sábado, 18 de febrero de 2023

INDIAN GATE

El restaurante hindú estaba situado en la planta alta de un centro comercial de la zona turística del sur de la isla. Lo regentaba un paquistaní que era dueño también de una perfumería y una tienda de artículos de cuero en aquel mismo complejo. Se llamaba Dilawar y muchas veces era él en persona quien recogía la comanda. Otras veces se encargaba alguno de sus  dos hijos varones, Imran y Khawar, que por entonces tenían, respectivamente, 28 y 25 años.

La primera vez que visité el restaurante lo hice tras un paseo vespertino por la zona comercial, plagada de tiendas, bares y restaurantes, y frecuentada en su mayor parte por turistas ingleses, alemanes o escandinavos. Me había sentado en una terraza a tomar un martini y me fijé en que en la acera de enfrente había una tienda de artículos de cuero que poca gente visitaba. El único dependiente era un joven alto, delgado, con una barba finamente recortada y ese tipo de rasgos faciales que provocan fácilmente una ensoñación. Con cada trago del martini, me imaginaba el laberinto de un zoco árabe en el que, de pronto, aquel joven aparecía en una puerta y me llamaba para invitarme a un hamam; o también, llevando mi fantasía mucho más atrás o más adentro en lo irreal, me representaba una ciudad oriental como las descritas en Las mil y una noches, la terraza superior de un palacio, la luz de la luna, unos ojos negros frente a mí, la súbita avidez de procurar la cercanía de los cuerpos en la noche. Algún tiempo después sabría que el joven que había visto despachando en la tienda era Khawar, el hijo menor de Dilawar.

El cartel del restaurante se veía también desde donde estaba tomándome el martini. Indian Gate. Escrito en un fluorescente con letras blancas que recordaban vagamente el alfabeto devanagari sobre fondo rojo carmesí. Sentí hambre enseguida. Hacía mucho tiempo que no comía en un restaurante hindú. La última vez, muchos años atrás, había estado con unos amigotes en el que por entonces se consideraba el único restaurante hindú de la isla. Todavía recordaba cómo, tras escandalizarse al verme usar el cuchillo y el tenedor y con la complicidad risueña de mis amigos, el dueño me dio a comer de su propia mano una samosa mojada en salsa de yogur.  

Al principio no supe bien cómo llegar hasta el restaurante. No encontré ninguna escalera exterior que llevara a la planta alta del centro comercial. Aquello era un laberinto de tiendas que se extendían desde la zona exterior, que daba a la calle, a través de pasillos interiores con múltiples ramificaciones, hasta la zona posterior, en la que había una especie de plaza que colindaba con un bloque de apartamentos. Esa zona posterior, por cierto, estaba desierta, y las tiendas que había allí, cerradas a cal y canto. Volví sobre mis pasos hasta la que parecía la avenida principal en el interior del centro comercial. Entre una tienda de relojes y una perfumería encontré una puerta sobre la que figuraba un cartel con el indicativo del parquin y oficinas de abogados, inmobiliarias y consultorías. La abrí y me encontré con unas escaleras que bajaban, presumiblemente al parquin, y otras que subían. La planta alta era casi tan laberíntica como la baja, pero la situación de la calle me ayudó a orientarme para llegar al restaurante.

Había mesas dentro y fuera. Estas últimas ocupaban la parte más cercana al muro de una amplia terraza con vistas al exterior. Sólo una de ellas estaba ocupada. Una pareja joven, aparentemente extranjera, conversaba en voz baja mientras daba cuenta de platos con arroz, cordero, verduras. Me senté en una mesa relativamente alejada de la de ellos. Desde allí podía ver la mesa donde poco antes había estado sentado bebiéndome un martini, pero no la tienda de ropa regentada por el sugerente personaje de un cuento oriental. Pasaron bastantes minutos hasta que vinieron a atenderme, pero, como no tenía prisa y me dediqué a recrear la mirada en el tráfico de turistas que entraban y salían de tiendas y restaurantes, no noté la tardanza.

Me atendió un señor de entre cincuenta y sesenta años. Luego sabría que era Dilawar en persona, pero al principio pensé que se trataría de un camarero. Su español era pésimo, hasta el punto de que en algún momento creí preferible hablarle en inglés. En cualquier caso, la conversación se limitó a una serie de recomendaciones de algunos de los platos que había en la carta. Me decanté por un curry de cordero al estilo de Madrás, medianamente picante, bañado en una salsa de coco. Resultó estar delicioso.

Mientras cenaba, me fijé en los movimientos del restaurante. Ninguna de las mesas del interior estaba ocupada. Sólo una pareja más, también extranjera, pero esta vez algo mayores, llegó durante el tiempo en que estuve allí y se sentó en la terraza, en una mesa contigua a la mía. Había una barra al fondo, de madera lacada, y una puerta que parecía dar a la cocina. Allí se amontonaban unas cuatro o cinco personas, hombres todos, incluido Dilawar, del que en ningún momento pensé que se tratara del dueño. Parecía haber armonía y camaradería entre ellos, pero al mismo tiempo eran muy serios y formales. El más joven, que resultaría ser Imran, era el que menos integrado parecía. Me fijé en él enseguida, pues me recordó al dependiente de la tienda de artículos de cuero, sólo que Imran era ligeramente más bajo, pero también más fornido. Llevaba el pelo, de un negro brillante, algo más largo, peinado hacia atrás con un toque de gomina. Mientras el trasiego de platos y de vasos circulaba alrededor de él, permanecía abstraído, mirando hacia un punto indeterminado, como concentrado en un recuerdo o en una imagen de la mente.

Fue, sin embargo, Imran quien vino a preguntarme si me había gustado el curry de cordero y deseaba algo de postre. Le dije que todo había estado delicioso y le pedí un mango lassi. Su español era mejor que el de su padre, con un acento encantador. De hecho, Imran había dejado a un lado sus ensoñaciones y me atendió sonriente, quizá incluso demasiado. Sus ojos almendrados eran como lagos en los que si uno se bañaba se exponía a no poder salir nunca del agua. Un agua oscura, noctura, espesa, con una luz misteriosa en el fondo. El mismo Imran me trajo un mango lassi y, sin darme ninguna explicación, dejó junto al vaso un trozo de papel doblado.

Yo sabía que no era la cuenta, pues era un trozo de papel bastante pequeño. No quise abrirlo durante todo el tiempo que estuve bebiéndome el mango lassi. De vez en cuando miraba hacia el interior del restaurante y veía el acostumbrado grupo masculino de empleados charlando con viveza y seriedad, y a Imran junto a ellos, pero ensimismado, con un brazo apoyado en la barra y el otro estirado a lo largo del cuerpo. De vez en cuando él miraba hacia donde yo estaba, pero enseguida apartaba la mirada.

Un buen rato después de haberme bebido el mango lassi vino Dilawar a preguntarme, ya directamente en inglés, si deseaba algo más. Le dije que sólo me faltaba la cuenta. Cuando se marchó, desdoblé el papelito y leí en él un número de teléfono junto a un nombre: Imran. La letra tenía un punto tembloroso. Poco después, cuando ya me habían traído la cuenta y había depositado un billete en la bandejita de metal, vi llegar al empleado de la tienda de artículos de cuero, entrar en el restaurante, saludarlos a todos y entrar en la cocina.

En mis muchos encuentros con Imran, que comenzaron a partir del día siguiente, iría conociendo la compleja historia de su familia, su propia historia, nada sencilla tampoco, e incluso la de su hermano Khawar. Cada una de ellas daría para otro relato.  

 

 

ENTRADA DESTACADA

NICOLÁS DORTA EN LOS 'DIÁLOGOS EN LA GRANJA'

 

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