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sábado, 19 de enero de 2019
lunes, 14 de enero de 2019
jueves, 10 de enero de 2019
TAMPOCO YO ESTUVE NUNCA EN TUBINGA. UNA CARTA A ADALBER SALAS SOBRE "LA CIENCIA DE LAS DESPEDIDAS"
Tampoco
yo estuve nunca en Tubinga, mi querido Adalber,
y
seguro que cuando pronuncio “Tübingen” o “Túbingen” lo hago mal,
posiblemente
porque el alemán es ese idioma que no se aprende nunca
por
mucho que se viva durante años en el país de Hölderlin,
es
ese idioma que te expulsa, lengua de dientes afilados como los de las fauces
de
un cocodrilo o de un caimán (de estos últimos, por cierto, vi hace poco imponentes
ejemplares
en
el Parque del Este de Caracas y estoy convencido
de
que sus mandíbulas producen sílabas sangrientas, cortantes
enunciados
que la ciudad difunde hasta los barrios por sus arterias colapsadas
y
que demuestran que la lengua del origen lleva ya incorporada su propia
perversión;
hablando
de Caracas, es curioso que tan sólo en cuatro poemas hablas de ella en este
libro,
como
si todo el resto dibujara, en filigrana, la despedida o la ausencia de esa
ciudad,
los
tiempos de penuria en que la lejanía es un rapto en modo alguno divino).
Pero,
volviendo a Tubinga y a Hölderlin, que es como decir a Grecia y a Odiseo,
a
ciertos héroes o dioses más o menos añorados,
¿qué
fue del inmigrante ilegal que naufragó en las costas de una isla cuyo nombre no
era Ítaca?
¿Moriría
de hambre o asesinado a cuchilladas por el otro mendigo?
Es
la historia de tantos, en Europa, en Norteamérica, que dejan atrás la guerra
y
cambian su destino de muertos por un presente de excluidos,
hasta
que tarde o temprano viene la muerte a tocar a su puerta, como a todos,
sólo
que ellos llevan escuchando los golpes de la famosa caníbal desde casi antes de
nacer.
Los
golpes, esos mismos golpes que no escuchaba sino que sufría en propia carne
Adrian
Jones, el hijo de Michael A. Jones, el ciudadano de Kansas que en 2017 confesó
haber
asesinado de una paliza a su hijo dos años antes,
cuando
Adrian tenía siete años, y haber utilizado sus restos para darles de comer a
los cerdos.
Como
en un raro privilegio, estos, los cerdos, se convierten en tu poema
en
los depositarios de las historias que les cuentan los huesos del niño,
pues
cuando uno muere, dice Adrian, aprende un montón de palabras nuevas.
¿Es
esta, acaso, la ciencia nueva que hemos nosotros de aprender,
la
ciencia de las despedidas,
Osip
Mandelstan, Adalber Salas,
la
sinrazón de lo que yace enterrado en nuestro mundo racional,
unas
palabras nuevas para cada horror nuevo, para cada nuevo tiempo de miseria?
Esa
ciencia nueva, sin embargo, habría de fundarse en conocimientos antiguos,
sería
necesario rescatar, como hacen los peces, las voces de los dos esclavos tirados
por la borda
de
un barco esclavista de 1724, esas voces de la rebelión que fueron acalladas,
como
lo es actualmente cualquier rebelión contra las tiranías:
cuerpos
apaleados en plena calle para escarnio de todos,
torturas
sistemáticas y atroces de las que sólo se filtran rumores
para
que el miedo se infiltre hasta en las mentes más audaces.
Que
no sepamos los nombres, que desconozcamos los rostros de las víctimas,
que
las sospechemos amontonadas en fosas comunes tan anónimas como aquel mar,
¿no
es este el propósito de todas las dictaduras?
Borrar,
hacer desaparecer, arrasar la memoria, mutilar
cualquier
posibilidad de reconocimiento y testimonio,
¿no
es este el lenguaje heredado que renueva cada tiranía,
por
mucho que se disfrace de democracia parlamentaria?
Pero
las cabezas, aun decapitadas, siguen hablando,
quizá
no de un modo tan elocuente
como
la de aquella, encantada, que Don Quijote escuchó en casa de Antonio Moreno, en
Barcelona;
siguen
hablando, digo, las cabezas desenterradas, profanadas, extirpadas
de
sus cuerpos, aunque no sea sino una baba
tenaz lo que susurren.
En la memoria llueve todo el
tiempo, dices, mi querido Adalber,
consciente
de que recorremos terrenos pantanosos
cada
vez que nos acercamos al origen, sobre todo
cuando
en el origen está marcada a fuego la violencia de un tiroteo
que
destruye una ventana mientras un niño de cuatro años
mira
en la televisión unos dibujos de Bugs Bunny.
La
erosión por la lluvia, que no es sino una metáfora
del
desgaste y de la fuga que es la vida, se inscribe en el análisis geológico
de
la piel y la memoria, cuántas capas es preciso raspar
para
acceder a la primera, originaria, al albor de la vida, a esa escena
en
un piso tranquilo que de pronto es lanzado al aluvión de la historia,
en
pleno intento de golpe de estado de 1992 en Venezuela.
Tenemos
todos cuatro años y nos reímos con Bugs Bunny antes de leer ese poema.
Pero
después, cuando lo leemos, nos damos cuenta, cada uno de nosotros,
de
que hubo para nuestra piel una primera capa, un rasguño preciso
que
la marcó para siempre y sobre el que se superpusieron,
instante
tras instante, día tras día, año tras año,
muchos
otros rasguños, rasguños sobre los que llueve
comme il pleut dans mon coeur, que
diría Verlaine.
Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento,
habríamos
de recordar aquel primer rasguño,
pues
en ese momento final en que la despedida se inscribe en nuestra piel
las
capas se transparentan y descubren las unas a las otras.
Y
lo que más nos sorprende es darnos cuenta de la cantidad de vidas
que
conviven dentro de nosotros: no hay diferencia alguna
entre
lo auténtico y lo apócrifo, pues con el agua que cae la memoria moldea
figuras
de barro que presumimos verdaderas
hasta
que caemos en la cuenta de que no somos quienes somos, sino otros o nadie,
dependiendo
de si ese día hayamos estado releyendo a Homero o a Rimbaud.
Dubia et spuria,
esto es, las obras dudosas y las espurias
forman
parte de la edición completa de nuestra vida encuadernada,
son
fragmentos que conservamos en estados a veces muy precarios,
ideas
rotas de nosotros mismos,
borradores
que no estamos seguros de haber escrito nunca
pero
que nos descubren el otro lado de esta vigilia perezosa en que solemos vivir.
Nuestro
cuerpo asediado es tanto más nuestro cuanto más asediado se ve,
pero
tampoco el cuerpo de los demás se diferencia del nuestro,
no
al menos cuando se ha convertido en cadáver, y es necesaria entonces
la
creación de una agencia para la protección de los derechos civiles de los
muertos,
que
en el poema vigésimo del libro reclaman su condición de ciudadanos,
su
reconocimiento como posibles candidatos a las elecciones,
y
obtienen tanta fuerza –pues quién puede dudar de que los muertos son poderosos–
que
las encuestas más recientes vaticinan
que pronto el país podría hallarse gobernado
por un muerto.
No
sabemos, Adalber, si se tratará de un muerto embalsamado
o
carcomido por la podre, como diría un mal traductor de Baudelaire,
pero
en cualquier caso esa perspectiva, la de ser gobernados por un muerto,
a
nosotros, los españoles, nos resulta cada vez menos lejana e inviable.
Bromas
aparte, a estas alturas no cabe ya la menor duda
de
que cualquier indicio de muerte aparece en primer lugar en la lengua,
quiero
decir en la lengua del Tercer Imperio o Tercer Reich,
la
lengua manipulada, retorcida, adulterada, prostituida,
por
medio de la cual la farsa de este mundo pretende convertirse en verdad
absoluta,
hasta
que la única verdad, como bien supo Victor Klemperer,
acaba
siendo el ostracismo, la persecución y el holocausto.
Frente
a esta nueva neolengua de la posverdad de nuestro tiempo, la poesía acude
con
su palabra truncada, interrogante, amiga del subsuelo y de los extrarradios,
puesta
frente a nosotros como un espejo parlante.
Lo
mismo que un corazón de res, diseccionado a los quince años
en
clase de biología, constituye el mejor correlato objetivo de nuestra
fragilidad,
así
la lengua que se habla nos permite distanciar el dolor, verlo escrito en el
aire.
Desde
el aire, o desde Google Earth, los barracones
de
Auschwitz-Birkenau son cráneos relucientes, puro esqueleto:
no
hay allí carne ni ceniza,
la
carne que fue quemada y convertida en ceniza quedó dispersada por el soplo de
un ángel
que
ya Rilke o Klee, en los años 20, habían presentido.
Cráneos
relucientes, fríos esqueletos,
objetos
abandonados en una pantalla de ordenador, como si la historia no fuera
un largo toque de queda donde
realmente nada concilia el sueño por completo.
Porque
esto es así, porque a los sueños se transfieren los cuerpos dolientes de los
otros,
el
sufrimiento que hemos vivido junto a quienes amamos,
o
incluso el que se infiltra en nuestra locura al conocer ciertas tragedias,
deportaciones,
exilios, persecuciones, diásporas, genocidios,
no
es concebible que la palabra nos libere, sino que hemos de ser nosotros,
los
cautivos, quienes intentemos liberar la palabra en el poema,
a
sabiendas de que los poemas son vísceras que cuelgan de los ganchos de una
carnicería.
En
definitiva, liberar la palabra,
aprender
la ciencia de las despedidas,
es
convertir la propia vida en un viaje infinito,
en
un poema que cruza de una lengua a otra lengua, como un cuerpo que traspasa las
fronteras,
llegar
al último poema y poder declarar los motivos del viaje
sin
que lo que dejamos atrás nos pese demasiado, pero sin olvidarlo.
jueves, 3 de enero de 2019
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