viernes, 31 de marzo de 2023

CENIZA EN UN PUÑO PARA UN TIEMPO NUEVO

[Texto escrito el 5 de octubre de 2019, el día posterior al incendio del Ateneo de La Laguna.]

Ahora los tiempos son otros. Es difícil definirlos. Se podría decir que ahora todo se superpone a todo. Y que lo superpuesto y aquello a lo que se superpone no pueden distinguirse claramente. El porqué de esto cabe sospecharse, pero no hay modo de estar seguro de nada.

La ciudad se ha llenado de unas mariposas extrañas. No vuelan atolondradamente, sino compulsivamente. Se nos enredan entre las piernas y nos las tenemos que quitar de encima a manotazos. Son mariposas esquizofrénicas. Mariposas enloquecidas. Signos de un tiempo que no está hecho para la contemplación, sino para la desbandada.

Ayer –ya todos lo saben– ardió el Ateneo de La Laguna. Cuatro de octubre de dos mil diecinueve. Digámoslo con todas las letras, pues en cada una de ellas hay encerrado un pellizco de dolor o desazón. Hay ceniza en nuestros puños, como hubiera dicho Emilio Alfaro Hardisson, el poeta –y directivo del Ateneo– fallecido en 2004, el mismo año del centenario de la entidad que iba a homenajearlo precisamente el día del incendio.

Quede esa mesa de poetas en homenaje a Emilio Alfaro Hardisson, ese acto que no pudo celebrarse, que hubo de ser cancelado –como todos los programados para los meses venideros por las cinco secciones de la institución– como el parteaguas que definirá lo que el Ateneo de La Laguna será a partir de ahora: la nostalgia de lo que fue, el entusiasmo de lo que sigue siendo y el ensueño de lo que volverá a ser pronto, muy pronto. Tres líneas imaginarias se unen en esa ceniza que nuestros puños recogen –cerrados, con rabia, como se cierran todos los puños– para lanzarla al aire del futuro con la ilusión de  que el Ateneo renazca como un fénix.

Quien no haya estado nunca en el Ateneo de La Laguna no puede imaginar cómo es posible que una institución de sus discretas dimensiones espaciales pueda albergar tanta riqueza cultural, más de un siglo de trayectoria intelectual y miles, millones de microrrecuerdos unidos a cada centímetro de madera, a cada peldaño, a cada porción del pasamanos de la escalera, a cada pieza artística, a cada silla del salón de actos, a cada rincón de la sala de arte, a cada tecla de su emblemático piano, que Bernardo Chevilly, en tardes que no mueren nunca, tocaba como quien dialoga con los que ya no están: música para hablar con lo invisible.

Llevo marcada en el corazón la imagen de Orbelinda Bermúdez, que ha sido durante décadas el alma del Ateneo, recuperando obras de arte una vez que se pudo extinguir el incendio. Estoy seguro de que Orbelinda, con su eficacia, su cordialidad, su ecuanimidad y su sabiduría, va a guiarnos para desenredar el nudo de esas tres líneas imaginarias. Y que gracias a ella desembocaremos en las límpidas playas del futuro.

Hay un tiempo para llorar, leí en alguno de los cientos de comentarios que han circulado estos días en las redes, y un tiempo para recomponerse. El del llanto dura quince minutos, decían, y el de la recomposición empieza ya, ahora mismo, desde el instante en que cada uno de nosotros reúne en su memoria los fragmentos –nódulos de fragilidad– de su ateneo imaginario para construir con ellos su ateneo futuro. Claro que no va a ser fácil y no va a bastar con el esfuerzo individual de cada uno de nosotros: hará falta una pulsión colectiva, la colaboración de las instituciones públicas y el reconocimiento por parte de la sociedad en su conjunto de la importancia que un lugar como este ha tenido y tiene en el tejido cultural de nuestras islas y, por qué no decirlo, del mundo cultural de lengua española.

En el Ateneo, cuando era joven, conocí a José Balza. Nos recuerdo, pipiolos resabiados como éramos algunos, conversando con el gran escritor venezolano de humildad a prueba de pipiolos resabiados. Hubo muchas lecciones como esas a lo largo de los años. Arturo Maccanti nos enseñó en el Ateneo que leer poesía es incorporarse con la voz a un texto que nos funde con nosotros mismos. Juan José Delgado, que también nos daba clases en la universidad, nos hizo ver en las tardes del Ateneo que la intensidad de la palabra tiene que ver sobre todo con lo que la palabra es capaz de decir al límite del silencio.

Cuando, tiempo después, me vi por primera vez subido al estrado, detrás de la larga mesa, participando en un coloquio sobre poesía –pero qué puede saber de poesía un joven de veinte años que no ha vivido sino bagatelas–, supe que el Ateneo era de verdad una casa común, un lugar en el que podíamos conversar, visitarnos, compartir lo poquito que sabíamos, discutir y, sobre todo, conocernos un poco mejor.

Ernesto Suárez, que fue durante mucho tiempo el alma de la Sección de Literatura, me invitó a colaborar con una carpeta en la colección Libros de la Sabina. Los poemas de La azotea – Réquiem, la plaquette que me presentó Nilo Palenzuela en un Ateneo repleto de amigos hacia el año 2001, supuso para mí un lazo de unión inextinguible con la institución. Es emocionante –a pesar de la tristeza– pensar que ha sido precisamente una lectura poética de Nilo Palenzuela la última actividad, antes del incendio, en que pude participar como corresponsable, junto a Sandra Santana, de la Sección de Literatura de la nueva Junta Directiva presidida por Claudio A. Marrero y elegida a principios de este año.

Ahora los tiempos son otros y las mariposas recorren la ciudad poseídas por un frenesí desconocido. No se dejan contemplar. No podemos esperar nada de ellas. Es como si vinieran de otro mundo y nos dijeran que este de aquí es un sueño y que somos nosotros los que vivimos dentro de una pesadilla descontrolada. Nosotros, tercos como somos, ahuyentamos a las mariposas y nos alejamos de su mundo paralelo y desquiciado, pues nuestra labor ahora es afirmar que este mundo, aunque sea un sueño, es el nuestro y, aunque la destrucción lo amenace, vamos a seguir habitándolo y levantándonos cada día para ofrecérselo a los demás.                      

   

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

ENTRADA DESTACADA

UNA INCURSIÓN INVERNAL EN LA CASA DE CAMPO

Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

ENTRADAS POPULARES