miércoles, 31 de enero de 2024

EL PIONERO

En aquella época las llamadas internacionales eran tan caras que sólo podía hablar con mis padres una vez en semana. Así que fueron los años en los que, para bien o para mal, más separado estuve de ellos. Necesitaría un mapa para poder localizar algunos sitios determinantes en la vida que llevaba por entonces. Pero tendría que ser un mapa de aquella época, pues todo ha cambiado, han pasado muchos años, décadas incluso, y los mapas de ahora, imagino, no recogerán muchos de los lugares que me gustaría ubicar. Peluquerías, gimnasios, parques, discotecas, lagos, cafeterías, viviendas particulares. Sí, sé que los lagos no habrán cambiado de lugar; la mayoría de los parques, imagino, tampoco. Pero fueron tantas las transformaciones que la ciudad experimentó por aquellos años, y las posteriores, que un mapa actual apenas me ayudaría a encontrar los lugares que fueron determinantes para mí. Yo formaba parte de una de esas transformaciones, quizá invisibles o por lo menos poco relevantes para casi todo el mundo menos para los que la protagonizamos. Estoy hablando de la llegada de visitantes occidentales a un país que hasta poco tiempo antes había permanecido más o menos herméticamente aislado. Llegué a imaginar con frecuencia que mi llegada a la ciudad había sido la de uno de esos primeros pioneros: personas no sólo de otro país, sino de otra órbita, no únicamente hablantes de otra lengua, sino portadores de una mentalidad por completo distinta. Yo llegué en el coche de unos parientes lejanos que sin duda no habían visitado todavía aquellas ciudades recién incorporadas a su país, y ellos atravesaron las calles solitarias con alguna precaución, como si desde alguna ventana fueran a tirarles piedras a su vehículo occidental, como si nada más adentrarse en la periferia de la ciudad se supiera que habían llegado los primeros visitantes occidentales, y poco después, debido a tan acendrada precaución, mis parientes me dejaron en la dirección que me habían dado las personas que iban a contratarme, que era la dirección de una taberna. Yo entré allí con dos grandes maletas en las que llevaba libros y ropa, ropa y libros, mucha ropa de invierno y unos quince libros de autores y géneros variados que en los meses siguientes me servirían para permanecer en contacto con el mundo que había dejado atrás y, en ocasiones, para ampliar los horizontes de mi mundo hasta acceder a territorios inexplorados por mí. Pero no voy a entretenerme ahora contando las lecturas en las que anduve sumergido en las largas tardes invernales, pues eso no tiene ahora la más mínima importancia. Allí, en aquella taberna, que dudo que haya vuelto a visitar nunca después, me esperaba el ayudante del que iba a ser mi jefe. Creo que mi primer contacto con aquel nuevo país, con aquel nuevo mundo que estaba casi como antes de que hubiera comenzado a ser parte del nuestro, fue una cerveza bien fría, servida en un vaso de unos treinta centilitros, con la espuma rebajada, acompañada de una salchicha con mostaza y chucrut, en un ambiente de mesas apretadas en las que gente de mi edad o algo mayor que yo hablaba en voz muy baja, sin fijarse en el individuo extranjero que acababa de llegar con dos maletas que el ayudante de mi futuro jefe se encargó de colocar junto a la barra. Este local estaba situado en una callejuela muy estrecha por la que el coche de mis parientes había podido entrar no sin alguna dificultad. Y cuando me despedí de ellos se disolvió el último vínculo que me unía con el mundo del que provenía, no solamente porque, a pesar de ser parientes lejanos, eran los únicos que tenía en aquel lejano país, sino porque uno de ellos hablaba, aunque imperfectamente, mi mismo idioma, mientras que yo no hablaba casi ni una palabra del suyo. Por suerte, el ayudante de mi futuro jefe y no sé si también algunas de las personas que lo acompañaban, que no eran muchas y a las que ya no recuerdo en absoluto, también hablaban mi propio idioma y, pese a su carácter poco comunicativo, pude explicarles las vicisitudes del viaje, mis primeras impresiones en el país, mis intenciones para los próximos meses y quizá algo sobre las lecturas que había traído conmigo. Yo supe de entrada que no iba a darse ninguna amistad importante con ninguna de aquellas personas, ni siquiera con el ayudante del que iba a ser mi jefe, quien, pese a comportarse con completa corrección, no era la persona más indicada para ponerme en contacto con gente que pudiera estar dispuesta a establecer amistad con un extranjero que no hablaba su idioma. Se limitó a invitarme a aquella cerveza, o quizá fui yo quien los invitó a él y a las personas que lo acompañaban –fue algo que repetiría con frecuencia: invitaba compulsivamente porque era así como me habían educado, mientras que era muy raro que recibiera invitaciones de vuelta–, y luego fuimos hasta su coche, que tenía aparcado no muy lejos de allí, abrigados con chaquetones contra el frío extremo, y yo con la bufanda, que sería mi sempiterno complemento, enrollada en torno al cuello. Me condujo hasta la que sería a partir de entonces mi vivienda, una pequeña habitación en una residencia universitaria construida en una de las colinas que rodeaban la ciudad. Me ayudó a subir las maletas hasta el segundo piso y a llevarlas hasta la habitación cuyo número no recuerdo ahora aunque podría encontrarlo fácilmente en la correspondencia que recibí durante aquellos años. Recuerdo que cuando se marcharon coloqué las maletas junto al armario, salí al balcón y vi unos árboles que empezaban a florecer. Luego supe que eran manzanos, muchos manzanos repartidos por la colina. Desde aquel día lo considero el árbol más hermoso del mundo cuando florece. Frente a la oscuridad de un mediodía de invierno, el cielo gris plomizo sin el más mínimo rastro de luz solar, las flores de aquellos manzanos fueron mis primeras compañeras, las verdaderas anfitrionas de aquel extranjero que era yo en un lugar solitario, un mundo extraño que tardaría en conocer, una ciudad que fue siempre como una ficción para mí, una nueva vida en la que acabaría siendo otro, otro dispuesto a llegar al centro o misterio del que había sido hasta entonces. Sólo que a ese misterio sólo podía llegarse mediante la aniquilación de casi todo lo anterior.

 

 

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