Durante mucho tiempo, estuve convencido de que formaba
parte de mi destino encontrarme con ratas en mis paseos por la isla. Hablo de
ratas en sentido literal, del rattus novergicus, de esos roedores grises e hirsutos de
casi medio metro de longitud si incluimos el rabo. Había días en que podía
encontrarme hasta tres ratas. Una que a las siete de la tarde cruzaba como un
rayo una vía paralela a la autopista hasta chocarse con el murete de hormigón
que delimitaba el arcén. Otra asomada al borde de un terraplén en la terraza
superior de las instalaciones deportivas del segundo parque de la capital hacia
las dos de la mañana. Y otra, por ejemplo, escondida entre los arbustos de la
avenida marítima recién amanecido el día. Por entonces, en lo que luego denominé
mi época heroica, me preguntaba si
habría llegado el tiempo de las ratas. Ya antes, en mi niñez, y a veces en mi
primera juventud, solía encontrármelas, aunque de un modo menos sistemático: eran como
fogonazos que, de pronto, hacían que mereciera la pena vivir en una ciudad
portuaria como esta y uno recordaba durante meses el maravilloso espectáculo de
tres o cuatro ratas chillando encaramadas en los aleros del edificio del
cabildo al atardecer. Pero vinieron después períodos de sequía, largos meses, e
incluso años, en que las ratas parecieron haber sido expulsadas por los
sucesivos y nefastos planes de saneamiento perpetrados por las autoridades. Yo
las maldije entonces, a las autoridades y a las ratas, a las primeras por su
deseo de aniquilación y a las segundas por dejarse vencer sin oponer, pensaba,
apenas resistencia. Pero había siempre algún signo de que la destrucción no
había sido completa. Después de que se declarara la isla territorio
definitivamente libre de ratas, aparecía algún cadáver fresco en una cuneta, o
se descubría una madriguera con señales de vida. Las autoridades, por supuesto,
ocultaban estos hallazgos. Todo el mundo creía que la victoria había sido
definitiva. Yo, sin embargo, en mis largos paseos por las carreteras
secundarias de la isla, me detenía alguna vez al borde de las ruinas de un cuarto
de aperos, me bajaba a estirar las piernas y entonces, de pronto, como un chispazo
casi milagroso, veía una cola que surcaba la hierba, el delicioso lomo pardo de
un superviviente que huía entre las piedras. ¡Oh, entonces volvía a creer en
ellas! Anhelaba el momento de volver a ver una. Me decía que seguían allí,
escondidas, alerta, protegidas por su extraordinaria capacidad de
supervivencia, inexpugnables. Pero venían luego épocas de desolación, de nuevo meses
y meses en que no veía ninguna, carreteras solitarias sin una sola mancha gris
en la que creer, plazas desiertas, parques sin encanto, ramblas vacías,
jardines sórdidos, fuentes secas, avenidas sin ratas, calles sin ratas, columpios
sin ratas, casas sin ratas. En mis sueños más turbios llegué a imaginar hasta
un infinito alcantarillado sin ratas, toda una subterránea y repugnante red de sumideros
y cloacas en los que las ratas hubieran sido del todo exterminadas. Maldije al
alcalde, encargué males de ojo contra el concejal de salud pública, hice
construir un muñeco con la forma y figura del presidente del cabildo para que
le fuera practicado un tipo de vudú, el vudú
anal, que, según me dijo la santera Saturnina, era el más efectivo de
todos: pues el muñeco era acribillado a alfilerazos en salva la parte, lo que
redundaba en una semana de prurito anal padecido por el político en cuestión. Confieso
que por entonces estaba desesperado y que si recurrí a tales medidas (y a otras
peores que callo) fue porque creí firmemente que las ratas habían desaparecido
de la faz de la isla en que vivo. Pero un día, no hace tanto de esto, todo
cambió. Llevaba ya algún tiempo resignado, bastante decaído: veía a los
políticos culpables tan campantes en sus puestos, sabía que habían sufrido
alguna molestia –un accidente de tráfico con rotura de tobillo, una semana de
hospitalización por crisis aguda de almorroides–, pero nada que las virtudes y
maravillas de nuestra sanidad pública no pudiera reparar en poco tiempo para
devolverlos a sus puestos y permitirles continuar con su campaña de depredación
de roedores y demás animales insulares. Ocurrió entonces, cuando había perdido
toda esperanza, algo extraordinario: paseaba un día por una avenida nueva, por uno
de esos flamantes promontorios junto al Barranco de Santos. Algunos de ustedes
recordarán que antiguamente aquella zona era un criadero de sintechos, pero hoy
se ha convertido en un ajardinado paraíso para deportistas. No hace falta permanecer
allí más de media hora para empezar a sentir unas náuseas compulsivas: por
suerte, basta con asomarse al barranco para echar la papilla. En esas, quiero
decir a punto de lo tal, me encontraba yo cuando algo me salvó: una rata asomó de detrás
de una palmera, un ejemplar magnífico, insolente, un deslumbrante y orondo
mamífero de astuta mirada, un animal vigoroso, seguramente un macho en la
plenitud de sus facultades físicas, de unos cuatrocientos gramos de peso, con unas
patas que se agarraban como ventosas al tronco de la palmera y correteaban por
él como proclamando su poderío, su insumisión, su triunfo. Sufrí una especie de
síncope, un amago de éxtasis que me retuvo en casa durante tres días. No
contesté al teléfono, no le abrí la puerta a nadie, no contesté los wasaps ni
chateé de madrugada. Estaba buscando mi reconciliación con el mundo. Me
imaginaba, presentía una ciudad al borde de la utopía: invadida por miles, por
millones de ratas que, incontroladas, nos devolvían todo lo que los miserables nunca
debieron arrebatarnos y tan difícil de decir resulta. Esa comunión. Ese
alborozo. Ese vigor. Esa suciedad. Esa estampida. Ese albedrío.
miércoles, 21 de octubre de 2015
jueves, 8 de octubre de 2015
LOS CANTOS DE CENIZA DE JESÚS HERNÁNDEZ VERANO
Hace muchos años, tantos que ya pronto se cumplirán veinte años de aquello, Jesús Hernández Verano y quien les habla decidieron colaborar en un proyecto juntos: ocho dibujos y ocho poemas reunidos en una carpeta que se titularía Las cuerdas invisibles. El resultado de todo aquello –y de tantas horas de amistad, conversación, lectura y sueños compartidos, tantas horas, en definitiva, de conexión– lo tienen ustedes expuesto en la mesa que está a la entrada de esta sala. No traería aquí este recuerdo si creyera que lo que entonces fluctuó entre palabras e imágenes no ha seguido, de algún modo, alimentando la obra de Jesús durante todos estos años. Intermitentemente, en idas y venidas, pero también en largos silencios y distancias, he ido contemplando lo hecho, lo pensado por él, lo entredicho, lo proyectado, lo imaginado en su reconcentrado taller. De alguna manera, lo que aquí se muestra es un poco de ceniza, es decir, el resultado, todo lo incandescente y desgastado y disperso y fragmentado que se quiera, de una gran combustión: la de una vida al límite, siempre en busca de esos bordes en los que saltan las chispas, una vida (y conozco pocas así) tan entregada a una pasión secreta, a la seducción de un canto que casi nadie escucha, que se diría que aquí, entre nosotros, están ardiendo ahora mismo las sustancias con toda la intensidad con que en el alma arden las visiones. Porque de visiones se trata. No tanto quizá de visiones alimentadas por la alucinación, sino de visiones al borde de la ceguera. Ojos cosidos, ojos dorados, reflejos en un ojo dorado, que hubiera dicho Carson McCullers, ojos contra la pared, ojos abiertos a la trama imprevista de todas las imágenes, ojos embarcados, barcas ojeadas que atraviesan el estanque dorado que termina siempre en la ausencia o en lo innombrable, ¿para qué seguir ahora si también ustedes tienen ojos para ver y ojos para no ver, o bien ojos para sentir y para tocar? Vean, sientan, toquen lo que aquí se propone muy cerca de sus vidas, de nuestras vidas. Y, sin embargo, esto que aquí se dice o se susurra está dicho, en cierto modo, desde una conciencia plenamente consciente de las atrocidades del mundo contemporáneo. Una especie de afán o sueño de curación atraviesa todas estas piezas, estas, como hubiera dijo Benjamin, iluminaciones profanas. El sueño arrancó con un movimiento de vaivén, una travesía de sanación, quizá después de asomarnos a uno de esos charcos de la orilla, y entre las miríadas de peces apareció una almendra, una almendra que contenía un agua no hecha para saciar ninguna sed, un agua tan densa que era como la sed misma o como la sangre que circula por nuestros cuerpos, y cada día había que dibujar el ojo-almendra-barca-pez como si acabara de nacer y se lo hubiera visto entonces por primera vez, el ojo-lágrima-barca-almendra-pez que nos hería por dentro hasta la ceguera o la más cruda desolación. Recuerdo, la primera vez que conocí a Jesús, en Madrid, en un piso de la calle Monte Esquinza: unas láminas en el suelo, desdibujadas en mi memoria sus formas, pero grabada como a fuego la intensidad del color, esas múltiples capas que conversan con la fragilidad de la mirada, y siempre ese oro que se asoma con su magia, con la insobornable ambigüedad de su dicción. Cuando se entra por primera vez en una exposición como esta se asiste a algo parecido a una purga de silencio: dejamos fuera lo que hasta entonces habíamos sido y nos adentramos en otras posibilidades de nosotros mismos, nos disponemos a enredarnos con los hilos más gráciles, a asomarnos a las oquedades más elementales. Al mismo tiempo que dejamos a un lado las palabras, pues apenas hacen falta y, como enseguida comprobarán ustedes cuando yo me calle, se está mejor sin ellas, también dejamos de lado la mirada de siempre, nuestra convencional manera de acercarnos a las cosas. Nos quedamos, de algún modo, sin lengua, sin oídos, sin ojos (augenlos) y, como aquel extraordinario personaje de un documental de Werner Herzog, ciego y sordomudo, nos acercamos a las ramas (en este caso, a las piezas de Jesús) para sentirlas con el corazón casi convertido en el árbol o en las piezas mismas. Nos quedamos sin oídos para escuchar un canto de ceniza, una secuencia de laúdes hondos cuya verdad nos interroga. Hace unos días, cuando vine a ver la exposición mientras Jesús la estaba montando, le dije que la palabra alemana que aparece –verán que leve y misteriosamente modificada– en una de sus piezas, me recordaba a algún poema, quizá de Georg Trakl. Resultó que estaba equivocado. Augenlos, es decir, carente de ojos, aparece en un poema, sí, pero del gran Johannes Bobrowski, amigo de Paul Celan, de Ingeborg Bachmann y de Nelly Sachs, poeta de los paisajes destruidos (y de la convivencia de pueblos destruida) de las regiones bálticas de la Prusia Oriental. Un poema que habla de un pájaro blanco que vuela llevado por el aire sobre su propia muerte. Hacia 1996, precisamente en la época en que conocí a Jesús, yo vivía en Alemania y traduje ese poema de Bobrowski que ahora les leo en otra traducción, la del mexicano Daniel Bencomo.*
El pájaro, blanco
Johannes Bobrowski
El pájaro, blanco
llevado sobre su muerte
por un espasmo del aire,
con pálidas plumas
permanece velado
sobre una colina, un
abedul, sobre su propia
sombra. La sombra
sube del agua
y cubre la arena.
Viene
una iglesia con féretros
bajo el alero,
con piedras blancas y granas
junto a los pies. Conversan
las voces de la espesura,
los labios de humo
de plumas,
de alas blancas,
de un pájaro sin ojos.
* Palabras de presentación leídas en la inauguración de la exposición Cantos de ceniza, de Jesús Hernández Verano. Centro de Arte La Recova, Santa Cruz de Tenerife, 8-30 de octubre de 2015.
viernes, 2 de octubre de 2015
SANTA CRUZ DE TENERIFE
Para Pablo Martín Carbajal
Si uno recorre por primera vez las calles de una ciudad
como Santa Cruz de Tenerife –un visitante llegado de pronto, despreocupado,
imberbe o incluso “de vuelta de todo”, viajero de un trasatlántico, pasajero azaroso,
flâneur ajeno a todo– quizá no se
percate de entrada del aire malsano que desprenden determinados edificios,
ciertos rincones del centro de la ciudad o, si se arriesga a llegar hasta la
costa del extrarradio, algunas playas convertidas en vertederos o en cementerios
de gaviotas. Es posible que en un segundo paseo, alentado ya por el gusanillo
de lo inconmovible, sorprendido por esa infrecuente destreza para empolvarse
hasta la irrisión que poseen algunas damas que se descuelgan, entre la calle
del Pilar y la de Villalba Hervás, como si habitaran todavía en el interior de
una acuarela de Francisco Bonnín, nuestro visitante descubra un par de casonas,
dos o tres avenidas que difícilmente tienen parangón en cualquier otro lugar
del mundo. Lugares como la Avenida de Venezuela, el Parque García Sanabria o los
caserones de dos plantas que bordean la Rambla del General Franco –discúlpenme
si sigo llamándola como lo hacen mis conciudadanos– componen lo que algunos
pedantes denominan el punctum de la
ciudad, y esto, si no me equivoco, en razón de lo siguiente: especializada en
girar en torno a sí misma y dotada de una importante cantidad de avenidas de
circunvalación, plazas, rotondas y fuentes circulares, Santa Cruz de Tenerife
constituye un emblemático panóptico, una ciudad apuntalada sobre la
contemplación de sí misma y, por tanto, el mejor de los espacios para la
reflexión, el aturdimiento y la manía persecutoria. Tengo un amigo que la ha
llamado la ciudad de las miradas. Grandes
socavones –especialmente en la temporada de riadas–, edificios construidos al
filo de los barrancos, pasarelas sobre la autopista, cantidades industriales de
palomas achicharradas y un sinnúmero de histriones, apopléjicos, caminadelado,
perdonavidas, chuloplayas, santurronas, plastas, perroviejos, colgados,
culturetas, virujientos, raterillos, lameculos, arrimados y lelos son parte inseparable del
paisaje urbano de esta ciudad que algunos han querido llamar la otra capital del Atlántico. Lo cierto
es que personajes de la calaña mencionada pululan cada día por nuestras calles sin
que se pueda dar dos pasos sin tener que quitárselos de encima. Nuestro alelado
viajero, claro, se muestra encantado con todas estas marcas de autenticidad y
desembolsa propinas generosas incluso a los más atrabiliarios camareros. Los
tribunales de la mendicidad, las almonedas del pordioserismo y las lonjas de la
prostitución constituyen asimismo señalados lugares de esparcimiento en los que
quienes han perdido toda esperanza deambulan en busca de unas monedas o de los
últimos whiskies. Escuchar el delicioso dialecto que borbota de los labios de
una mujer de la clase media santacrucera, esa combinación de cariñosería,
desparpajo, zalamería y gracejo carcelario, debería figurar en los anales de todo
viajero atlántico que se precie como uno de los momentos más extáticos de toda
su carrera. Y hay más. En la esquina de Álvarez de Lugo con Ramón y Cajal, en
los aledaños del barrio de Progreso, se puede asistir a un espectáculo digno de
cualquier gran ciudad del África contemporánea: las ratas que suben del
barranco con las bocas llenas de desperdicios para la cena escalan
desordenadamente las cañerías que comunican la calle con el patio trasero de
una antigua imprenta. Se especula, por cierto, con que en esa imprenta, en
alguna de las dependencias que quedaron al aire libre tras la última riada,
podría encontrarse la legendaria copia perdida de la película surrealista que
en los años 30 se exhibió en esta ciudad antes que en Praga, que en Berlín, que
en Londres. Suba el viajero, si aún tiene fuerzas, por Ramón y Cajal hasta los
bares de alterne que colindan con la Rambla y siéntese a tomarse una piña
colada a media tarde en una de las terrazas tropicales. Deje que por su piel
circule el aire, que a esa hora refresca y deja a los foráneos la apacible
sensación de que podrían olvidar su nombre, su cara, su persona y hasta el
simple saberse un ser humano vivo en un lugar de la Tierra. Acaríciese entonces
las manos, masajéese la cara, descontractúrese el cuello y siéntase por fin
parte y partícula elemental del universo. Esto sólo lo logrará nuestro
visitante, si es su día de suerte, en nuestra adorada Santa Cruz de Tenerife. Alguna
vez, más tarde, creerá haberlo vivido en otros sitios, pero ese será un
recuerdo equivocado. La experiencia original fue esta, fue aquí donde
confluyeron el aire y la piel, la presencia y la gracia, el tiempo y la fisura,
el resplandor y el pozo. Parta, si aún le parece poco, en dirección al Parque
de la Granja. Oh la seducción de lo prohibido, la madre de todas las
interdicciones. Los muros de ese parque han contemplado todas las inmundicias y
se han contaminado de todas las enfermedades que el ser humano puede
contagiarles a las piedras. Hay allí un árbol circular, una especie de
minúsculo baobab en el que dos cuerpos pueden encogerse y desaparecer el uno en
el otro y ambos en el interior del árbol y el árbol con ambos dentro en la
espiral infinita de la dormida ciudad. De allí no hay luego dios que los saque.
Suba hasta la Cruz del Señor, callejee por el Barrio de la Salud, donde aún
juegan al dominó, sin matarse unos a otros, unos cuantos ancianos en la rústica
plaza. Salud Alto: donde hubo fiestas que fueron decapitaciones y
decapitaciones que fueron fiestas. Si nuestro viajero quiere pillar algo, no le
bastará con un dominio básico de la lengua castellana: tendrá que conocer la
jerga gestual del menudeo si quiere hacerse entender por los capos del
tinglado. Que pille o que no pille dependerá luego de la benevolencia de los tales,
que llegado el caso no se andan con chiquitas y menudos los talantes que se
gastan. Una vez aquí, no le queda al viajero sino tomar una guagua de la línea 027,
que, entre fumetas vestidos de Prada y chabolas pintadas de rosa, atraviesa
Cruz de Piedra sin otro incidente que un par de pedradas que apenas rasguñan
los cristales blindados del vehículo. Veámoslo de nuevo en algún cafetín del
centro de Santa Cruz: peripuesto, rampante, fervoroso, ya nada le parece lo de
antes y hasta podríamos contar con él para una de esas ceremonias de bienvenida
que el ayuntamiento organiza para agasajar a los turistas. Rodeado de trajes
típicos, de timples y de chácaras, a nuestro patidifuso visitante no le
costaría mucho decidirse a cenar esa noche en uno de los restaurantes del
puerto. Sólo que no hay restaurantes en el puerto. No hay puerto. No hay
ciudad. No hay viajero. No hay barco. No hay nada. Salvo quizá unas cuantas ratas por
entre los escombros dejados por las riadas.
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