Hoy ha vuelto a aflorar el herpes zóster. Hace un tiempo que
creo que su periodicidad tiene que ver con los recuerdos de aquello, pero lo
que me genera algunas dudas es que no siempre esa periodicidad ha sido igual de
regular. Cuando la doctora me preguntó con qué frecuencia aparecía, estuve
dudando unos instantes. “Entre dos y tres meses” fue mi respuesta. Pero sabía
que no siempre había sido así. Las ampollas con que se manifiesta suelen ser
tres, cuatro, cinco. En ocasiones han aparecido solo dos y muy raramente una
sola o más de cinco. Las primeras veces —pero esto lo recuerdo ya muy
vagamente, como si hubiera ocurrido en otra vida, en otro cuerpo o simplemente en
sueños— las ampollas brotaron en el dedo anular de la mano izquierda, a media
altura, entre la primera y la segunda falange. Pero un día abandonaron el dedo
para siempre y se trasladaron a la palma de la mano. Allí han seguido surgiendo,
año tras año, hasta ahora. Las ampollas que han brotado hoy son cuatro. Están
situadas entre las dos rayas centrales, casi en el centro exacto de la palma. Son
como un pequeño campamento levantado en medio de dos ríos. El proceso es
siempre el mismo: el primer día apenas si se notan salvo por una ligera comezón
acompañada de un leve enrojecimiento; luego, entre el segundo y el tercer día,
crecen, se llenan de lo que yo pensaba que era pus pero, según la doctora, no
es más que el líquido propio que producen las ampollas del herpes zóster; hacia
el cuarto día ese líquido parece haber sido absorbido por el interior de la
piel y las ampollas se endurecen, se agrandan y dejan de arder; al quinto o
sexto día, adquieren una ligera costra de piel reseca y, en lo que había sido
la protuberancia ardorosa, aparece ahora una bolsita crujiente que luego, al
séptimo u octavo día, acaba cayéndose y dejando entrever la piel nueva que se
ha formado debajo y que, inequívocamente, es de un color más sonrojado que la
que la rodea. Al principio, cuando aún no sabía que se trataba de un herpes,
pinchaba las ronchas con un alfiler al segundo o tercer día, dejaba que saliera
lo que yo creía que era pus, limpiaba por dentro, con alcohol, los agujeritos
que se formaban, les recortaba con un cortaúñas la piel de los bordes, dejaba
al aire esos pequeños cráteres cuyo origen desconocía y terminaba así, de un
modo tan brutal y, según creía yo entonces, efectivo, con esas intromisiones en
mi extremidad superior izquierda. Llegué a pensar, cuando aún no sabía que se
trataba de un herpes, que aquella saña, aquella intolerancia mía del principio,
había podido ser la causa —o una de las causas— de que las ronchas no hubieran dejado
de aparecer. Pero la doctora me dijo que los herpes se caracterizan por eso:
por que permanecen siempre ahí, en estado latente, y afloran periódicamente en
la misma zona del cuerpo. Así que ahora convivo con él. Sigo pensando que sus
apariciones no tienen nada de casual, que son los recuerdos de aquello los que
lo convocan y atraen, o al menos los que lo hacen abandonar su “estado latente”.
Unos recuerdos como esos no regresan de balde. Tampoco, y aunque a veces me lo
propongo y creo casi conseguirlo, resulta fácil borrarlos. Me digo que el
precio que tengo que pagar es mínimo, que, en definitiva, mientras el herpes se
limite a esas tres, cuatro o cinco ampollas de nada en la palma de la mano
izquierda, será inocuo e indoloro. He oído hablar, sin embargo, de herpes que
afectan a regiones más sensibles, o que atacan con más virulencia zonas como
las caderas, los genitales, incluso los ojos o la boca. Ahora, a diferencia de
como lo trataba al principio, he acabado mimando a mi herpes, lo unto con una
crema que me recetó la doctora, lo vigilo y protejo durante todo el proceso,
incluso diría que, cuando tarda en regresar, me preocupo y me inquieto. Forma
parte de mí. Hasta ahora —y ténganse quienes estén leyendo esto por privilegiados—
nadie sabía de su existencia y, en cierto modo, constituye una marca que, si he
de creer a la doctora, permanecerá indeleble hasta el final de mis días, por lo
que, en momentos como este, cuando surge de nuevo, bendigo siempre su precaria lealtad, que me acompañará
mientras pueda afirmar que esto es mi cuerpo o que este cuerpo es mío.
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