Me veo, allí, en un sendero de la cumbre, o emboscado entre las trenzas de la laurisilva, qué palabra, como si el mundo fuera otro, como si yo también fuera otro, y lo que veo es en realidad un dibujo apenas esbozado del perfil de las montañas, a lo lejos. Porque ahora todo está lejos. Y lo que se ubica delante de los ojos no tiene ninguna consistencia. Así que no es exactamente un recuerdo, sino un desplazamiento, la toma de conciencia de una tendencia a la difuminación de todo lo que nos sale al paso. La mirada se complace en extenderse hasta las cumbres de las montañas alejadas. Y lo que surge allí, como si de pronto se abriera una mirilla en la propia mirada, un mirar minúsculo en el interior del ojo, es una escena que nadie se creería, el azoramiento de un adolescente que se desplaza en silencio por un sendero que va dando curvas, que desciende y luego asciende, y que al ascender sigue ascendiendo hasta llegar a un llano que se atraviesa en un silencio todavía más profundo antes de que el sendero vuelva a descender, ascienda, se hunda luego hasta los restos de dos o tres casas desperdigadas. El adolescente, me veo pero no creo que sea yo aquel, o por lo menos no aquel que creí ser, tiene los ojos muy abiertos pero no es capaz de ver casi nada. Oír sí, oye más de lo que ve, y lo siente todo, como si estar rodeado por tantas enroscadas ramas de árboles sin nombre para él fuera un rito de iniciación, como si él viniera de un país en el que nadie creyera en nada y ahora estuviera asistiendo, es más, formando parte de una presencia absoluta, compartiendo con los dioses sin nombre para él los mensajes que brotan de un temblor del aire, del musgo depositado en los alfileres de las ramas, de un pájaro que cruza de perfil el silencioso estruendo de una brisa súbita, comedida. Me veo allí, paseante de otro tiempo, silencioso restaurador de imágenes desprevenidas, rozando con mi inocencia, que un día se convertirá en putrefacción, los restos o los bordes de una perfección imperfecta. Soy ese que veo allí, pero no exactamente aquel, no del todo el que creo que fui, sino alguien que supo estar en un lugar que no le pertenecía y que glorificó en tributos de tinta invisible los instantes de transfiguración, los misterios recibidos, las doctrinas sutiles, los retales, las lianas. Olvida lo que tienes delante, la ciudad convertida en un insoportable pandemónium de plástico, cemento y estulticia. Mírate transitar allí, por senderos que aún existen, sombras intactas que el dedo de los soles sigue respetando, y, si no crees seguir teniendo derecho a recordarte como eras entonces, o como, al menos, creíste que podías ser, al menos coloca contra tus ojos un resplandor que los ciegue para todo lo que no merece la pena ver, trasládate a donde estuviste al frente de ti mismo, adolescente que sudaba y, mientras caminaba perdido por senderos que no conocía, se olvidaba de quien era, miraba en dirección a la ciudad como si prefiriera escupir sobre sus calles. Allí, en las cumbres de las montañas siempre alejadas, vuelves a verte y no sabes si lo que entonces sabías sigue teniendo alguna validez. El cerco de la humedad en los troncos más aislados. Las serpentinas de un verde oscuro que se te enredaban en el cuello. Los helechos que te hablaban como príncipes encantados. La brújula de los soles alrededor de los ramajes. La música del viento en el corazón del bosque.
TRAVESÍAS
Cuaderno de apuntes de Rafael-José Díaz
miércoles, 25 de junio de 2025
lunes, 23 de junio de 2025
lunes, 9 de junio de 2025
jueves, 29 de mayo de 2025
OTRA NOCHE EN AGÜIMES
Y si todo era duelo de dónde procedía aquella exaltación que me llevaba a ponerme una y otra vez de pie en el banco en el que me había sentado, que me incitaba a tender las manos hacia las ramas más altas, zarandeadas por las ráfagas más atronadoras, pues aquí abajo el viento, no el viento recordado sino el visible, no el viento que olvidé sino el que ahora luchaba por absorberme, era más un hormigueo incesante de las hojas que una desaforada invención, como allá arriba, de la locura del aire.
Supe que no estaba solo en la plaza cuando escuché una voz que parecía camuflarse entre las ráfagas.
Era una voz que no hablaba conmigo, ni con sombra alguna de las proyectadas por las farolas de luz ya mustia a aquellas horas tardías, sino que o bien se comunicaba consigo misma, como si quisiera recordarse en alto lo que había determinado hacer, quizá para no olvidarlo o acaso para sentir que podía decírselo a pesar del estruendo circundante, o bien se dirigía a otra voz igualmente escondida, o a otras voces, quién sabe cuántas podría haber por allí.
Las casas que nos rodeaban atestiguaban que no estábamos solos del todo, aunque sabía que algunas de ellas estaban deshabitadas al menos desde la época en que yo viví en aquel pueblo, dos décadas atrás.
Que algunas estuvieran deshabitadas, como la que lindaba con la casa que fue mía y a la que le habían puesto puerta y ventana nuevas, y dos capas de pintura, por lo menos, en la escueta fachada, no quería decir que algunas noches no se reunieran en aquellas casas personas en un número incierto para no se sabía bien si jugar a las cartas, beber licores caseros, destripar animales cazados aquella misma tarde o mantener relaciones sexuales en grupo.
El viento, mientras tanto, seguía a lo suyo, desgañitándose en cada hoja de los laureles de Indias, que chillaban como si las estuvieran desgarrando o como si las ramas que las sostenían les derramaran una savia avinagrada o tóxica.
Sentado en aquel banco, sin ser capaz de dejar de llorar y sin saber muy bien por qué lo hacía, o quizá, mejor, sin querer confesármelo, fumaba lo primero que había encontrado en mi equipaje, y me levantaba a trompicones, como si fuera un lunático, me subía al banco de metal, como aspirado por un frenesí mucho más poderoso que el viento, y tendía las manos hacia las ramas más altas, como si de allí pudiera venir la palabra o la frase definitivas que disolverían el duelo lo mismo que queda el canto retenido en las gargantas de los pájaros cuando la muda los transforma en seres introvertidos, taciturnos.
Pues cualquier disolución imaginable pasaba por la retención, por el silencio.
Lo desbocado de todas aquellas semanas me había hecho imaginarme que estar allí, en el mismo lugar en el que había vivido dos decenios atrás, me resultaría insoportable. Pero enseguida supe que era todo lo contrario: era allí donde encontraría la curación para tanto desmadre, la serenidad transida de exaltación que tanto necesitaba para convencerme de que podía salir adelante.
Aquella mañana, al despertarme, había escuchado el graznido de un papagayo que mantenían encerrado en una jaula en el extremo del patio; el día anterior lo había visto agarrarse con el pico a los barrotes; y nada más llegar había notado cómo me miraban sus ojos enfurecidos desde donde quiera que la memoria atribulada lo tuviera retenido en aquel preciso instante; aquel pobre animal no podía sino agarrarse con el pico a su propia clausura.
Lo mismo, me decía, yo, aherrojado con cerrojos de duras palabras incomprensibles, difícilmente habitables, incapaces de iniciar ninguna conversación, palabras que, como una tela de araña, trazaba para encerrarme a mí mismo dentro de ellas, y desde allí, colgado de ellas como de un garfio, el paladar horadado por términos que ardían, no podría sino balancearme para aumentar el dolor, recrearme en el duelo, dejar caer más lágrimas que el viento barrería junto con las hojas caídas que, por fin, se habrían liberado de su sujeción a las ramas.
En otro tiempo, en algún momento que no sabría precisar, en aquella misma plaza, salvo que entonces había una terraza con tres o cuatro mesas en las que podía pedirse una cerveza, había conversado una hora con mi vecino de entonces, palabras siempre alicaídas, reveses musitados como si expresarlos en voz algo más alta amenazara con empeorarlos, todo un intercambio de malestares y humillaciones, agravios e indiferencias, como si, incluso en la excepcionalidad de aquella conversación, no pudiéramos dejar de sentirnos asediados por toda la cochambre que había recubierto nuestras vidas.
Ahora no sabía dónde estaba ni qué habría sido de él; tenía miedo de preguntarlo en el pueblo por si nadie lo recordaba; o, quién sabe, por si me daban noticias de su muerte.
Sabía que se olvidaba pronto a quienes habían ocupado sus vidas en destruirlas, pues la destrucción sólo interesaba a las propias víctimas, sobre todo ese tipo de destrucción incomunicable a la que nos habíamos dedicado tanto él como yo en aquellos años.
Me decía que si lograba alcanzar una primera rama podría luego ir ascendiendo por las cicatrices giratorias del viento.
Las voces se habían refugiado bajo un pórtico adornado con varios arbustos: allí, como si el viento fuera un aguacero, dos o tres seres de edades indefinidas encendían sus cigarrillos aliñados con sustancias que los hacían vocear acompasándose al viento, intentando infiltrar en él sus susurros, un parloteo abstruso sobre la última camada de los puercos en el goro improvisado del barranco, sobre las atarjeas que irrigaban todavía las pocas fincas de tomates que quedaban, sobre los disfraces de los carnavales del año pasado que habían guardado en el desván polvoriento de la casa semirruinosa de un compinche.
El cigarrillo se deshacía en mis labios como el hilo de agua en la fuente de piedra.
Las calles de los alrededores formaban un laberinto que me sabía de memoria.
Nunca me fui del todo, me dije; y por eso tampoco nunca regresaré del todo.
No me había tropezado con ninguna persona a la que pudiera reconocer o que me hubiera reconocido, si exceptuaba al dueño del bar colindante con la gasolinera, a quien cada vez que había vuelto le pedía un café que me servía con manos temblorosas debido, sospechaba, a una enfermedad padecida desde niño, y lo cierto es que no creía que él me hubiera reconocido nunca, pues por entonces apenas lo frecuentaba.
La vida se había ensañado allí con muchos, pero no con él, que parecía el más frágil de todos.
Había tres accesos a la plaza, y decidí escabullirme por el menos visible: cruzaría la carretera, abriría el portón de la casa alquilada, atravesaría el patio, pasaría junto a la jaula del papagayo y dormiría, por última vez, en aquel pueblo.
Al
socaire del viento.
miércoles, 21 de mayo de 2025
miércoles, 14 de mayo de 2025
sábado, 10 de mayo de 2025
LAS CAGADAS
Las ganas iban en aumento a medida que me acercaba al muro junto al que había decidido agacharme para cagar. Llevaba en un bolsillo de la chaqueta el trozo de papel que había arrancado del rollo que siempre llevaba en el maletero del coche. Entre donde lo había aparcado y el muro junto al que había decidido cagar mediarían unos doscientos metros. Había que atravesar la urbanización por un sendero flanqueado de matorrales a través de un solar que se prolongaba ya en campo abierto por una zona en la que estaba prohibido edificar debido a su proximidad con el aeropuerto. Se trataba de un conjunto de antiguas fincas que debían de haber sido expropiadas y que ahora constituían un descampado que se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta la siguiente zona residencial. Las ganas habían hecho su tímida aparición la primera vez que me bajé del coche y recorrí ese sendero que conocía de otras ocasiones y por el que, poco antes de que me bajara, había salido un chico cuya cara me era conocida de paseos anteriores. Se dirigió a su coche, que estaba aparcado frente al mío, arrancó y desapareció. Todavía no había caído la noche. En mi primer recorrido no vi a nadie más, pero las ganas fueron en aumento y pensé que lo mejor era aprovisionarme del trozo de papel con que me limpiaría el culo después de cagar. Por eso me dirigí lo antes posible al camino que devolvía con más celeridad a la calle en la que había aparcado el coche. Volví a entrar en el descampado por el camino por el que había salido el chico cuya cara me era conocida de paseos anteriores y me dirigí, cada vez más deprisa, al muro junto al que había decidido agacharme para cagar. Miré a mi alrededor: por allí no había nadie. Me quité la bufanda y la coloqué en lo alto del muro, que me llegaba hasta la cintura. Lo mismo hice con la chaqueta. Me bajé los pantalones, luego los calzoncillos, y me agaché junto a unas piedras. Ni siquiera fue necesario que empujara ni que hiciera apenas esfuerzo alguno, pues las cagarrutas salieron instantáneamente. Fueron cuatro, la última de ellas más pequeña que las anteriores, y su color era marrón café con leche. Sin embargo, cuando estaba saliendo la segunda me di cuenta de que en el mismo lugar había otros cuatro moñigos del mismo color y de las mismas dimensiones que los míos: tres medianos y uno más pequeño. Estaban exactamente en el mismo lugar, eran exactamente del mismo color y medían exactamente lo mismo que los míos. Además, eran, sin lugar a dudas, recientes, pues su color y textura no habían cambiado y aún no había moscas posadas sobre ellos. Todo esto sólo podía significar dos cosas: que alguien había cagado allí, en el mismo lugar, poco antes que yo; o que yo había cagado allí, en el mismo lugar, poco antes que yo. Descarté esta última opción, pues la lógica no invitaba a aceptarla. Me pareció evidente que el chico que yo había visto salir del descampado había sentido la misma urgencia que yo acababa de sentir, pero lo incomprensible o, más bien, lo más difícil de asimilar, era que hubiera elegido exactamente el mismo lugar que yo había elegido al azar y que sus deposiciones coincidieran en número, tamaño y color con las mías. El muro se prolongaba a lo largo de muchos metros ¿y tanto él como yo habíamos ido a cagar exactamente a la misma altura, junto a las mismas piedras? Resultaba una coincidencia muy difícil de entender, sobre todo porque a ella se unía la sincronía de ambas cagadas: apenas unos minutos las separaban. Además, ¿cómo era posible que ambos expulsáramos unos zurullos tan absolutamente idénticos en cantidad, dimensiones y tonalidad? Cualquiera de estas coincidencias por separado habría sido perfectamente asumible por una mente sensata, pero todas ellas juntas impedían considerar esa explicación, la de que aquellas heces hubieran sido expulsadas por otra persona, como plausible. Estaba claro que había que aventurar una hipótesis distinta. Retomé entonces la posibilidad de que yo me hubiera equivocado y que, mientras estaba expulsando la que creía mi segunda cagarruta, hubiera depositado ya en realidad cuatro más y que todos aquellos moñigos fueran de mi propia y exclusiva cosecha. Esta hipótesis planteaba, sin embargo, dos problemas cruciales: el primero era que yo estaba seguro de que, en el preciso momento en que estaba depositando mi segundo zurullo, me di cuenta de que ya había allí varias cagarrutas que no era yo quien había cagado porque precisamente en ese momento yo estaba empezando a cagar; el segundo problema era que, por muchas que fueran mis ganas, era imposible que, al finalizar mi deposición, hubiera cagado un total de seis moñigos de mediana extensión y otros dos de menor tamaño. Descartada, por tanto, esta segunda hipótesis que sólo podríamos atribuir a un lapsus de memoria o a un despiste circunstancial, pero que, por las razones que acabo de exponer, parecía completamente inverosímil, tuve que recurrir a la posibilidad de que otro yo hubiera cagado allí antes que yo. Quiero decir: que yo mismo, pero desdoblado en otro, hubiera sido el autor de las cuatro cagarrutas idénticas a las cuatro que yo mismo, sin desdoblamiento alguno, había depositado allí poco después. Estaríamos entonces no ante un suceso paranormal o fantasmagórico sino frente a lo que los físicos consideran como la existencia de mundos paralelos o multiversos en los que las identidades pueden estar desdobladas y los tiempos se superponen o colindan, lo mismo que lo hacen los espacios. A pesar de que mis conocimientos sobre esta teoría son escasos, precarios, puedo imaginarme que lo realmente ocurrido es que, cuando durante el primer paseo sentí las primeras ganas de cagar, mi yo de ese momento lo hizo en el lugar junto al muro que había elegido: depositó allí los tres moñigos y medio y continuó paseando como si tal cosa. Cuando regresé al coche a buscar el papel para poder limpiarme el culo tras notar que las ganas de cagar iban en aumento, ese acontecimiento, que había tenido lugar en un mundo –tiempo y espacio–paralelo, ya había ocurrido y yo no tenía memoria de ello. Fue entonces cuando las ganas, que aumentaban precisamente debido a la ausencia de memoria y a que el yo, llamémoslo así, principal no había cagado todavía, precipitaron mi rápida aproximación al muro, exactamente al mismo lugar en el que el yo, llamémoslo así, secundario ya había descargado la totalidad de sus heces, lo que implicaría que cierto hilo de conexión reminiscente seguía existiendo entre ambos mundos, entre ambos yoes, y que esa conexión quedaba expuesta y demostrada por haber elegido ambos el mismo lugar para cagar. La segunda deposición, por tanto, venía a ser una suerte de un reflejo, huella o proyección de la primera, o viceversa. Hay, sin embargo, un pequeño detalle en esta tercera hipótesis que impide aceptarla como completamente plausible. Es lo que yo llamaría “el dilema del trozo de papel”. Si la primera vez que cagué no disponía de papel con el que limpiarme el culo, ¿cómo es posible que el culo estuviera limpio la segunda vez que cagué? Ya en su momento escribió alguien, alguien bastante ilustre, que “el culo mío es mío”; pero aquí ocurre que si ambos mundos paralelos son un reflejo el uno del otro y lo único que cambia son determinados detalles que tienen que ver exclusivamente con las condiciones espaciotemporales en que se produjeron ambas cagadas, el culo del primer yo debería haber quedado tan limpio como el del segundo. Sin embargo, la inexistencia del papel en la primera cagada invalida la posibilidad de que la segunda sea una copia o reflejo de ella. Esto nos lleva a plantear la cuarta y última hipótesis, que es quizá la más plausible: la que se sustenta en la idea de que “el culo mío no es mío”; es decir, justo lo contrario de la ilustre tautología. Esta hipótesis conlleva necesariamente la existencia o inexistencia del trozo de papel tras la terminación de ambas cagadas. O bien lo hubo o bien no lo hubo, pero no pudo haberlo en un caso y en el otro no. Imaginemos que en la primera cagada no había un trozo de papel para que me limpiara el culo: esto supondría un culo sucio que sería el que cagaría en la segunda cagada. Imaginemos, por el contrario, que en la primera de ellas me limpié el culo con un trozo el papel: esto implicaría un culo limpio que luego cagaría en la segunda cagada. Pero las cosas, me temo, no son tan sencillas. ¿Por qué no podemos imaginar, siguiendo la idea de que “el culo mío no es mío”, que el culo que caga en la primera cagada es un culo distinto del que caga en la segunda? Es decir, que si bien la coincidencia de ambas deposiciones es completa excepto en sus parámetros espaciotemporales, pueda haber, además, otra divergencia relativa al ojete concreto del que se desprenden en cada caso cuatro cagarrutas: en el primer caso está limpio y en el segundo, sucio, o viceversa. No son el mismo culo, no son el mismo ojete, aunque por ambos salen los mismos zurullos y, por lo tanto, las dos cagadas son exactamente la misma, sólo que desdobladas en el espaciotiempo. Si no hubo un trozo de papel en la primera cagada, tampoco lo hubo en la segunda. Si hubo un trozo de papel en la segunda, también lo hubo en la primera. Sin embargo, al tratarse de dos culos distintos, aunque pertenecientes a la misma persona (“el culo mío no es mío”), en un caso el culo queda sucio y en el otro, limpio, sin que importe en cuál de las dos cagadas ocurre lo uno o lo otro. Después de reflexionar mucho al respeto, creo que hay muy pocas posibilidades de que esta última hipótesis no sea la correcta. Y ahora permítanme, si lo tienen a bien, un final bucólico. Las moscas, como suelen hacer, olieron poco después los moñigos depositados en terreno tan agreste. Se posaron –duplicadas o no– en cuatro o en ocho moñigos, eso nunca se sabrá y, en el fondo, poco importa. Los excrementos se fueron transformando en abonos para la hierba que crece entre las piedras. Cuando volví al coche, aliviado, dejé caer en el asiento un culo que, fuera o no fuera mío, había contribuido, aun en escasa medida, a la supervivencia de la naturaleza, del mundo, del cosmos.
martes, 22 de abril de 2025
lunes, 14 de abril de 2025
SUCESOS DE UN SOL QUE SE DESLIZA ENTRE LOS DEDOS
1
Mientras la plata de los árboles quemados suelta su ceniza en bosques disueltos en el atardecer, un hombre se sienta a esperar que la resina desaparecida brille en su recuerdo como un oro sin principio ni fin.
2
No en todos los jardines habrá flores esta primavera, lo mismo que no cualquier flor ostentará su corola como un cofre de aromas. A veces habrá que buscar las flores y los aromas bajo tierra. Allí, agazapados como animales adormecidos, los pétalos frotados por olfatos sedientos se transformarán en las nuevas semillas de la resurrección.
3
¿Y si se hiciera vital un pensamiento sigiloso obtenido tras una transfusión de ideas repentinas? ¿Y si, al levantarnos a dar unos pasos por la habitación donde ya no estamos, cediera la habitación y el suelo flotara unos segundos sinuoso entre las piernas? ¿Y si con toda la alevosía de las noches en que nos perdimos halláramos un resto de cristal incrustado en nuestra cara pasmada frente al espejo poroso?
4
¿Así que ahí dentro no hay sino un resto de polvo?
5
Conviene andar con mucha precaución alrededor de los óvalos. Hubo una tarde, dijiste, en que proyectaron su sombra hasta la que dejaban nuestros cuerpos a medida que avanzábamos. Las sombras se superpusieron y, al hacerlo, se tragaron los cuerpos. Pasó un rato y, al separarse las sombras, supimos que lo que ahora se desplazaba alrededor de los óvalos no eran cuerpos ni sombras, sino el reverso de lo que había sido un cuerpo sin sombra (o viceversa).
6
Pon tú el culo y yo pondré la flor (o viceversa).
7
Cuelgan a una altura inaccesible para los petimetres las huellas de una miríada de soles.
8
El acceso, la acupuntura, el cerco, la cesura, el rasgo, la rasgadura, el antro, la angostura, el rabo, la raspadura, el boquete, la embocadura, el fisco, la fisura, el hielo, la hendidura, el rapto, la rapadura, el camino, la comisura, el salto, la soldadura, el treno, la ternura. ¿Seguimos, hermosura?
9
Abrirse camino en los instantes de la revelación sin por ello destruir el asombro que brindan, es decir, mantener intacta la chispa intangible del éxtasis a la vez que nos introducimos en él para abrazarlo como a un amigo al que perdimos de vista durante muchos años.
10
Instrucciones para llevarse el sol a la boca: tiemble usted durante más de treinta años como un colibrí suspendido en la ingrávida cascada del aire; raspe un día con su pico de ónice las cortezas más ligeras de los árboles quemados de un bosque en el que se han perdido muchos caminantes; libe la savia reseca que en el interior de las cortezas rezuma todavía tras tantas hecatombes sufridas en su propia piel, en la piel de los árboles y en la piel del universo; extraiga de esa savia el zumo de luz solar que aún quedaba atesorado en las vejigas exquisitas de los valientes insectos que siguen escarbando los troncos cabizbajos; libere en su boca ese zumo solar y disuélvalo lentamente en las papilas gustativas hasta que se convierta usted en insecto, en corteza, en savia, en árbol, en bosque, en sol, en luz, en universo, ¡en universo!
11
Vi los anillos de oro que se enroscaban en el cuerpo de la serpiente que se enroscaba en mi cuerpo que se enroscaba en el cuerpo de un amigo imaginario que se enroscaba en el cuerpo de la imagen sin cuerpo que se enroscaba en el cuerpo de un amigo sin vida que se enroscaba en el cuerpo de un árbol quemado que se enroscaba en el cuerpo de un amigo desnudo que se enroscaba en el cuerpo de un pájaro de fuego que se enroscaba en el cuerpo de una serpiente emplumada que se enroscaba en el cuerpo de un amigo deseado que se enroscaba en el cuerpo de mi cuerpo sin vida que se enroscaba en el cuerpo de los anillos de oro.
12
¿Y por qué dice que si introduzco las manos me quedaré sin dedos?
13
Caliente, caliente, frío, frío, frío, caliente, frío, frío, caliente, caliente. ¡Caliente!
14
Hemos de husmearlo todo como si la lavanda lo hubiera impregnado con su luz diluida, como si en todo hubiera un olor de viejas casas a las que nunca volvimos, como si las madres que no tuvimos lo hubieran dejado todo intacto para nuestro regreso, como si fuéramos los forasteros que cultivan en la frontera un jardín efímero de imágenes.
15
Cuando entré a ese jardín aún había jardín y, sin embargo, el jardín al que yo creía haber entrado no era el mismo jardín que recordaba. Otro jardín, superpuesto al jardín que yo había ayudado a cultivar, se había apoderado de las plantas originarias y ahora se hacía pasar por el jardín aquel que, lo sabía, no era en realidad aquel jardín. Cuando salí del jardín ya no sabía si había o no había jardín, si había estado o no había estado en él, si el jardín era yo o si yo era el jardín.
16
Mi querido Doppelgänger: ni se te ocurra hacerte pasar por mí de un modo tan zafio como sería adoptar mi misma figura, imitar mi voz, remedar los gestos que hago cuando hablo, acoplar tu cintura al inimitable ritmo de la mía, respingar tu envidioso trasero como hago yo siempre con el mío y simular, en definitiva, que eres yo cuando la realidad es que no eres sino un pésimo falsificador de mi persona. Mientras tú existes, sin vida, en los espejos, yo gozo de la vida de verdad en este verde valle bajo el cielo. Así que: jódete.
17
¿Y hay modo de saber cuánta ceniza necesito para dibujarte el rostro?
18
Niebla de los atardeceres, / adoleces de sombras en las que no sabemos perdernos. / Si perduras, nos vamos. / Si te vas, no duramos.
19
Y entonces alguien dijo que era muy difícil encontrar el camino de vuelta. Decidimos poner en práctica una técnica que nos habían enseñado de niños: cada uno de nosotros se arrancaría una pequeña parte del cuerpo y la dejaría como un rastro para volver al punto de partida. Así lo hicimos, e incluso algunos se esmeraron en despedazarse hasta que el punto de partida, el lugar donde debían hallarse juntos todos los huesos, se dibujó, turbio, a lo lejos.
20
Nunca se supo si lo que brotaba en el tajo era un atisbo de flor o un borbotón de sangre.
* Texto escrito tras la visita a Temblando, me llevo el sol a la boca, exposición de Jesús Hernández Verano. TEA Tenerife Espacio de las Artes, 4 de abril-18 de mayo de 2025.
ENTRADA DESTACADA
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