Cuentan las crónicas de la ciudad —no todas tan
apesadumbradas como nos lo han querido hacer creer quienes dicen haberlas leído
a conciencia durante las últimas décadas— que la idea originaria de instalar un
parque de palmeras en el antiguo Lazareto surgió ya en el seno de algunas
familias de indianos que, a comienzos del siglo pasado, regresaron a la isla
con una mentalidad más abierta, con un nuevo concepto de la arquitectura y con
bastante dinero ahorrado. Escandalizados por lo que antes de sus viajes de
fortuna habían sido sus casas familiares, construidas con materiales pobres y
trazadas según un vano respeto por la caprichosa orografía de la isla, se
dedicaron a derrumbarlas para construir sobre ellas o junto a ellas unos
caserones nuevos, más amplios y menos melindrosos, sin esas inútiles balconadas
de madera o esas absurdas escaleras exteriores en el costado de patios ciegos
en los que ya nunca más, por suerte, guardarían sus cabras. Los restos de las
antiguas casas empezaron a afear los aledaños de las flamantes y modernas mansiones.
Uno de los próceres, con buen criterio, propuso que esos restos se amontonaran
en un lodazal situado a varios kilómetros del puerto de la capital y que, a
medida que se iban depositando allí, se fueran cubriendo, para ocultarlos a las
autoridades, con palmeras extraídas de los inútiles y exuberantes palmerales de
la isla. Hasta allí se llevaron, así pues, durante años, durante décadas, en
carretas o en camiones, al anochecer o de madrugada, toneladas de escombros,
antiguos artesonados de estilo mudéjar, bernegales abandonados en patios
zaheridos, mampostería cuarteada, restos de balcones de madera aún medianamente
lustrosa, tejados en los que seguían asomando, traviesos, los verodes, mesas de
camilla, mecedoras cojas, cómodas rechinantes, pesados camastros oxidados,
carillones mohosos, enormes jaulas de madera, cortinajes cargados de pelusa, manteles
de encaje tan sucios como finos. Poco a poco, y a medida que se iban expoliando
los palmerales de la isla, se fue apartando u olvidando la costumbre de cubrir
con palmeras las masas de residuos. Las autoridades acabaron aceptando, por
inevitable, su onerosa existencia. Y dado que, desde entonces, aquel lugar, el
Lazareto, como dieron en llamarlo —pues alguien debió de pensar que, junto con
todos aquellos desechos de otras épocas también podía lanzarse allí a los
leprosos y a los tísicos, basura al fin y al cabo—, pasó a considerarse la
escombrera municipal, el basurero más o menos oficioso al que iban a parar
todos los despojos de la vida ciudadana, acabaron arrojados allí cientos, miles
de fetos resultado de abortos furtivos practicados en las nuevas haciendas,
cadáveres de camellos sacrificados tras resultar inservibles en las labores
agrícolas, toda la basura generada por los casi sesenta barrios de la capital, miles de litros de alquitrán vertidos por los barcos petroleros que abastecían
diariamente a la primera refinería del país, toda la mugre pisoteada por los
cientos de miles de borrachos que recorrían las calles cada año en carnaval y
que, antes de ser llevada al Lazareto, era depositada en las ciento veinte
fuentes municipales, en las que permanecía durante unos meses hasta que el agua
se volvía lo bastante sucia como para acabar con la vida de las palomas y las
ratas que se acercaban a beberla, los cadáveres, recogidos por fervorosos
voluntarios en todos los rincones de la ciudad, de esas mismas ratas y palomas,
cadáveres a los que se sumaban los de las cucarachas, las chinches, las
sanguijuelas y las babosas que cada año eran exterminadas en aplicación de los
denominados “planes de extinción de criaturas nocivas” promovidos por el Comité Municipal de Ordenación del Territorio. De
este modo, el Lazareto fue creciendo en superficie y en altura. Muy pronto, sin
que nadie lo previera, le ganó unos metros al mar. La basura fue alcanzando los
fondos marinos, se comió buena parte de la orilla, amenazó los aledaños de la refinería
de petróleo y convirtió aquel reducto en un espacio mítico, prohibido, del que
se oía hablar con temor pero que nadie había visto. Se decía que el Lazareto se
había convertido en una montaña de altura descomunal junto a la costa. En una
crónica de mediados de los años sesenta, que no todos sus lectores consideran
apócrifa, se le atribuía la nada despreciable altura de 424 metros. Se añadía
que el entonces presidente del Comité Municipal de Obras Portuarias había propuesto
que el Lazareto optara al récord mundial de altura de montañas artificiales,
pero la propuesta no llegó a prosperar, aunque la crónica no aclaraba si esto se
había debido a la falta de apoyo del resto de los comités municipales o a la
poca capacidad de convicción del presidente de Obras Portuarias. En cualquier
caso, poco tiempo después sufrió la montaña su primer estancamiento. Según otra
crónica casi del todo olvidada, se debió este al sensiblemente menor índice de
descubrimientos azarosos de restos mortales de represaliados de la guerra civil
envueltos en sacos en los fondos marinos, a la paralización comercial de la
refinería causada por una de las tantas crisis petroleras de la época y al
novedoso plan de planificación familiar implantado entonces entre la numerosa
oligarquía masculina con la finalidad de limitar el índice de natalidad
abortiva de la isla. Los rascacielos que poco después empezaron a rodear el
Lazareto —única posibilidad, no hace falta aclararlo, de crecimiento para una
ciudad sitiada, por sus cuatro costados, por, respectivamente, la refinería, el
mar, las montañas y la plaza de toros— hubieron de alcanzar alturas superiores
a los 500 metros para garantizar a los nuevos propietarios las tan codiciadas
vistas al mar. Para neutralizar o, al menos, reducir el tufo constante
producido por la descomposición de sustancias de todo tipo depositadas allí a
lo largo de los años, los promotores del skyline
capitalino, siempre atentos a las últimas tendencias, importaron de Singapur —otras
crónicas hablan de Shanghái— un método que consistía en aclimatar sobre el
Lazareto una variedad de palmeras aromáticas que, además, podía constituir,
combinada con otras variedades de palmeras exóticas y decorativas, una
atracción más para el nuevo barrio de alto
standing que lo iba circundando. Se
consultó al presidente del Comité Municipal de Aceras y Jardines sobre la
posibilidad de contar con fondos públicos para el traslado, instalación y
cuidado de las nuevas palmeras de lo que acabaría llamándose el Palmétum —hubo
un intenso debate en la Asamblea de Comités Municipales en torno a la necesidad
o no de incorporar al nombre una tilde que, para algunos, no hacía sino afearlo—
y, una vez que el presidente de dicho comité —solo las malas lenguas afirmarán
que su familia era la propietaria de las empresas de jardinería encargadas de
la operación— hubo dado su visto bueno a las partidas presupuestarias correspondientes,
se iniciaron los contactos para la compra de palmeras. Han sido largos y arduos
los años que se han necesitado para que especies acostumbradas a otro tipo de
suelos, a un aire acaso menos limpio que el nuestro y a una climatología más
severa, más húmeda, prosperasen, creciesen y permitieran, de este modo,
culminar este parque público que la Asamblea de Comités Municipales se complace
hoy en presentar como el proyecto estrella de la actual legislatura: el
Palmétum. Queremos dar la bienvenida a todos los ciudadanos de la capital,
brindarles las más de 15 hectáreas de este espacio como un lugar en el que
perderse y, al mismo tiempo, entrar en contacto con una buena parte de nuestro
pasado. Aquí, en medio de estos lagos artificiales de aguas cristalinas, junto
a la mayor colección de palmeras del mundo, si afinan sus olfatos, queridos
ciudadanos, se encontrarán con miasmas procedentes de todos los estratos de
nuestra vida en común; si escarban, aun simbólicamente, bajo cualquiera de
estos montículos, podrán encontrar un huesecillo, un nido, un trozo, una huella,
un minúsculo resto de lo que entre todos hemos construido. Caminarán sobre la
abundancia de ausencia que somos todos y comprenderán que no somos sino un
amontonamiento de despojos. Bienvenidos, pues, ciudadanos, miembros de la
oligarquía y representantes de todas las clases sociales, a este nuevo espacio
de convivencia: nuestro flamante Palmétum.
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