miércoles, 29 de marzo de 2017
martes, 14 de marzo de 2017
OBLIGARSE A ESCRIBIR
Obligarse a escribir:
pensemos en este oxímoron inquietante, obliguémonos a escribir sobre la
autoimpuesta obligación de escribir. ¿Cuánto has escrito últimamente? ¿Qué
libros guardas en el baúl de los inéditos? ¿En qué estás trabajando ahora
mismo? Antes de responder: “En nada”, “Hace mucho tiempo que no escribo nada”, “No
tengo ningún libro inédito” o “No estoy escribiendo nada desde hace mucho”,
antes de decepcionarnos a nosotros mismos con la cruda verdad de que muchas veces no
hay por qué escribir, o de que con frecuencia ni siquiera conseguimos sentarnos
a escribir –y hay múltiples razones para ello: desde la falta de tiempo a la
ausencia de inspiración, desde la impericia a la saturación, incluyendo todos
los grados de insatisfacción con lo anteriormente escrito–, antes de destrozar
la reputación en que nos tenemos a nosotros mismos o la fama de prolíficos que nos
conceden nuestros amigos, somos capaces de obligarnos a escribir. ¡Curioso
suplicio! Bastará con empezar, nos decimos. Sentémonos, cualquier cosa puede
servir de excusa. No tenemos sino que tirar del hilo, elegir un tema
cualquiera, un sencillo motivo de inspiración. Lograrlo o no, es decir,
conseguir escribir o no, dependerá muchas veces de la habilidad que se tenga o
de la importancia que uno le otorgue a la constancia y abundancia de su
escritura. Un escritor exigente debería poder pasarse sin escribir tanto como
escribir sin pasarse. Parar de escribir antes que escribir sin parar. Dejar de
lado la escritura antes de que la escritura lo deje de lado a él. ¿Cómo se
consigue esto? ¿Cómo se logra dejar de escribir? ¿Cómo se obliga uno a dejar de
escribir si a todas horas se está uno obligando a escribir? En primer lugar,
conviene distanciarse de lo que para nosotros representa la escritura. Escribir
no es nada, no significa apenas nada comparado con lo imprescindible para
vivir. Escribir no es respirar. Escribir no es comer. Escribir no es amar.
Escribir ni siquiera es dormir. ¿Escribir no es soñar? ¿Escribir no es
respirar? ¿Escribir no es amar? El escritor que se plantea estos interrogantes
está perdido. Ha comenzado a confundir la escritura con la vida o la vida con
la escritura. Cuando duerme, cree estar escribiendo. Cuando sueña no sabe que
está soñando y piensa que alguien escribe sus sueños. Cuando escribe se imagina
estar amando por medio de su escritura a personajes que inventa a propósito
para tal fin; y cuando ama, al contrario, o cuando cree que ama, piensa que
hacerlo consiste en acariciar con las palabras cuerpos inexistentes, meras
emanaciones de su sobreexcitada imaginación. Un escritor que se obliga a
escribir es uno de los especímenes más curiosos de la especie humana. Lo que
para otros, para los escritores que no se obligan a escribir, es natural, silencioso,
amargo o reparador, para él es, sin embargo, una hazaña, una gesta en la que
triunfar –pero esto él no lo sabe– es caer derrotado. El escritor que se obliga
a escribir es un mártir de sí mismo. Sufre un tormento que él mismo se impone a
diario. Cada noche, cuando revisa lo escrito y se dice que no ha estado mal, que
por lo menos ese día no ha terminado sin algún aforismo, sin un esbozo de
cuento, sin el borrador de un artículo, sin unos pocos versos germinados al
filo de la madrugada, el escritor que se ha obligado a escribir cae víctima de
algo peor que una impostura: la revelación de todo lo que ha dejado de hacer
por escribir. Todo aquello que hubiera deseado acometer y que dejó a un lado
porque “la escritura me llamaba”, porque “era vital para mí escribir estos
versos”, porque “con este artículo doy por cumplido el objetivo de este día” se
le aparece entonces, en lo más profundo de las tinieblas, para reprocharle su desafección,
su inquina. El escritor que se ha obligado a escribir descubre entonces el
regusto amargo de los placeres despreciados, de las conversaciones abortadas,
de los cafés no compartidos. Repasa una vez más lo escrito, lo que
concienzudamente redactó para aplacar la voz interior que le reprochaba su
pereza, su incapacidad o su indolencia. Ahora le parece pésimo, siente que no
está a la altura de sus exigencias, duda del valor objetivo de esos textos. Se
plantea incluso si mereció la pena dejar de ver aquella película, no ir a darse
un baño aquel domingo, renunciar a un paseo en compañía de aquella persona que
entonces lo adoraba. Y se dice que quizá no, que quizá no mereció la pena, pero
que en cualquier caso la escritura le devolverá algún día esos momentos, tal
vez no ahora, tal vez no pronto, pero sí cuando consiga entregarse de verdad a
ella, fundirse con esa llamada de la voz interior, atender de verdad a su
destino de escritor. Y vuelve a intentarlo. Se sienta al final del día. Saca un
folio en blanco. Comienza a escribir estas palabras. No es difícil, se dice,
basta con dejarse llevar. La escritura es como un vuelo del que solo se cae si
se llevan las alas equivocadas.
lunes, 6 de marzo de 2017
EL MENUDEO CRÍTICO
Se ha puesto de moda últimamente, en ciertos periódicos,
entre ciertos columnistas de opinión, una perniciosa práctica que podríamos denominar el “menudeo
crítico”. Probablemente se la debamos a la transformación que los hábitos de
lectura han experimentado en los últimos años: se lee poco, deprisa y mal, se
lee a trompicones y con descuido; o quizá se la debamos también a la escasa
elasticidad de ciertas doctrinas mal asimiladas en los años de formación universitaria, a la malsana obsesión por unos pocos temas recurrentes que, a la larga, acaban constituyendo el entero “mundo” mental de estos columnistas. Sus referencias son
siempre las mismas, año tras año, columna tras columna. Sus fobias y sus filias
permanecen incólumes durante décadas. Descrita muy a vuelapluma, esta práctica se
conduce del siguiente modo. El columnista hace un viaje o visita una
exposición. Lo hace deprisa, quiero decir que el viaje es de unos pocos días y la
visita de una hora a lo sumo –el tiempo de tomar una copa de vino
con un canapé. Al llegar a su casa, el columnista se prepara un café bien
cargado, se lía un cigarrillo y contempla cómo la calima empieza a deshacerse
en el horizonte. Es domingo. El columnista se aburre. Hacía mucho tiempo que no
se aburría tanto. Y es que la columna de los lunes no es más que un
entretenimiento, es decir, una especie de pasatiempos para combatir el hastío
de todos los domingos. El columnista sabe que a esas horas podría estar
recorriendo uno de los senderos del Macizo de Anaga o leyendo a Ungaretti o
incluso, por qué no, escuchando el Petrushka
de Stravinski, y, aunque está seguro de que esas actividades le reportarían mayores beneficios espirituales, por algún motivo que siempre desconoceremos lo
que más le atrae, lo que más cree que le ayudará a matar el tiempo, a sobrellevar
la molicie de todos los domingos es escribir uno de esos artículos de lo que aquí
califico como “menudeo crítico”. Diré por fin en qué consiste tal cosa: una vez
elegida la isla o la exposición sobre la que va a hablar, el columnista, antes
de ponerse a divagar, dedica un primer párrafo a razonar la necesidad de su viaje como
una escapatoria, por ejemplo, de la mediocridad a la que sus conciudadanos lo
condenan a diario, o acaso a defender las bondades de una visita a una
exposición frente a las ocupaciones vulgares a las que se entrega la mayoría de
la población: carnaval, reguetón, fútbol. Una vez enfatizado así, por una especie de petitio principii más que sui
géneris (discúlpenseme los latinajos), el higiénico distanciamiento de la
cochina realidad, el columnista, desde esa posición de espectador dotado de una infrecuente sensibilidad y de una amplia cultura, despliega un abanico
de iluminaciones que no podrá sino deslumbrar al lector. Este se sabe entonces en
contacto con experiencias superiores. La exposición se ha convertido en una
fuente de conocimiento. La isla visitada se descubre como un racimo de referencias
salvadoras cuyo vórtice se encuentra en la mirada ebria, loca, visionaria, del
columnista. Es entonces, entrado ya en materia, cuando este da paso al
ejercicio minucioso de su “menudeo crítico”. Separa el grano de la paja.
Encumbra y defenestra. Nombra y calla. Alaba en un holgado párrafo la obra de
uno de los artistas de la exposición y apenas menciona de pasada el nombre del
otro. Cita un poema de un libro, ¡pero solo para afirmar que se trata del poema más “citable”
de ese libro! Elogia una de nuestras novelas míticas, aunque se trate de un
elogio envenenado, pues resulta que hay otra novela, ¡griega, cómo no!, que trata
con mayor profundidad y solvencia los mismos temas que la primera. El
columnista picotea aquí y allá, trafica con los nombres de, al menos, diez
escritores o pintores y los sitúa en un eje de pensamiento que coincide siempre
con cuestiones tales como lo numinoso, la medularidad, lo atlántico, lo
metafísico, lo habitable o la teoría de los dones. En ocasiones inventa nuevas
normas de acentuación, pero no porque desconozca las de la ortografía
castellana sino porque el léxico que maneja es a veces tan rico, tan exótico,
que aún no existen reglas para acentuar según qué palabras y, por tanto, da lo
mismo cómo se las acentúe. Ocurre con frecuencia que el lector, al menos es lo que me ha ocurrido a mí, termina de leer una de estas columnas y se
queda pensativo, alelado. Se dice: “¿Qué será lo próximo?” O: “¿Por qué carajo...?” O
quizá: “¿Había necesidad de esto?” Son preguntas que no tienen respuesta o,
en todo caso, para echar algo de luz sobre ellas hay que esperar a la siguiente
columna, al siguiente puñetero –o piñatero– lunes.
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