la vuelta al final de la calle sin salida, y tenía una forma circular
lo bastante amplia como para no tener que dar marcha atrás al realizar el giro de sentido. Era muy poco común que aparecieran
coches en aquella calle, al menos en la época de su infancia, pues había sólo
cuatro o cinco casas en la calle y la mayoría de ellas tenía garaje. Alguna
vez, sin embargo, ellos y los otros niños tenían que subirse a la acera para dejar pasar a un coche
desde el que los miraba una pareja, o un hombre solo, que claramente no vivían
en aquella zona sino que o bien se habían equivocado de dirección o bien
deambulaban sin rumbo en busca de vaya a saberse qué. No recuerda que nadie se
bajara de ninguno de los coches que pasaron por allí aquel día, por lo que
debió de salir, como queda dicho, del cañaveral que empezaba en el lado derecho
del saco sin fondo y continuaba hacia la calle de atrás, que, sin embargo, a
ellos les parecía que estaba mucho más lejos de lo que realmente estaba. Alguien
así tenía que haber salido de allí. No recordaba sus facciones, ni siquiera su sexo ni
su edad, pero lo que sí creía haber conservado en la memoria era el aspecto desaseado,
la vestimenta descuidada, un cierto aire a aparición sobrevenida desde otro
mundo, otra época u otra dimensión. Ellos siguieron jugando, es verdad que cohibidos entonces por la presencia misteriosa de quien los miraba a medias con
asombro y a medias con reconvención. Parecía irradiar un halo de venganza heredada, de
destino incumplido, de fantasmal y acuciante relación con la desdicha. Los juegos
que ellos practicaban eran en aquella época inofensivos: pintaban con tiza
rayas en el suelo y las convertían mentalmente en casillas por las que
brincaban, reunían en un montículo ramitas que recogían agitando los árboles que
sobresalían de los otros solares; perseguían a algún lagarto o espantaban a los
pájaros que se posaban en los muros que protegían los jardines de las casas. Era
él quien por lo general proponía o inventaba los juegos. Conseguía que los
demás niños se sumaran a la fiesta que él dirigía desde dentro, como uno más,
pero con la conciencia de haber sido el creador de aquella placentera burbuja. No
había perversidad alguna, salvo la de saberse el escrutador de los juegos que
él mismo inventaba para su propio disfrute y el de los demás niños. Se reían
todo el tiempo, se tiraban por el suelo, daban volteretas y se perseguían
mientras sabían que dentro de la casa los adultos iban desapareciendo con la caída de
la luz: las siluetas de sus abuelos, las siluetas de sus padres y, más abajo,
en las demás casas, las de los padres y abuelos de los otros niños, se
disipaban como si una mano gigantesca las fuera borrando con un paño. Mientras
tanto, esa misma caída de la luz era para ellos un alborozo, la fiesta de
saberse inmersos en un tiempo infinito que se perpetuaba a sí mismo mediante
la generación de la luz por la sombra –y viceversa. Debió de ser aquella
persona, si lo era, que salió por un resquicio del cañaveral, o por un agujero
en el vallado, quien le susurró un nuevo juego que a él le pareció original, divertido, pues nunca lo habían practicado. Debían recoger las cañas secas que se habían ido cayendo
en la acera del fondo de saco, cañas resecas que medían metro y medio o dos metros y que se iban
acumulando junto al cañaveral, recogerlas y colocarlas en el centro del
círculo. Enseguida se pusieron los niños manos a la obra. Muy pronto hubo seis
o siete cañas que a una palmada suya debían ser retiradas del montón y, tras
una breve carrera de alejamiento, lanzadas contra otro de los niños, que a su
vez lanzaba su caña contra otro niño, y así sucesivamente (pero
todos al mismo tiempo). El efecto era el de una pelea entre apaches y comanches en el
que las lanzas casi nunca acertaban a dar en el cuerpo del contrario y, si lo
hacían, caían a sus pies sin haberle hecho apenas daño. Alguien que debió de
ser el desharrapado personaje aparecido desde el otro lado del cañaveral le
susurró que las cañas debían lanzarse con mayor puntería, sobre todo apuntando
a la cabeza del contrario. Así se lo transmitió a sus compañeros de juego, que
una vez más recogieron las cañas, las amontonaron en el centro del saco sin
fondo, las recogieron, se alejaron unos cuantos metros y, al oír la palmada,
las lanzaron en dirección a las cabezas de sus víctimas. Volvió a haber pocos
aciertos, aunque alguna dio de lleno en una frente o en un cuello, lo que
provocaba algún gemido y la risa de los demás. El tercer lanzamiento se efectuó siguiendo la
misma estrategia que el anterior, pero esta vez él se encontró de frente a su hermana, tres años menor que él, y le lanzó la caña. Esta fue directa al ojo derecho de su hermana. Llegó impulsada con
tanta fuerza que el ojo empezó a sangrar. Su hermana se tiró al suelo, llorando.
Él sólo supo salir corriendo al interior de la casa para avisar a sus padres. Cuando
volvió a salir con ellos a la calle, la persona misteriosa ya no estaba allí.
Les preguntó a los otros niños y estos dijeron no haber visto a nadie. Él les
describió a alguien de aspecto descuidado, que vestía una camisa vieja y que
había estado allí mirándolos jugar. Los niños afirmaron no haber visto a nadie.
Estaban espantados por la sangre que salía del ojo de la hermana. Él permanecía
como hipnotizado. Miraba la sangre y lo que veía era una voz. Oía una voz y lo
que escuchaba era sangre. En mitad de la calle, con sus padres y sus abuelos agachados consolando a su hermana, se preguntaba dónde estaría aquella persona que había salido del cañaveral, si existiría de verdad, si no sería otra de sus invenciones, si no sería, incluso, él mismo, pero... ¿cuándo había
tenido él un aspecto tan sucio?, ¿cuándo había vestido ropas tan desgastadas?, ¿cuándo,
en qué momento de su vida había hablado consigo mismo como si lo hiciera con otro?
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