La
inhalación de aquel nuevo producto le causó, a altas horas de la madrugada,
unas convulsiones que lo despertaron. No había contado con ningún efecto
secundario y, por lo tanto, no se las esperaba. El inductor —no cabe llamarlo facultativo ni nada
por el estilo— de aquella
novedosa terapia le había recomendado que combinara la inhalación del producto
con la ingesta de dos o tres caramelitos de anís que podían despacharle en
cualquier tienda de chucherías. Quizá se había propasado con la dosis inhalada —que debía ser la equivalente a la exposición de la
nariz al producto durante tres o cuatro segundos— o con la cantidad de caramelitos
ingeridos, pero lo cierto es que cuando se despertó de madrugaba sudaba un
sudor frío, se retorcía como alma que lleva el diablo, sentía las arremetidas
de impacientes retortijones y unas palpitaciones que le hacían estremecerse desde
la coronilla hasta las uñas de los pies. La botellita que contenía el producto
que le habían inducido a inhalar se encontraba en la mesita de noche. Dos o
tres caramelitos de anís, reservados para la siguiente inhalación —que, según el programa prescrito,
debía tener lugar a las seis de la mañana, antes del primer café—, permanecían envueltos en sus
envoltorios de plástico adornado de unos puntos azules que rodeaban la palabra anís. Se levantó y fue al baño. Instaló
el calefactor cuyo chorro de calor lo resarcía durante sus duchas de primera
hora de la mañana. Faltaban todavía dos horas para las seis, pero decidió que
no iba a poder dormirse de nuevo y que era preferible buscarles remedio a las
convulsiones, sudores, retortijones y palpitaciones que lo habían despertado.
La primera solución que se le ocurrió fue una ducha de agua fría. Preparó las
dos toallas y el albornoz en los que se envolvería después del amargo —pero, pensó, necesario— trago, reguló el calefactor a la
máxima potencia, dejó correr un poco el agua como para acostumbrar el tacto por
medio de la vista y el oído —pensamiento absurdo, pues, pese a lo que creyeran los poetas simbolistas,
no hay ninguna correspondencia entre
nuestros sentidos, que no son, ay, más que compartimentos estancos— y entró precavido en el plato de
ducha. Lo cierto es que, después de unos minutos de estéril sufrimiento, sus
convulsiones habían aumentado, el sudor frío se había transformado en una
costra helada que le cubría todo el cuerpo, los retortijones habían dejado paso
a unos pinchazos atroces en el bajo vientre que solo pudo aliviar a medias
dejándose evacuar en plena ducha y, por último, el corazón ya no le latía sino
que gemía y aullaba desde que la cascada de agua fría parecía haber empezado a filtrarse
hasta la cueva en la que vivía encerrado. Al cabo de dos o tres minutos, decidió
interrumpir el suplicio, apagó el calefactor, cuyos servicios habían sido esta
vez inútiles, se enfundó en las dos enormes toallas como para dejarse morir dentro
de ellas y remató su propio embalsamamiento con un albornoz a modo de sudario
que se amarró con un doble nudo alrededor de lo que unos minutos atrás había
sido su cuerpo. Ahora, se dijo, voy a regresar a la cama. Atravesó como un alma
en pena —salvo que las
almas, se dice, no sufren ya los tormentos corporales— el salón en que otro tiempo había
leído tratados de álgebra, libros de viajes por el extremo oriente, novelas
sobre la paz y sobre la guerra y poemas del cancionero tradicional, ese mismo
salón en donde había sido feliz viendo películas mudas, escuchando preludios
wagnerianos, bebiendo selectos whiskies escoceses y haciendo el amor a mansalva,
y llegó al dormitorio. Contempló con una mezcla de escepticismo, candor, rabia
y delectación la botellita que contenía el producto inhalable y los dos o tres
caramelitos de anís. Eran aproximadamente las cuatro y cuarto de la mañana
cuando decidió adelantar su próxima dosis, dispuesto a reventar de una vez o a
tirarlo todo por la borda con la insana esperanza de alcanzar con el
acabamiento una migaja de paz. Cuando se metió en la cama y se tapó, podía
decirse que lo que quedaba de su cuerpo, allá perdido en el fondo, rodeado de
mantas, sábanas, albornoces y toallas, no era más que un miasma balbuciente,
una mindundez recorcovada, un guiñapo o un gorgojo infectos, contraídos. Aun así,
consiguió liberar dos dedos de una mano, una de las ventanas de la nariz y un pequeño
recodo de la comisura derecha de su boca, que le sirvieron, respectivamente,
para agarrar y destapar la botellita, inhalar durante unos segundos el producto
y embutirse los dos o tres caramelitos preceptivos. Lo que ocurrió entonces no
podía extrañarle a nadie, y menos a él. Imaginemos —pues hay cosas de este mundo que solo
pueden contarse por medio de metáforas— un bulto formado por tripas desgajadas de las
entrañas de las más inmundas bestias, un bulto irreconocible para la supuesta
conciencia que a aquel bulto animó en un tiempo ya del todo inexistente, un
bulto cuyas tripas comienzan a rebullir en todas direcciones en medio de una
batalla campal con el único objetivo de estrujarse unas a otras y escapar al
tormento atenazante de unas mantas, unas sábanas, un albornoz, unas toallas. Al
cabo de unas horas, después de un largo y profundo sueño, amaneció curado. La
única señal de lo que le había ocurrido era un leve sabor a anís en la boca del
estómago.*
* La génesis de este relato se relata en el relato titulado "Génesis de un relato", que constituye la entrada posterior a esta en el blog.
* La génesis de este relato se relata en el relato titulado "Génesis de un relato", que constituye la entrada posterior a esta en el blog.
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