El profesor regresa de sus
vacaciones. Entra en el aula. Los alumnos se encuentran sentados, en silencio.
Repasan sus cuadernos, leen sus libros, afilan los lápices. El profesor ha
saludado al entrar, pero no recibe respuesta. A su “Buenos días” le contesta un
espeso silencio. Los alumnos no parecen haber estado esperándolo, ni
siquiera repasar las lecciones que explicó antes de las vacaciones. Cada uno
lee algo diferente o repasa el cuaderno de una asignatura que se diría elegida al
azar. El profesor piensa que un silencio tan extraño sólo podría obedecer a la
conmoción de volver a clase después de las vacaciones, conmoción que él también
experimenta pero que preferiría combatir con algo de conversación, sonrisas, un
intercambio de ideas. Los alumnos no levantan sus cabezas de los pupitres,
parecen estar leyendo algo que realmente les interesa. De hecho, el profesor
duda de que los alumnos se hayan percatado de su presencia. Ni siquiera durante
sus explicaciones más apasionadas se han mostrado nunca tan concentrados, tan
atentos. Se sienta en su mesa y repite el saludo: “Buenos días”. Nadie le
responde. Se levanta y pasea entre los pupitres. Apuntes, libros de texto,
fotocopias, gráficos, esquemas, resúmenes, ejercicios, fracciones. Regresa a la
parte delantera del aula, junto a la pizarra. Mira a cada alumno a la cara: son
los suyos, no se ha equivocado de aula. Las vacaciones, que no han durado
tanto, no han producido cambios en sus rostros. Ni siquiera otro peinado, un piercing
nuevo, gafas de otro color. Siguen siendo Ramiro, Inés, Gonzalo, Julieta, Fran
y todos los demás. El profesor enciende el ordenador y conecta el cañón de
proyección. Introduce su lápiz de memoria en la ranura correspondiente. Abre
una presentación preparada hace unos días: “La
Celestina: autoría, temas, personajes”. La repasa mentalmente para recordar
los datos más útiles. Carraspea. Anuncia: “Hoy, mis queridos alumnos,
comenzaremos el estudio de La Celestina,
uno de los libros más relevantes de nuestra literatura”. Pasa a la segunda
diapositiva. Aparece el retrato de un caballero medieval, de mirada torva,
junto a la cubierta de un incunable de difícil lectura. Nada demasiado
apasionante, desde luego. Los alumnos continúan su estudio concentrado, en
completo silencio. “Durante mucho tiempo se creyó que La Celestina era un libro de autor anónimo, pero un día se
descubrió un acróstico…” Silencio. “Por cierto, ¿alguien sabe lo que es un
acróstico?” Los alumnos pasan tranquilamente las páginas, uno afila su lápiz,
otro opera con la calculadora. El profesor proyecta la siguiente diapositiva.
“Fernando de Rojas afirma haber encontrado el primer acto de una obra dialogada
y haberla completado en quince días. ¿Les importaría tomar apuntes de lo que
voy diciendo, por favor?” Gráficos, fracciones, esquemas, resúmenes. Nadie se
inmuta. El profesor despliega su sonrisa más benevolente y dice: “Ya sé,
cabrones, que La Celestina es un
petardo de obra, pero tengan la más completa seguridad de que estoy dispuesto a
arruinarles la vida a todos si no se saben hasta la última coma de lo que estoy
explicando”. Ni un murmullo. El profesor se rasca los sobacos, se tira un pedo,
saca la lengua, cacarea. Ni por esas. Cuando quedan unos minutos para el final
de la clase, se baja los pantalones y les enseña el culo a sus alumnos. Estos,
que parecen cada vez más ensimismados en sus apuntes, ni siquiera se dan
cuenta. Se oye de pronto el timbre que indica el cambio de clase. Los alumnos
guardan su material en las mochilas, se levantan, salen del aula en silencio.
lunes, 8 de enero de 2018
sábado, 6 de enero de 2018
LOS ANTSCHETSCH
Decían que vivía allí enfrente, pero nunca lo vimos entrar
o salir, acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la
cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta
recortada al atardecer detrás de unas cortinas: la figura bien formada,
corpulenta, de un hombre de mediana edad, extranjero, rubio, alemán, tenista.
Decían incluso que era el director de aquel hotel, aunque ni siquiera estábamos
seguros de que aquello fuera un hotel y no tan sólo un complejo de apartamentos;
y quienes lo decían afirmaban haberlo visto jugando, casi siempre a la misma
hora, a media tarde, en la cancha de tenis del hotel (o lo que fuera) con un
joven que podría ser su hijo. Mira, los Antschetsch, decían. Sin embargo, se
creía que el hijo no vivía con el padre. Únicamente se los veía juntos, o se
decía haberlos visto juntos, en la cancha de tenis, por la tarde, cuando
posiblemente el trabajo del padre como director del hotel –o como administrador
del complejo de apartamentos– ya había terminado, incluso dejando un rato en la
sobremesa para dormir la siesta.
Zumban las pelotas que se lanzan a un lado y otro de la red: el joven juega de un modo más agresivo, saca con efecto, sube hasta la red, espera la volea, salta, remata, regresa a la línea de fondo para volver a sacar. Le está dando una paliza a su padre, pero, como este podrá luego relajarse con un baño en su habitación, intentará olvidar que, inexorablemente, su juventud ya ha quedado atrás y ahora tiene casi sesenta años. El señor Antschetsch, cuya familia procedía de los Sudetes alemanes, se ha hecho a sí mismo. Después de la guerra, su madre, viuda, lo envió a estudiar a Múnich, donde aprendió el italiano en unos cursos organizados por la Cámara de Comercio con vistas a formar a jóvenes alemanes dispuestos a ejercer de guías turísticos para los grupos de turistas culturales procedentes del norte de Italia. El señor Antschetsch estudió también rudimentos de contabilidad. Su buena planta, su capacidad para hacer amigos incluso donde parecía imposible hacerlos, su sonrisa generadora de confianza y su irresistible atractivo para hombres y mujeres lo situó muy pronto en un puesto de cierta responsabilidad en una empresa dedicada a la promoción inmobiliaria en la frontera de Baviera con Austria. No le resultó muy complicado dar el salto a Italia, donde acabó conociendo a un empresario de la restauración convencido de que invertir en Canarias –años setenta– no era ni mucho menos descabellado.
El señor Antschetsch llegó a Tenerife como contable de uno de los primeros restaurantes que se abrieron en la isla; Bertini, su jefe, sin embargo, prescindió de él muy pronto, pues no conseguía que se le acercaran ni las empleadas ni las clientas, que caían todas en brazos de Antschetsch y, tras la consabida noche de amor, acababan fugándose o dándose a la bebida. Fruto de una de esas noches, se dice, fue el hijo de Antschetsch, quien, por aquel entonces, y tras aprender algo de inglés y español, ya se había convertido en recepcionista de uno de los primeros hoteles del sur. Se ha oído decir que ella era una joven holandesa que trabajaba en un restaurante como camarera, pero también se dice que podría haber sido una canaria casada con un empresario catalán a quienes Antschetsch agasajó una noche con una cena en uno de los restaurantes de moda en Los Cristianos, cena que tuvo como resultado que el empresario volviera al hotel borracho como un piojo y que su mujer se quedara un rato más con Antschetsch en lo que se supone que pudo ser un rápido encuentro amoroso.
Lo cierto es que su hijo, que fue, que Antschetsch supiera, el único que tuvo, no había conocido a su madre. Se había criado inicialmente con su padre, pero a los quince años se había ido de casa y se había amancebado con una mujer de treinta, divorciada, vital, independiente, que lo había convertido en su amante y le había enseñado las artes de la mancebía. Padre e hijo, por tanto, no tenían muchas ocasiones de verse, y ni siquiera se soportaban demasiado (el hijo le reprochaba al padre los graves secretos que atenazaron en vano su infancia y el padre al hijo su marcha, su amancebamiento, su vida malgastada). Con el paso del tiempo, los momentos en los que se juntaban para jugar al tenis se convirtieron en fugaces reconciliaciones que, aunque invariablemente terminaran con la victoria del hijo, suponían al menos un reencuentro, les permitían intercambiar alguna palabra sobre sus respectivas vidas y los emplazaban hasta una próxima ocasión.
Puede decirse que el tenis los había mantenido precariamente unidos. El juego del padre, a diferencia del del hijo, era defensivo, socarrón, inteligente, sólo que las piernas ya no le respondían como cuando era joven y ahora ya no llegaba a pelotas que para él, entonces, eran pan comido: canchanchaneaba por la cancha y eso, junto a las derrotas, lo dejaba de mal humor. A pesar del baño posterior, a pesar de la cena, muchas veces en la agradable terraza del hotel (apartotel), el señor Antschetsch se iba a la cama malpuesto, con un disgusto que nunca era capaz de prevenir. Quienes lo habían visto asomado a la cristalera del balcón de su habitación hablaban de una sombra de mal agüero, de alguien que degustaba durante mucho tiempo una copa tras otra. Nosotros nunca lo vimos, pese a que vivíamos enfrente. Acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta recortada al atardecer detrás de unas cortinas. Nos aseguraban que allí había vivido Antschetsch, el alemán que se suicidó lanzándose por el balcón a los dos años de instalarnos. Toda esa época fue difícil y algunos no estaban hechos para sobrevivirla. Nosotros también teníamos por entonces nuestros propios problemas, pero no debían de ser tan graves como los del señor Antschetsch, pues seguimos viviendo allí un tiempo más, hasta que nos mudamos.
Zumban las pelotas que se lanzan a un lado y otro de la red: el joven juega de un modo más agresivo, saca con efecto, sube hasta la red, espera la volea, salta, remata, regresa a la línea de fondo para volver a sacar. Le está dando una paliza a su padre, pero, como este podrá luego relajarse con un baño en su habitación, intentará olvidar que, inexorablemente, su juventud ya ha quedado atrás y ahora tiene casi sesenta años. El señor Antschetsch, cuya familia procedía de los Sudetes alemanes, se ha hecho a sí mismo. Después de la guerra, su madre, viuda, lo envió a estudiar a Múnich, donde aprendió el italiano en unos cursos organizados por la Cámara de Comercio con vistas a formar a jóvenes alemanes dispuestos a ejercer de guías turísticos para los grupos de turistas culturales procedentes del norte de Italia. El señor Antschetsch estudió también rudimentos de contabilidad. Su buena planta, su capacidad para hacer amigos incluso donde parecía imposible hacerlos, su sonrisa generadora de confianza y su irresistible atractivo para hombres y mujeres lo situó muy pronto en un puesto de cierta responsabilidad en una empresa dedicada a la promoción inmobiliaria en la frontera de Baviera con Austria. No le resultó muy complicado dar el salto a Italia, donde acabó conociendo a un empresario de la restauración convencido de que invertir en Canarias –años setenta– no era ni mucho menos descabellado.
El señor Antschetsch llegó a Tenerife como contable de uno de los primeros restaurantes que se abrieron en la isla; Bertini, su jefe, sin embargo, prescindió de él muy pronto, pues no conseguía que se le acercaran ni las empleadas ni las clientas, que caían todas en brazos de Antschetsch y, tras la consabida noche de amor, acababan fugándose o dándose a la bebida. Fruto de una de esas noches, se dice, fue el hijo de Antschetsch, quien, por aquel entonces, y tras aprender algo de inglés y español, ya se había convertido en recepcionista de uno de los primeros hoteles del sur. Se ha oído decir que ella era una joven holandesa que trabajaba en un restaurante como camarera, pero también se dice que podría haber sido una canaria casada con un empresario catalán a quienes Antschetsch agasajó una noche con una cena en uno de los restaurantes de moda en Los Cristianos, cena que tuvo como resultado que el empresario volviera al hotel borracho como un piojo y que su mujer se quedara un rato más con Antschetsch en lo que se supone que pudo ser un rápido encuentro amoroso.
Lo cierto es que su hijo, que fue, que Antschetsch supiera, el único que tuvo, no había conocido a su madre. Se había criado inicialmente con su padre, pero a los quince años se había ido de casa y se había amancebado con una mujer de treinta, divorciada, vital, independiente, que lo había convertido en su amante y le había enseñado las artes de la mancebía. Padre e hijo, por tanto, no tenían muchas ocasiones de verse, y ni siquiera se soportaban demasiado (el hijo le reprochaba al padre los graves secretos que atenazaron en vano su infancia y el padre al hijo su marcha, su amancebamiento, su vida malgastada). Con el paso del tiempo, los momentos en los que se juntaban para jugar al tenis se convirtieron en fugaces reconciliaciones que, aunque invariablemente terminaran con la victoria del hijo, suponían al menos un reencuentro, les permitían intercambiar alguna palabra sobre sus respectivas vidas y los emplazaban hasta una próxima ocasión.
Puede decirse que el tenis los había mantenido precariamente unidos. El juego del padre, a diferencia del del hijo, era defensivo, socarrón, inteligente, sólo que las piernas ya no le respondían como cuando era joven y ahora ya no llegaba a pelotas que para él, entonces, eran pan comido: canchanchaneaba por la cancha y eso, junto a las derrotas, lo dejaba de mal humor. A pesar del baño posterior, a pesar de la cena, muchas veces en la agradable terraza del hotel (apartotel), el señor Antschetsch se iba a la cama malpuesto, con un disgusto que nunca era capaz de prevenir. Quienes lo habían visto asomado a la cristalera del balcón de su habitación hablaban de una sombra de mal agüero, de alguien que degustaba durante mucho tiempo una copa tras otra. Nosotros nunca lo vimos, pese a que vivíamos enfrente. Acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta recortada al atardecer detrás de unas cortinas. Nos aseguraban que allí había vivido Antschetsch, el alemán que se suicidó lanzándose por el balcón a los dos años de instalarnos. Toda esa época fue difícil y algunos no estaban hechos para sobrevivirla. Nosotros también teníamos por entonces nuestros propios problemas, pero no debían de ser tan graves como los del señor Antschetsch, pues seguimos viviendo allí un tiempo más, hasta que nos mudamos.
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