martes, 9 de abril de 2013

EL TORNEO


                Con todo cariño para Paco Moreno, Luis Granizo, Andrés Febles y Manuel Prieto.

Un aire de extravagante estupidez circula entre los pasillos y las gradas. El público ha venido para ver jugar a los campeones de la provincia contra los nuevos pupilos del club de la montaña. Los papás llevan de la mano a sus hijos con la convicción de que en un futuro no muy lejano se convertirán en los nuevos campeones de la provincia. El entrenador del club de la montaña masculla unos consejos desesperados que ninguno de sus pupilos se siente capaz de poner en práctica. Unas ráfagas de viento, como hacía años que no se sentían soplar, se levantan y tuercen en el aire la trayectoria de las pelotas, que empiezan a caer donde ninguno de los contrincantes se esperaba. Las gradas rezuman un vapor que no se sabe si tiene su origen en las gotas de sudor de los espectadores que el sol de la canícula evapora con crujidos casi inaudibles o en la mirada turbia de los jugadores que se afanan en devolver hasta los tiros más esquinados. Uno de ellos, la primera raqueta visitante, deja entrever el vello incipiente de un pecho bien formado entre los pliegues del cuello de su polo lacoste. Luego, en las duchas, otros jugadores, de su mismo equipo y del contrario, pasarán frente a ese pecho enjabonado, chorreante, y desviarán sin saber por qué la mirada. Los socavones de unos desmontes practicados años atrás en la ladera de la montaña al pie de la cual se construyeron las pistas lanzan sus destellos rojizos de carne reseca al sol del mediodía. En esos socavones tenía encerrados el entrenador a unos perros de caza a los que, según se decía, iba a alimentar solo muy de tarde en tarde. Los jugadores locales que esperan su turno para jugar miran cómo lo hacen sus futuros contrincantes y temen no haber afinado en los entrenamientos su pericia lo suficiente como para derrotarlos cuando les llegue el momento. Escuchan los consejos que el entrenador les susurra al oído sin que en ningún momento se sientan capaces de llevarlos a cabo. A medida que los visitantes van aparcando sus coches en los terraplenes que rodean las instalaciones del club de la montaña, va llegando más público que recorre los pasillos, visita el bar, se instala en las gradas. Entre las tabaibas, las plataneras, los riscos, las pencas adheridas a los riscos, las contracciones de la ladera voladiza y las casas apartadas, el torneo tiene algo de irreal, de soñado, como si ese domingo, un domingo perdido en alguna equivocación de la memoria, nunca hubiera debido existir. Uno de los papás, con ínfulas de falso aristócrata, en realidad un mero empresario de la construcción dueño también de varias discotecas y mayorista de ropa deportiva, azuza a su retoño, segunda raqueta del equipo visitante, contra su futuro contrincante local. Le hace creer con zalamerías que su juego agresivo no encontrará obstáculo alguno en las técnicas pusilánimes y retorcidas del número dos de los anfitriones. Este, que lo escucha todo desde una pequeña terraza escondida sobre el techo de las duchas, medita su estrategia defensiva y traza mentalmente los pases paralelos, cruzados o elevados que tendrá que tirar cuando su contrincante suba a la red para atacarlo. En realidad, la única posibilidad de que los jugadores locales puedan ganar el torneo pasa por mantener intacta la conciencia de la absoluta inutilidad de toda estrategia. Da lo mismo que piquen la pelota, que la liften, que la corten, que la acuchillen, que la acaricien o que la dejen —esas extrañas palabras emplea su entrenador, que, aunque nunca se lo haya hecho saber, no alberga en ellos ninguna confianza—, pues en realidad están expuestos al más crudo de los azares, a la mayor o menor capacidad que sus rivales demuestren para escandalizarse o defenderse de sus extrañas y heterodoxas maniobras en el juego, de sus desplazamientos fingidos, de sus inusuales y en el fondo contraproducentes carreras marcha atrás, de sus alocadas subidas oblicuas a la red, de sus desesperantes globos, de sus dejadas suicidas. Aleccionados por uno de los entrenadores más prestigiosos de la provincia, por uno de los pocos cuyo estilo se corresponde a la perfección, según los expertos, con las técnicas canónicas del juego, ellos, los nuevos pupilos, han acabado haciendo lo que les da la gana, empuñan la raqueta cada uno a su manera propia e inventada, disparan tiros que no parecen obedecer a estrategia alguna y que, por eso mismo, salen de cualquier manera y despistan con frecuencia a sus oponentes. El público, que sabe todo esto, abarrota ya las gradas de la pista principal mientras los campeones de la provincia, en el partido de dobles, vapulean a los jugadores locales que, de momento, no se entienden entre ellos ni cada uno consigo mismo. En vez de entrenar duro el día anterior, sabiendo como sabían que se iban a enfrentar a los actuales campeones de la provincia, los jugadores del club de la montaña se dedicaron a corretear por los senderos de la ladera, a jugar a las cartas en la casa abandonada y a practicar llaves de lucha que los dejaron agotados. En el bar del club de la montaña se han encargado ya las famosas tortillas que darán de comer, sea cual sea el resultado, tanto a los jugadores locales como a los visitantes. Se trata de unos gruesos mazacotes de papas y huevos entreverados de chorizo, aceitunas, cebolla y perejil que se han hecho famosos en toda la provincia y constituyen quizá el verdadero motivo por el que el club de la montaña acaba abarrotado los domingos en que se celebran torneos. Las vallas pintadas de verde que protegen las pistas chirrían cada vez que una pelota golpea contra ellas. En lo alto de una silla de metal también pintada de verde, protegido por una especie de pupitre replegable en el que apoya su cuaderno de anotaciones, el árbitro dictamina si la pelota ha caído fuera o dentro de la pista, canta la puntuación de las jugadas, establece los tiempos de descanso en los cambios de lado, escudriña ceñudo y prepotente a los jugadores que se atreven a protestar, manda callar al público exaltado, se convierte en dueño y señor de un juego que no es suyo solo para fustigar la ilusión, la paciencia y las esperanzas ajenas. Aparentemente aliadas con los jugadores locales  —los fundadores del club de la montaña sabían lo que hacían—, las ráfagas, que arrecian, arrebatan los tiros más certeros, ralentizan las bolas ganadoras hasta dejarlas a merced de quien había sido superado por ellas, detienen en el centro de la pista las que iban a caer varios metros detrás de la línea de fondo y hacen que las pelotas tracen los arabescos más descabellados para enfado y desesperación de los jugadores visitantes. El equipo local, que ha perdido el partido de dobles, gana de este modo los dos individuales. Vence así, contra todo pronóstico, a los campeones de la provincia. Las familias de los ganadores aplauden. Los jugadores se demoran, cabizbajos unos y eufóricos los otros, en las duchas. Las tortillas circulan entre las mesas cubiertas con manteles de hule. Los perros que, se dice, sobreviven encerrados en los socavones de la ladera, ladran en el momento en que el barranco devora la última claridad de la tarde. El público se retira con la convicción de que una victoria así, injusta combinación de un hado funesto y de la más artera superchería, no debería pasar a los anales deportivos de la provincia. Una vez que el equipo visitante se ha marchado, los jugadores locales, su entrenador, sus familias y el dueño del bar, autor de las famosas tortillas, sacan una baraja y empiezan una partida de envite.   

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