Me intriga el destino de Arthur Parchet (1878-1946),
compositor del Valais que triunfa en la Alemania anterior a la Primera
Guerra Mundial como director de orquesta y joven promesa de la música. Vive en
Berlín, Mannheim, Stuttgart. Admirado por una novelista inglesa, Aline Wakley,
quizá en gran medida debido a su porte, a su estatura, al exotismo
salvaje de su aspecto, se convierte en el protagonista de su novela Un hijo de
Helvecia. Al estallar la guerra, se ve obligado a volver, empobrecido, a su
pueblo de origen, Vouvry. Allí lo acompañan más tarde su mujer y su hijo. Se
dedica a dar clases de alemán en colegios de la región. Critica la música
local, las fanfarrias, los acordeones, las armónicas. Sufre todo tipo de
críticas, se gana enemigos, el pueblo lo rechaza. Pasa a trabajar en el
campo, con otro refugiado como él, pero en este caso rumano: Panait Istrati. Se
hacen grandes amigos. Comparten penas y labores, recorren las tabernas. Istrati
le presenta a Romain Rolland, exiliado entonces en Villeneuve. Parchet
intenta elevar la calidad de la enseñanza musical, se propone introducir nuevos
métodos, se empeña en incorporar ideas novedosas sobre la cultura y el arte
a una sociedad cerrada, provinciana, sorda para todo lo que no provenga
de la tradición. Ninguna de sus propuestas es aceptada. Al cabo de unos años
muere su mujer. Parchet se queda, viudo, al cuidado de su hijo. También este
muere unos años más tarde. Parchet está ahora solo en Vouvry. Istrati se ha ido
y con el tiempo se convertirá en un escritor famoso. El piano que le regala
a su viejo amigo compositor aún se conserva en el museo local. Al final de
su vida, Parchet funda un coro de aficionados al que logra elevar
a niveles de calidad inusitada. Compone para él piezas hoy en día olvidadas.
Vive prácticamente de la mendicidad, de las limosnas de unos vecinos para los
que no es sino un estorbo, un loco, un trastornado, un inútil, un frustrado y
un alborotador. Parchet enferma. En 1944 le escribe a René-Pierre Bille,
hermano de S. Corinna Bille y uno de sus pocos amigos: «Todo mi arte es para mí
y la vida solo me es valiosa en la medida en que me permite cultivarlo. La
imposibilidad de hacerlo es para un artista peor que la muerte. Y este estado
de cosas me ha convertido en un rebelde...». Arthur Parchet muere en la clínica
Saint-Amé de Saint-Maurice el 20 de febrero de 1946.
jueves, 21 de febrero de 2013
domingo, 17 de febrero de 2013
LAUSANA
En una habitación de hotel alguien se pudre. Contempla la
foto de los dos cerditos ―¿o es un grabado, una litografía?― y se pregunta qué
le estará contando el uno al otro al oído. Es tanto lo que ha olvidado que ni
siquiera recuerda en qué hotel durmió años atrás cuando visitó esa misma
ciudad. ¿Habrá sido en el mismo que ahora, incluso en esa misma habitación? No
es que recordarlo pudiera servirle para nada, pero quizás se sentiría un poco
menos abandonado en ese atolladero, en esa desgana que lo roe por dentro. Hay
tres espejos en la habitación del hotel, pero en ninguno podría reflejarse otra
imagen de sí mismo distinta a la de un ser derrotado. De resto, unos visillos,
unas colchas, unas sillas, una mesa, un armario y unas lámparas de una baratura
tal, de un fealdad tan infame que no sabe hacia dónde volverse para sentirse un
poco menos deprimido. Si abre la ventana para mirar hacia la catedral ―allá
arriba, como construida en lo más alto de la ciudad para apabullar, para
imponer su presencia en todos los rincones―, un frío cortante le hiela la cara.
El baño no es un lugar en el que pueda pretender encontrar el más mínimo
alivio: una luz mortecina, que va incrementándose poco a poco en intensidad sin
dejar nunca de brillar de un modo fantasmagórico, lo invita a usarlo lo menos
posible (cepillarse los dientes casi a oscuras es una experiencia que linda con
el más tenebroso de los mutismos). No escucha nada a través de las paredes, no
ha visto a nadie atravesando los pasillos cubiertos de unas alfombras pegajosas
que parecen puestas allí para convertir los pasos en quejidos que no obtendrán
nunca compasión alguna. Algo le dice que ha entrado en el más definitivo de los
silencios, que han quedado atrás las últimas posibilidades de conversación, las
eventuales intervenciones en diálogos que podían haber sido monótonos o
miméticos pero que eran, por lo menos, una tentativa plausible de salir de sí
mismo. Sabe, se dice, que el de estas pasadas semanas ha sido el último intento
de establecer un vínculo afectivo con alguien distinto al fantasma que ve todas
las mañanas al desvestirse ante el espejo para ducharse. Asume esto con una
compostura que le asombra. Uno de los cerditos acerca su hocico a la oreja del
otro para susurrarle alguna confidencia. Hay otros cuadros en la habitación en
los que ni siquiera se ha fijado, para qué. La estufa emite un ronroneo
sospechoso que lo lleva a pensar que en cualquier momento puede dejar de
fucionar. Este cuerpo, se salmodia, es el mismo que estuvo en tantas otras
habitaciones de hotel, el mismo que heredé del cuerpo de ayer, que era el mismo
heredado del cuerpo de anteayer, a su vez el mismo... ¿Cuántos cuerpos ha
tenido? ¿Cuántos ha tumbado en una cama de hotel con las piernas dobladas casi
como una odalisca, con la misma e intacta impericia en la consecución de
posturas apropiadas para el placer solitario? La catedral lo mira desde su
opresiva atalaya. Contempla cómo se desenvuelven sus manos en dirección a la
parte baja del vientre. Uno de los cerditos, el que escucha las confidencias
del otro, lo mira también desde el cuadro ―plumilla, acuarela o lo que quiera
que sea―, como si fuera eso lo que su compañero le está pidiendo que haga,
mirar a aquel mamarracho que intenta sacarle a su cuerpo, tumbado en una cama
repelente, un par de convulsiones de desangelado placer. La nieve que cubría el
tejado de la casa abuhardillada de enfrente se ha derretido a medias con el
medio calor de esta mañana. El mensaje que esperaba para hoy no llegó nunca.
Puede seguir destrozándose los cercos de las uñas hasta que los dedos se le
queden convertidos en garras sanguinolentas, que no por eso le enviarán el
mensaje que espera. Monda una mandarina. Se raspa la piel hasta que se le forma
una llaga. Las colchas rezuman unos jugos que parecen formados por la mezcla de
veinte clases distintas de semen y tres o cuatro tipos de flujos vaginales. Lo
que uno de los cerditos le dice al otro al oído es que el mamarracho de ahí se
ha quedado con la mano agarrotada en su sucia entrepierna y un gesto de alelada
incredulidad en las comisuras de los labios. Se imagina una rata del tamaño de un
gato corriendo por las paredes y lanzándosele a la yugular al cerdito de los
demonios. Para qué seguir, piensa mientras contempla no sin cierto agrado las
tres perchas que parecen, respectivamente, un garfio, una hoz y una guadaña. O
una horca preparada en el patíbulo más gris que quepa imaginarse: la habitación
de un hotel de tres estrellas suizo. Si tuviera los dedos más finos podría
meter el meñique, el anular y el corazón en uno de esos enchufes suizos de tres
agujeros y recibir una descarga que lo dejara en el sitio. Va a tener que
encerrar a la rata en la caja fuerte, pues no deja de insinuársele. Tras
degollar al cerdito burlón y provocar la huida de su amigo o amante, parece
haberse despertado en ella un hambre más lasciva que la que le inspiraron los
marranos, un hambre sexual dirigida al único ser vivo que hay ahora mismo en la habitación.
Claro que él no está por la labor. Existe una cierta desigualdad en los tamaños y
no querría provocar ningún desgarramiento indeseado. Que la rata maldita se las
apañe como pueda encerrada en la caja fuerte; en cualquier caso, en menos de
una hora se le habrá terminado el oxígeno y quedará yerta, inerte, tiesa y tentetiesa allí dentro. “Se
ruega a los señores clientes que depositen en la caja fuerte cualquier objeto
de valor. En caso contrario, el hotel no se hace responsable de su pérdida.”
Siente un ligero tufillo procedente de uno de los sobacos. Lo único que le
faltaba ahora es un acceso de hedor que lo obligue a ducharse. Si no ha sudado ―la
captura de la rata fue rápida y sencilla, dada la sumisión del animal―, si su
cuerpo, en cualquiera de sus versiones heredadas, no ha soltado, impávido
durante horas, una sola gota de sudor, ¿cómo pueden olerle los sobacos? Siente
asco de sí mismo, de su imparable putrefacción. Pero no piensa perfumarse. No
está dispuesto a someterse a ningún lavado a fondo por un par de vapores
tumefactos que quizá no sean sino producto de su imaginación. ¿Desde cuándo se
imagina olores?, se pregunta. En cualquier caso, pudrirse imaginariamente, y
hacerlo además en una habitación de hotel como la que ahora ocupa, es un
proceso fascinante que revela una sutileza sensorial e intelectual de la que no
puede sino sentirse orgulloso. Esta constatación le basta para asumir que está
bien donde está y que es ahí donde debe permanecer.
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