lunes, 13 de febrero de 2012

LOS MERODEOS

Se ha convertido, quién se lo iba a decir, en un experto merodeador visual: atrapa magistralmente con su mirada todo aquello que desea, sin que para ello le importe gastar horas sentado a la misma mesa de restaurante, en el mismo asiento de tren, en el mismo banco de un parque al atardecer, en primavera o en otoño. No cabría, tal vez, decir que atrapa nada, pues atrapar conlleva atenazar, detener, subyugar. Se diría más bien que, como hacen al parecer algunas serpientes, logra envolver con su mirada aquello que mira. Se emboza, como si dijéramos, en su propia mirada aparentemente distraída, pasajera, inocente. Sacude minuciosamente los ciscos de la imagen, cualquier borrón o mancha que, de entrada, lo mirado le interponga como una especie de torpe protección entre la piel y sus ojos. Realiza esta operación higiénica no sin preguntarse si, a lo largo del acto de mirar, no debería mantener, en aras de la veracidad de lo mirado, íntegros los restos de cualquier suciedad, las advertencias del tiempo, los embotados surcos de la edad. No configura, sin embargo, una imagen ideal. Su higienización no es una abstracción. Es tan solo el modo de obtener, de entre las posibles y tal vez infinitas imágenes que la imagen contiene, la que más se adecúe a su mirada interior, al deseo siempre al acecho, al maremágnum sin tregua de sus propias pasiones. Se zafa de toda mirada frontal. Se zafa también de toda oblicuidad. Se zafa de la mirada de través y de la mirada al revés, de la mirada tangencial, de la mirada ladeada, de la mirada curva, de la mirada circular. Se zafa de la mirada inversa y de la mirada reversa. Se zafa de toda mirada que no se corresponda exactamente con la mirada que lo mira. Así, como cabía esperar, al final no es ya él quien mira, sino el mirado o lo mirado. Y, sin embargo, lo cierto es que, cuando consigue atrapar unos ojos en una de esas miradas suyas cautivadoras —cautivadoras porque cautivan en los múltiples sentidos de este verbo simpar—, esos ojos se le quedan rendidos como si no lo miraran, es decir, que adoptan exactamente la misma lánguida postura sometida, la misma propensión a apoyarse en las órbitas que los suyos. ¿Quién cautiva entonces a quién? ¿Quién es entonces el cautivo? Podríamos permanecer durante horas, testigos mudos de esta elocuente conversación de dos miradas, sin descubrir cuál de las dos tiene atrapada a la otra, pues lo cierto es que no las veríamos encontrarse nunca, nos parecería que nunca van a coincidir los ojos en ese intangible contacto entre pupila y pupila, entre un par de pupilas y otro par de pupilas, que, si se miran el uno al otro, en ese mismo instante, no podrían nunca mirar a otro par de pupilas. Y, sin embargo, diríamos que podrían estar mirándose eternamente sin mirarse. Como en un juego de reflejos repentinos, de espejos multiplicados unos dentro de los otros, como en una de esas estelas que quedan flotando en las aguas surcadas por un barco en el que nos alejamos para siempre de algún amor o de algún puerto, los ojos se miran, ¿o habría de decirse que se pican, como las olas?, un instante que es casi un punto inexistente del tiempo para luego alejarse infinitamente los unos de los otros —y, sin embargo, en ese alejamiento infinito hay una convergencia casi inapreciable, casi imposible, que los reúne de nuevo en algún momento del tiempo. Así que todo no es sino un vaivén, un merodeo insaciable, una experta concatenación de unicidades que se duplican vanamente, una y otra vez, hasta la ceguera final.

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