martes, 14 de marzo de 2017

OBLIGARSE A ESCRIBIR


Obligarse a escribir: pensemos en este oxímoron inquietante, obliguémonos a escribir sobre la autoimpuesta obligación de escribir. ¿Cuánto has escrito últimamente? ¿Qué libros guardas en el baúl de los inéditos? ¿En qué estás trabajando ahora mismo? Antes de responder: “En nada”, “Hace mucho tiempo que no escribo nada”, “No tengo ningún libro inédito” o “No estoy escribiendo nada desde hace mucho”, antes de decepcionarnos a nosotros mismos con la cruda verdad de que muchas veces no hay por qué escribir, o de que con frecuencia ni siquiera conseguimos sentarnos a escribir –y hay múltiples razones para ello: desde la falta de tiempo a la ausencia de inspiración, desde la impericia a la saturación, incluyendo todos los grados de insatisfacción con lo anteriormente escrito–, antes de destrozar la reputación en que nos tenemos a nosotros mismos o la fama de prolíficos que nos conceden nuestros amigos, somos capaces de obligarnos a escribir. ¡Curioso suplicio! Bastará con empezar, nos decimos. Sentémonos, cualquier cosa puede servir de excusa. No tenemos sino que tirar del hilo, elegir un tema cualquiera, un sencillo motivo de inspiración. Lograrlo o no, es decir, conseguir escribir o no, dependerá muchas veces de la habilidad que se tenga o de la importancia que uno le otorgue a la constancia y abundancia de su escritura. Un escritor exigente debería poder pasarse sin escribir tanto como escribir sin pasarse. Parar de escribir antes que escribir sin parar. Dejar de lado la escritura antes de que la escritura lo deje de lado a él. ¿Cómo se consigue esto? ¿Cómo se logra dejar de escribir? ¿Cómo se obliga uno a dejar de escribir si a todas horas se está uno obligando a escribir? En primer lugar, conviene distanciarse de lo que para nosotros representa la escritura. Escribir no es nada, no significa apenas nada comparado con lo imprescindible para vivir. Escribir no es respirar. Escribir no es comer. Escribir no es amar. Escribir ni siquiera es dormir. ¿Escribir no es soñar? ¿Escribir no es respirar? ¿Escribir no es amar? El escritor que se plantea estos interrogantes está perdido. Ha comenzado a confundir la escritura con la vida o la vida con la escritura. Cuando duerme, cree estar escribiendo. Cuando sueña no sabe que está soñando y piensa que alguien escribe sus sueños. Cuando escribe se imagina estar amando por medio de su escritura a personajes que inventa a propósito para tal fin; y cuando ama, al contrario, o cuando cree que ama, piensa que hacerlo consiste en acariciar con las palabras cuerpos inexistentes, meras emanaciones de su sobreexcitada imaginación. Un escritor que se obliga a escribir es uno de los especímenes más curiosos de la especie humana. Lo que para otros, para los escritores que no se obligan a escribir, es natural, silencioso, amargo o reparador, para él es, sin embargo, una hazaña, una gesta en la que triunfar –pero esto él no lo sabe– es caer derrotado. El escritor que se obliga a escribir es un mártir de sí mismo. Sufre un tormento que él mismo se impone a diario. Cada noche, cuando revisa lo escrito y se dice que no ha estado mal, que por lo menos ese día no ha terminado sin algún aforismo, sin un esbozo de cuento, sin el borrador de un artículo, sin unos pocos versos germinados al filo de la madrugada, el escritor que se ha obligado a escribir cae víctima de algo peor que una impostura: la revelación de todo lo que ha dejado de hacer por escribir. Todo aquello que hubiera deseado acometer y que dejó a un lado porque “la escritura me llamaba”, porque “era vital para mí escribir estos versos”, porque “con este artículo doy por cumplido el objetivo de este día” se le aparece entonces, en lo más profundo de las tinieblas, para reprocharle su desafección, su inquina. El escritor que se ha obligado a escribir descubre entonces el regusto amargo de los placeres despreciados, de las conversaciones abortadas, de los cafés no compartidos. Repasa una vez más lo escrito, lo que concienzudamente redactó para aplacar la voz interior que le reprochaba su pereza, su incapacidad o su indolencia. Ahora le parece pésimo, siente que no está a la altura de sus exigencias, duda del valor objetivo de esos textos. Se plantea incluso si mereció la pena dejar de ver aquella película, no ir a darse un baño aquel domingo, renunciar a un paseo en compañía de aquella persona que entonces lo adoraba. Y se dice que quizá no, que quizá no mereció la pena, pero que en cualquier caso la escritura le devolverá algún día esos momentos, tal vez no ahora, tal vez no pronto, pero sí cuando consiga entregarse de verdad a ella, fundirse con esa llamada de la voz interior, atender de verdad a su destino de escritor. Y vuelve a intentarlo. Se sienta al final del día. Saca un folio en blanco. Comienza a escribir estas palabras. No es difícil, se dice, basta con dejarse llevar. La escritura es como un vuelo del que solo se cae si se llevan las alas equivocadas.


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